Maradona: confieso que he volado
Entiendo a Maradona porqué yo, igual a él, confieso
que he volado. No pienses que me iré por las ramas de una alegoría para salir
bien librado de esa afirmación. Por volar, metáfora también, me refiero
exactamente a eso en lo que estás pensando tan asociado al Diego.
Fue un domingo 22 de junio. Tenía 16 años y un hermano
20 meses mayor. Mi madre y mis hermanas andarían de vacaciones porque no
recuerdo nada de ellas en aquel día. Papá, en su papel de padre, nos despertó
muy temprano y nos llevó al patio de la casa. Había comprado materiales para
que le diéramos mantenimiento al aljibe. Nos indicó que hacer y nos dejó
mientras el se fue a hacer lo que hacía los domingos.
Para dos jóvenes en plenitud, sumergirse en un
cuartito bajo tierra de treinta metros cúbicos, con una puerta de escotilla
menor a un metro cuadrado, no suponía un reto mayor. Una escalera de tijera,
tinas, cepillos y brochas. Listos para dejar como nuevo el depósito de agua.
Trabajamos un buen rato con la pintura especial para
albercas y convivimos cómo no hacíamos desde niños: todo era risa y
camaradería. Fue Pepé quien, en un momento dado, cayó en cuenta de que la falta
de ventilación, aunada a la inhalación de disolventes, había producido en
nosotros un efecto de euforia, un arrebato de exaltación. En lenguaje llano y
universal, nos pusimos high.
Luego de tomar conciencia y, he de decirlo sin rubores
ni rodeos, disfrutar de aquello, vino un momento de angustia: me era imposible
coordinar brazos y piernas para subir por la escalera. Fue tanta la
intoxicación, que salir de ahí fue una proeza de equipo por la que siempre he
estado agradecido con mi hermano. Pero hicimos el trabajo.
Luego del susto, la intoxicación cedió poco a poco y
para las doce del día todo era bonito, alegre y feliz. Nos sentamos a ver el
juego de Argentina-Inglaterra. Mi padre llegó justo en ese momento: cuándo
Diego se elevó por encima de Shilton, y con la mano de dios marcó el primer gol
para la albiceleste.
Entró al cuarto de televisión y nos encontró riendo a
carcajadas. Se sentó junto a nosotros. Nuestra estúpida risa no había mermado
cuándo llegó el segundo tanto: Diego gambeteó desde la media cancha a tantos ingleses
cómo naciones tiene la Commonwealth, y un disparo cruzado desató en nosotros
otra oleada de risotadas ante una mirada entre curiosa y divertida de ese
hombre que ya no era padre, volvía a ser papá.
Maradona volvió a cargarse a su selección en Italia 90
y siempre le seguí cómo lo hago desde entonces con otros personajes porque,
ahora sí con retórica incluida, me hacen volar sin necesidad de otros potencializadores,
cosa que les agradezco.
Me
parece estéril discutir si fue mejor Maradona a lo que es Messi, sí es más
poeta Benedetti o Neruda, tampoco cuestiono si hay más legado en los Beatles o
en Queen. Ni siquiera argumento entre un Samsung o un iphone. Porque cuándo ves
a los genios elevarse, lo mejor es dejarse llevar, y apreciar bien ese
instante, obra o tecnología que han alcanzado, y disfrutar de aquello que esos
seres tocados por dios, por la naturaleza o por la disciplina, nos ofrecen para
nuestro regocijo, sin necesidad de otros detonantes además de la gracia que
ellos tienen.
Por
eso, me quedo con las genialidades de Mercury, Diego o Van Gogh. Me hago de la
vista gorda a sus traspiés, los escondo con los míos, allá donde guardo las
piedras que no he de lanzar, en el fondo de un aljibe, en la casa de mi padre.
Causa de muerte
https://www.saltillo360.com/hoy-se-habla-de-causa-de-muerte
No se lo pensó mucho para, con harto dolor, anotar en
su registro personal lo correspondiente a sus dos queridos amigos. Tenía fresco
en su memoria la última vez que los vio con vida, ante una mesa de viandas y
vinos. No necesitó estar en la autopsia ni ver cómo acabaron los cuerpos para escribir
su dictamen en la libreta.
Él es un médico legista que hace un ejercicio alterno
a su trabajo profesional: lleva un diario dónde anota las que él considera,
causas reales de muerte.
Así, aunque en la necropsia de ley aparezcan cosas
como paro cardiaco, en su libreta privada anota síndromes como cáncer de
páncreas. Piensa que, en rigor, todas las muertes son porque el corazón deja de
latir, pero que igual sería decir que se muere por dejar de respirar. Es por ello
que entre sus notas, puedes leer causas como “atropellado” en lugar de consecuencias
como “estallamiento de vísceras”, o algo así como el coloquial “se cayó de un
andamio” en vez del forense “traumatismo cerebral”
Utiliza seudónimos genéricos en su diario: se repiten
una y otra vez nombres de pila como José, Juan o Ramón, para varones, y las
consabidas María, Lupita o Laura, cuando son mujeres. En los penosos casos de
niños se limita a escribir la palabra infante. Nunca viene un apellido. Suma o
resta un año a la edad de los difuntos; e igual lleva un desfase entre las
fechas para no dejar un rastro. Todo debido a una obsesión estadística por obtener
sus números, independientes a las cifras científicas u oficiales.
Con un lápiz en la mano, recordó los últimos momentos
con sus dos compañeros: conviviendo, con una luz de alegría por su sincera amistad,
y una sombra de preocupación por el nublado futuro, entre la calidez de un
hogar y el desapego de una sana distancia que no distingue lo físico de lo
fraternal. La plática, cómo en los últimos tiempos y alrededor del mundo, fue
de un lado a otro en torno al tópico predominante del año: la pandemia.
Igual a todas las charlas, la discusión aterrizó sobre
dos pistas: la de José, por un lado, recitando, repitiendo y listando noticias obtenidas
de cualquier número de publicaciones en redes sociales, con todo tipo de argumentación
científica o carente de sustento. Algunas con un soporte periodístico o
académico con fuentes e investigaciones citadas, las más, simples cadenas de
palabrería bien exhibida, rumores, chismes y creencias sin fundamento. Y por
otro lado la pista de Ramón; con la descalificación de todos los datos duros,
así como a gobiernos e instituciones. Con la denuncia de un complot orquestado desde
el capitalismo, la exposición teórica del caos social, y una enredada sinopsis
de novelas distópicas escritas por autores angloparlantes, de esas que hablan
de primero condicionar para luego someter para, entonces, manejar a una mansa
sociedad civil.
Total, que de esa noche bohemia de ocho meses atrás, de
conocer a sus amigos por tanto tiempo, del intercambio de mensajes escritos y
llamadas desde esa jornada primaveral hasta mediados de noviembre, sin
necesidad de estar presente durante sus días y horas finales de vida, ni en
funerales ni autopsias, el médico legista derivó su dictamen de causa de muerte
y así lo anotó en su diario:
José. 55 años. 2 de diciembre de 2020. Causa de
muerte: miedo
Ramón. 54 años. 4 de diciembre de 2020. Causa de muerte: soberbia.
Es que no entienden
Alguno de mis lectores no entiende. Dice que nunca
escribo de cosas trascendentes, que mis columnas tratan de temas y experiencias
cotidianas que nada tienen que ver con la rotación de la tierra, la
problemática mundial o la reciente verborrea del gobernante en turno. Otros de
mis lectores piensan que la vida anda por distinto rumbo, y que, lo importante,
es hablar de lo que parece trivial pero que a todos nos pasa. Para ellos va
este escrito:
Sentado, alienado y sumiso, alcancé a escuchar los
patéticos esfuerzos del hombre de mediana edad por conquistar a la joven
cajera. Con la cálida sonrisa de la atención al cliente, pero con la elusiva
mirada del desprecio, lo despachó haciendo contacto visual por encima de su
hombro con el muchacho sentado en primera fila.
En sincronía con el cambio de números en la pantalla y
con evidente alegría para la cajera, el muchacho se levantó y avanzó hasta la
ventanilla con la firme pisada de la juventud y el éxito. La escena fue cómo al
revés: él, con el garbo de los apreciados por el cadenero de antro y con la
confianza que brinda una solvente chequera, haciendo alguna transacción bancaria
en físico, pero con el pensamiento en otra dimensión. Mientras que ella,
pareció disfrutar de su mejor momento del día, de un minuto Cenicienta en la
liberación del yugo social que sólo se materializa en las telenovelas
mexicanas. Con la misma agilidad del caminar, el muchacho terminó su trámite, y
se esfumó dejando tras de sí un aroma a loción cara.
Solíamos decir que la fracción más pequeña de tiempo
no era el cronón, sino el instante entre el cambio de luz del semáforo y el
claxon del idiota de atrás. Hoy sabemos que no es así: hoy decimos que el mínimo
intervalo temporal se da mientras un cliente le da las gracias a la cajera y
quien tiene el siguiente número se apersona ante la ventanilla. Pero esta vez
no sucedió así.
Busqué con la mirada a alguien de pie antes de que los
números aparecieran en la pantalla. Seguía el E-153 y mi turno era el E-154. La
cajera puso una especie de anuncio en su lugar y desapareció detrás del
mostrador: ya sabes, la ley de Murphy que sólo se aplica en uno. Pasaron un par
de peñanietistas minutos y ella regresó. Ya estaba yo de pie pensando que mi
antecesor debió abandonar la sucursal. El cambio de números apareció.
Impaciente, paseé mi vista por todo el local para
comprobar mi hipótesis. Pero no, en la hilera final, y en la última fila, se
levantó un anciano con la parsimonia propia de su imagen. Volví a mi asiento.
Un largo intercambio de argumentos siguió. La empleada
bancaria insistiendo en que el anciano debía contar con una aplicación en su
teléfono para no acudir al banco, mientras que la lógica del señor decía que,
si la institución bancaria le cobraba comisiones por todo, él tenía derecho a
hacer sus transacciones de la forma que él decidiera. El tono subió cada vez
más hasta que al final, el viejo le espetó: “no me importan tus protocolos ni
tu pandemia, ni tus aplicaciones ni tu tiempo, mi principal ocupación es venir
a realizar los pagos y nadie impedirá que yo siga con mi vida”. Ella no tuvo
más opción que atenderlo. Él, ya más tranquilo, se despidió de forma cortés,
diciéndole que mañana regresaría para pagar el agua. Pasó por delante de mí con
el andar de un vapuleado cuerpo, pero con la actitud de un espíritu íntegro,
dejando una estela de dignidad en el ambiente.
Por fin apareció mi número, con mucha calma me
aproximé a la ventanilla. Llevando la mirada hacia el falso plafón del techo y con
el suspiro de quien repite más escenas que un mal actor, me recibió con
desgana:
—Estos viejitos no entienden. ¿Qué necesidad de venir
hasta acá si pueden hacer todo desde la cama?
Pensé que, para ella, su retórica no ameritaba
respuesta. Yo, me sigo preguntado: ¿quién entiende y quién no?
Grupos de Seguridad
Centro histórico de Saltillo, Coahuila. Transcripción y notas en torno a lo acontecido la noche del 20 de octubre de 2020.
8:48 pm (comandante P.V.): Buenas noches vecinos y
vecinas. Andaré en turno para cualquier apoyo que requieran. Quedo a sus
órdenes. Atentamente, comandante P. V.
8:50 pm (vecino 1): Se oye una mujer gritando ¡
Años
atrás, vecinos y comerciantes del centro histórico de Saltillo, iniciamos, de
mano de la administración municipal, un novedoso programa de cooperación entre
ciudadanía y autoridades para cuidar de nuestros trabajadores, de nuestras
casas y de nuestros negocios.
8:50 pm (policía 1): Pase domicilio exacto por favor
para aproximar unidad.
8:50 pm (policía 2): Indíquenos dirección exacta de
favor.
8:50 pm (vecino 1): En Hidaldo, entre Lerdo y Múzquiz.
Apoyados
en tecnología al alcance de las mayorías y en el surgimiento de las redes
sociales, el primer grupo de seguridad municipal por WhatsApp fue puesto en
marcha con la coordinación de Salvador Rodríguez Saade, líder de los
comerciantes del centro. En tiempo récord, bajaron los índices de robos por
farderismo, allanamiento y violencia. Igual, se incrementó la captura de
delincuentes in fraganti o en huida gracias a la comunicación clara y oportuna
en tiempo real.
8:51 pm (policía 3): Próxima unidad. Próxima unidad de
preventiva.
8:52 pm (vecino 1): Sigue gritando horrible. No sé qué
pasó.
8:53 pm (policía 1): Unidad próxima.
8:53 pm (vecino 2): Qué pasó (sic)
8:54 pm (comandante P.V.): Ahí me aproximo.
Con reglas claras y firmeza, administrados
por agentes probos e identificados, estos grupos de seguridad se multiplicaron
por cada zona de la ciudad. Se sanciona con baja a quienes publican falsas
alarmas y se insiste en utilizarlos sólo para emergencias, dejando de lado las
cuestiones personales e ideológicas.
8:55 pm (policía 1): (envía foto del lugar, se ve la
unidad con torretas encendidas)
8:55 pm (comandante P.V.) (audio, seguido de un par de
fotos in situ): Aquí nos encontramos en el lugar.
Ejemplo
de cooperación entre gobierno y sociedad civil, quienes participamos en estos
grupos de seguridad por una convención particular, aplaudimos las políticas
fincadas en inteligencia más que en gasto, en programas incluyentes más que en
dádivas, en tecnologías accesibles más que en despampanante armamento. Dicen
los que saben, que la casa más limpia no es la que más se barre, sino la que
menos se ensucia, que el cuerpo más sano no es el que se atiborra de medicinas,
sino el que mejor se alimenta…y que las ciudades más seguras no son las que
tienen más rifles, sino las que cuentan con más ojos. No le hace que, en
ocasiones, una alarma verdadera devenga en fiasco de crimen, ojalá así fuera
siempre:
8:56 pm (vecino 2): ¿Qué pasó? Mis papás viven cerca,
para decirles.
8:56 pm (comandante P.V): Es un cortometraje que están
haciendo.
8:56
pm (policía 1.): Se está grabando un cortometraje de La Llorona, para que no se
alarmen.
Yo pensaba que un parámetro para medir grandes
ciudades era el índice delincuencial. Hoy creo que una gran ciudad se mide por
la participación ciudadana y porque en sus calles se filman cortos y películas.
Por cierto, denle un Oscar a esa actriz que hizo de La Llorona: excelente
histrionismo ¡¡