Dicen que si lo visualizas, sucede; aunque no siempre
ocurre como lo soñaste. También, en otro tema, alguien dijo alguna vez que todo
el que se mete de empresario es por hambre vieja. Y en edad próxima a dónde
otros se jubilan, aún no distingo si escogí ser autoempleado por demostrar
no-sé-qué cosa, o por ese inmaduro recelo a rendir cuentas, o temor a ser
incompetente, o de plano porque había aprendido un noble oficio.
El asunto es que siendo muy joven, gracias al
crecimiento industrial de Saltillo y una competencia mundial que aún no llegaba
a la ciudad, aunado a mi situación sin compromisos, y sí, con un hambre vieja
de tiburón encaletado, las cosas se me acomodaron bien en el ámbito
empresarial.
Cosa común entre los aventureros, tomé como referencia
a la empresa que en ese entonces se encaminaba a ser líder nacional de mi giro.
Una compañía nacida en Monterrey, cuyo fundador había tenido la sabiduría de,
además de adecuar a la época un modelo de negocio exitoso, saber abandonar a
tiempo un barco llamado Confía que hacía agua sin que nadie más lo notara, esto
último con la opinión de “los expertos” en contra.
Esa hambre del empresario es distinta en cada caso, ya
sabes: cada cabeza es otra barbacoa. Facturación, posición en el mercado,
número de empleados, metros cuadrados, influencia política o social,
rendimientos… en fin, un listado interminable de factores son los que pueden
mover a una persona de negocios.
Entre mi hambre vieja y la referencia del líder en mi
gremio, en algún momento cuadré una ambiciosa estrategia desde mis condiciones
y análisis con miras a medirme en el futuro con ese líder tan respetado tanto
por competidores, como por clientes, proveedores y prestadores de servicios.
Luego vinieron candidatos a la presidencia asesinados,
devaluaciones, cambios de régimen, crisis económicas recurrentes, narcoviolencia,
competencia lava-dinero y competencia lava-nombres, nulo gasto gubernamental,
pandemias, y un sinnúmero de pendejeces más propias que ajenas. Total, que a
través de los años, igual a cualquier empresario, tanto ese líder como yo,
tuvimos que ajustarnos a las circunstancias para seguir trabajando. En el inter
de tantas vueltas de la vida, en distintas ocasiones tuve la oportunidad de
convivir con el fundador, socios y trabajadores de esa empresa, quedándome
siempre con lecciones y aprendizajes no solo aplicables a la empresa, sino
también a mi persona.
Para cuándo acordé, pasaron treinta años de haber tomado
como referencia a una empresa fundada y operada por gente trabajadora y
visionaria, inteligente y arriesgada. En el transcurso de esas tres décadas,
otros proyectos y múltiples problemas alejaron mi atención de esa meta por
medirme en metros cuadrados con esa corporación que nos enseñó tantos caminos
alternos y variados enfoques a sus competidores. Si me diera por quejarme,
diría que mis sueños de grandeza terminaron en pesadilla, pero tampoco es
verdad.
Y en estos días de enero, con profunda tristeza me
entero de la liquidación de ese negocio que fue punta de lanza para lo que hoy
es el mercado nacional. Y no puedo sino sentirme incómodo y burlado por la
vida, porque al final, esa estúpida meta de medirme con el más grande será rebasada
al continuar operando desde mi modesto nivel mientras ellos desaparecen; pero
ese no era el plan, no es agradable ver a tu inspiración morir, no es edificante
ver un árbol caído. No tiene gracia ni mérito elevarse ante la desventura de
otros.