Alguno de mis lectores no entiende. Dice que nunca
escribo de cosas trascendentes, que mis columnas tratan de temas y experiencias
cotidianas que nada tienen que ver con la rotación de la tierra, la
problemática mundial o la reciente verborrea del gobernante en turno. Otros de
mis lectores piensan que la vida anda por distinto rumbo, y que, lo importante,
es hablar de lo que parece trivial pero que a todos nos pasa. Para ellos va
este escrito:
Sentado, alienado y sumiso, alcancé a escuchar los
patéticos esfuerzos del hombre de mediana edad por conquistar a la joven
cajera. Con la cálida sonrisa de la atención al cliente, pero con la elusiva
mirada del desprecio, lo despachó haciendo contacto visual por encima de su
hombro con el muchacho sentado en primera fila.
En sincronía con el cambio de números en la pantalla y
con evidente alegría para la cajera, el muchacho se levantó y avanzó hasta la
ventanilla con la firme pisada de la juventud y el éxito. La escena fue cómo al
revés: él, con el garbo de los apreciados por el cadenero de antro y con la
confianza que brinda una solvente chequera, haciendo alguna transacción bancaria
en físico, pero con el pensamiento en otra dimensión. Mientras que ella,
pareció disfrutar de su mejor momento del día, de un minuto Cenicienta en la
liberación del yugo social que sólo se materializa en las telenovelas
mexicanas. Con la misma agilidad del caminar, el muchacho terminó su trámite, y
se esfumó dejando tras de sí un aroma a loción cara.
Solíamos decir que la fracción más pequeña de tiempo
no era el cronón, sino el instante entre el cambio de luz del semáforo y el
claxon del idiota de atrás. Hoy sabemos que no es así: hoy decimos que el mínimo
intervalo temporal se da mientras un cliente le da las gracias a la cajera y
quien tiene el siguiente número se apersona ante la ventanilla. Pero esta vez
no sucedió así.
Busqué con la mirada a alguien de pie antes de que los
números aparecieran en la pantalla. Seguía el E-153 y mi turno era el E-154. La
cajera puso una especie de anuncio en su lugar y desapareció detrás del
mostrador: ya sabes, la ley de Murphy que sólo se aplica en uno. Pasaron un par
de peñanietistas minutos y ella regresó. Ya estaba yo de pie pensando que mi
antecesor debió abandonar la sucursal. El cambio de números apareció.
Impaciente, paseé mi vista por todo el local para
comprobar mi hipótesis. Pero no, en la hilera final, y en la última fila, se
levantó un anciano con la parsimonia propia de su imagen. Volví a mi asiento.
Un largo intercambio de argumentos siguió. La empleada
bancaria insistiendo en que el anciano debía contar con una aplicación en su
teléfono para no acudir al banco, mientras que la lógica del señor decía que,
si la institución bancaria le cobraba comisiones por todo, él tenía derecho a
hacer sus transacciones de la forma que él decidiera. El tono subió cada vez
más hasta que al final, el viejo le espetó: “no me importan tus protocolos ni
tu pandemia, ni tus aplicaciones ni tu tiempo, mi principal ocupación es venir
a realizar los pagos y nadie impedirá que yo siga con mi vida”. Ella no tuvo
más opción que atenderlo. Él, ya más tranquilo, se despidió de forma cortés,
diciéndole que mañana regresaría para pagar el agua. Pasó por delante de mí con
el andar de un vapuleado cuerpo, pero con la actitud de un espíritu íntegro,
dejando una estela de dignidad en el ambiente.
Por fin apareció mi número, con mucha calma me
aproximé a la ventanilla. Llevando la mirada hacia el falso plafón del techo y con
el suspiro de quien repite más escenas que un mal actor, me recibió con
desgana:
—Estos viejitos no entienden. ¿Qué necesidad de venir
hasta acá si pueden hacer todo desde la cama?
Pensé que, para ella, su retórica no ameritaba
respuesta. Yo, me sigo preguntado: ¿quién entiende y quién no?
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