Publicado en tres partes el 23 de
Noviembre, 30 de Noviembre y 7 de diciembre en 360 La Revista, de VANGUARDIA
Lección de economía doméstica (1 de 3)
En cierta ocasión acompañaba a mi madre
en una de esas tiendas que venden cualquier cosa que nunca has necesitado, pero
que nos producen una extraña fascinación por adquirir un producto llamativo y novedoso
que ofrece una alternativa o aparente solución a pequeños detalles que jamás
habrías notado a no ser por los diabólicos inventos del salvaje capitalismo.
Mientras yo esperaba ansioso a salir de aquel aburrido lugar para ver
cosas realmente importantes como una gorra para ir de pesca, una navaja suiza o
el calendario de las cheerleaders de los vaqueros de Dallas, ella estaba
absorta con una especie de espátula para sacar toda la mayonesa, mermelada u
otra cosa de los recipientes en que vienen envasadas.
Era un accesorio que permitía llegar a
las zonas inaccesibles para los cuchillos de untar, cucharas o palas utilizadas
para embadurnar aquellos alimentos que se quieren aderezar con dichos ungüentos
comestibles. El precio no era precisamente una baratija al ser un artículo
hecho con materiales de calidad y ostentar el sello de una marca reconocida de
utensilios de cocina. Como joven crecido en el ambiente y la cultura de la
practicidad (de ser prácticos), con ese aire entre engreído y condescendiente
que todos tenemos en algún momento de la juventud, y con la petulancia de quien
quiere dejar bien en claro su gran astucia, pedí una calculadora al encargado
del lugar y procedí a hacer el siguiente análisis económico-financiero-contable
a mi madre:
Compraría un artefacto cuyo costo era
diez veces superior a un frasco de mayonesa, dicho artilugio serviría para
rescatar del frasco un estimado del uno por ciento de producto antes de botarlo
a la basura, esto le produciría un retorno de inversión (recuperar lo gastado)
después de haber consumido unos mil botes de mayonesa. ¡1000 tarros de mayonesa
! Si dijera que podría consumir uno por
semana, estaríamos hablando de casi veinte años exprimiendo hasta el último
gramo del fondo para que ese pequeño ahorro semanal justificara al gasto
actual.
Por supuesto que mi madre pareció no escuchar mi argumentación. Continuó
husmeando por toda la tienda y jamás soltó aquella espátula que yo había
sentenciado sería un gasto incosteable. Finalmente se aproximó a la caja
registradora con un semblante de dignidad que en nada se debía relacionar con
una acción tan vacua como comprar un aparatejo para su cocina. Una vez lista
para pagar, y sintiendo una penetrante y cuestionadora mirada clavada en su
espalda finalmente volteó a verme y simplemente me dijo: -¿Acaso tú me lo vas a
pagar? Si no es así, no tienes derecho a opinar.-
¡¡¡ PUUMMMM ¡¡¡. Con eso me dejó sin palabras, y aún no
iniciaba mi enseñanza de aquella experiencia.
Continuará el próximo domingo.
Lección de economía doméstica (2 de 3)
Después de mi arrogante explicación de cómo un
gasto inútil en una especie de espátula que servía para sacar la última porción
de mayonesa del frasco, que tardaría unos 20 años para recuperarle vía ahorro
aquella inversión a mi madre, y también luego de que ella me dijera clara y
dignamente que si ella lo pagaba, yo no tenía derecho a cuestionar nada,
salimos del lugar con el nuevo artefacto para su cocina. Una vez afuera del
establecimiento, estuvimos en silencio mucho tiempo y seguimos haciendo las
compras que teníamos que completar sin apenas abrir la boca en uno de esos
incómodos impases en que ambas partes saben que no se ha dicho la última
palabra pero que pareciera que nadie quiere volver a sacar el tema.
Finalmente nos dirigimos al estacionamiento, ahí abordamos el auto y
comencé a manejar en medio de un sepulcral silencio. El regreso era largo y por
eso mi madre no tenía prisa por iniciar las hostilidades, así que yo fui el que
arremetí con un largo discurso de cómo es que la gente caía en las garras del
consumismo sin medir las consecuencias de darle rienda suelta a sus deseos de
poseer cosas inútiles.
Nuevamente estuvo callada mientras yo daba
mi perorata. Una vez que hube terminado, fue ella quien tomó la palabra, y más o
menos me explicó lo siguiente:
-“Tu y yo venimos de diferentes mundos, y tus abuelos venían a su vez de
otro mundo. Ellos nacieron en el mundo de la primera guerra mundial y eran
adultos durante la segunda guerra. El mundo de ellos, desde la niñez hasta ser
padres, fue de grandes sacrificios, de economías irregulares donde el desabasto
alimenticio era cosa de todos los días. Su vida fue de constante escasez y eso
fue algo que marcó a toda una generación, generación que nos educó a nosotros
en la cultura del ahorro, del no
desperdicio y del pavor al futuro. En el
mundo de tus abuelos, la mayonesa era un lujo que pocos se atrevían a darse.
Entonces mi mundo y el de tu padre estuvo de alguna manera marcado por
las carencias de tus abuelos, y si bien es cierto que al final de nuestra
infancia estaba por terminar la segunda guerra, los traumas que ésta dejó en
todo el planeta hicieron que las recuperaciones económicas y culturales, pero
sobre todo emocionales, se dieran a paso de tortuga. Así que en nuestros
hogares no existían los lujos, el derroche o lo superficial. Todo gasto tenía una razón de ser y debía dar
un servicio exacto, medible, económico y necesario. Aún y cuando se vislumbraba
un futuro prometedor y lleno de oportunidades, el fantasma de la escasez
rampante del pasado era un freno psicológico que impedía a una generación
disfrutar de la vida y tenía a la descendencia presa de los miedos a sufrir lo
que sus antecesores platicaban.
Luego los tiempos cambiaron, pero la
semilla de la prudencia ya estaba sembrada en nosotros y por mejores que fueran
las cosas nunca nos apartamos de las enseñanzas, constelaciones, introyectos o
cualquier otra definición de herencia
que quieras utilizar para explicar porque un hijo adopta las usanzas de
sus padres. En ese mundo que me tocó vivir, la mayonesa fue un gusto que muchas
familias empezaron a disfrutar, pero nunca a desperdiciar.”-
Ya iba entendiendo la lección,
pero todavía no acabábamos. Continuará el próximo domingo.
Lección de economía doméstica (3 de 3)
Me había dado mi madre las
explicaciones de como las dos guerras mundiales desde sus inicios y hasta sus
secuelas habían marcado a dos generaciones llevándolas a una cultura de ahorro
que a veces parecía rayar en la locura. Esto a raíz de su compra de aquel
utensilio de cocina y de mi cuestionamiento argumentado desde la petulante
postura económica donde yo había calculado que tardaría décadas en recuperar
ese gasto a través de rascar desde las áreas más inaccesibles de los frascos
hasta el último gramo de mayonesa. Luego siguió diciendo:
-“Y después llegaron ustedes, los herederos de un orden global que parece
privilegiar a la economía por encima de las necesidades, de una aldea mundial
en dónde todo está al alcance de la mano y dónde un bote con mayonesa es un
artículo que encuentras en prácticamente cualquier hogar. Hoy tú perteneces a
una cultura que da por sentado el tener cubiertas las necesidades básicas y que
entiende que parte de su misión es ser productivo y desarrollar su entorno para
que más habitantes de este mundo alcancen la tan perseguida estabilidad
económica y cubrir sus necesidades. Si, quizás mal harías en detenerte a
exprimir la última gota de un tarro de mayonesa cuando tal vez por eso pierdas
la oportunidad de producir miles de litros o kilos del mismo producto.
Pero aun así, debes entender que la forma de
ser de tus antepasados tiene largas raíces y un porqué de cada acto, costumbre
o manía, por inusual o impráctico que todo eso parezca. Así que por favor, no
vuelvas a sermonearme con datos duros sobre la economía y finanzas de la
realidad actual cuando lo que necesito son suaves asentimientos para mi forma
de vivir en un escenario que tiene un porque en el pasado”-.
Por supuesto que me callé y asentí a todo lo
que mi madre dijo, lo comprendí de inmediato y también supe que aunque en el
nuevo orden globalizado un ahorro mal entendido se puede traducir en pérdidas
al final de un balance, por simple definición, el ahorro nunca podría
considerarse como algo negativo.
Por cierto, muchos años después de aquella plática con mi madre, la observaba
en su cocina con su vieja espátula ordeñando una mermelada que seguramente
tendría una fecha de caducidad vencida, y recordé que además de mayonesa, el
artilugio aquel había servido durante años para sacar todo aquello que se
pudiera untar, por lo que mis fríos y duros cálculos de aquel lejano día
habrían estado faltos de variables.
Volví a hacer unas pocas operaciones mentales, y me di cuenta de que
desde todos los ángulos y a través de muchos años, escarbando dentro de cientos
de frascos de aderezos, conservas, especias, cremas y mantequillas, la dignidad
de hacer lo correcto desde una perspectiva de ética con la que mi madre había
salido de aquella tienda, se había impuesto a la pedantería de hacer lo ventajoso
desde la visión económica que yo había argumentado.
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