Publicado el 01 de agosto de 2021 en Saltillo 360, de Vanguardia.
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Supongo que así es la vida: justo cuando los hijos alcanzaron edad para realizar por si mismos toda la tramitología exigida por el mundo, fue mi madre quien requirió mi asistencia para renovar su pasaporte.
No es que no
se valga por si misma, es que necesitó un buen chófer para llegar hasta la
oficina de Torreón. Aproveché el viajecito para sacar también el mío.
He de
decirlo: no cupo el cliché de la oficina burocrática donde nadie quiere
atenderte y todos lucen mal encarados; no señor, en este país hemos superado
esa cultura y cada vez es más común encontrar funcionarios serviciales y bien
capacitados. Bravo por eso.
Al final de
todo el proceso, mi nuevo pasaporte estuvo listo en la ventanilla dieciséis. Me
pidieron checar bien todos los datos y así lo hice. Nombres, fechas y demás
cosas estaban correctas en lo técnico y ortográfico, pero reparé en un detalle
que detonó en mi zona emocional: una lejana fecha de vencimiento, quince años
más adelante, supone que tendré en esa época la misma edad que tenía mi padre
cuando viajó al más allá.
—¡No mames¡—
me escuché decir-
—¿Qué dijo?—
contestó el funcionario de la ventanilla.
—Perdón, era
para mí. Todo esta correcto—
Perforó mi antiguo
pasaporte y me hizo entrega de ambos. Salí de ahí un poco más avejentado de
como llegué.
Casi
trescientos kilómetros y cuatro horas más tarde, intentaba trabajar frente a la
computadora. Pero mi mente orbitaba en otras dimensiones.
Tomé del
escritorio ambos pasaportes. Empecé a hojear el cancelado. No tiene tantos
sellos como lo hubiera querido, pero pasé unos minutos observando fechas y
aduanas. Me hizo gracia recordar algunos sellos que no implican la entrada a
países, sino a sitios turísticos; mi compadre dice que esos sellos de parques
nacionales o temáticos son un pendejo souvenir, yo pienso que son un afortunado
y nostálgico recuerdo.
Sonreí al
recordar el momento exacto de un cambio de año, a las doce de la noche,
esperando a mi hijo afuera de un sanitario móvil. Miles de personas a mi
alrededor corearon en regresión del diez al uno, para darse de besos y abrazos,
mientras yo permanecí solitario en medio de la vorágine de aquella multitud,
esperando a que terminara lo que él hacía. Volví a reclamarle a un abusón taxista
que jamás entendió lo que significa el tiempo perdido cuando andas de
vacaciones. Escuché las grandes plumas del cóndor en su resistencia al viento, e
hice gestos ante lo fuerte del pisco, vi cómo mis Raiders se acostumbraron a
perder en cualquier país y estadio, y conocí el gran cañón. Sin ser de espalda
mojada, mi viejo pasaporte también valió para intentar otro oficio.
Después, miré
el nuevo documento. Parece fecha maldita, como un plazo perentorio, como
calendario maya que termina así de pronto. ¿Será mi último pasaporte? ¿Volveré
a hacer este trámite? En la duración de vida, ¿Sobreviviré a mi padre o moriré
antes que él? Que pensamiento tan loco, ni Epicuro ni Platón tuvieron este
dilema.
Empecé a
hojearlo. La de cosas que uno encuentra: treinta y dos páginas dedicadas, una
para cada Estado de la república, de las cuales, veintinueve están en blanco.
Ha de existir un porqué, pero no entiendo esa lógica porque para visitar
Tlaxcala, Nayarit o lo que sea, no ocupas que te lo sellen. Pero la reflexión
no es esa.
El asunto es
que, al tener una certeza, la única que hay en la vida, no tiene caso pensar en
la fecha de la muerte. Por eso mejor me ocupo de seguirle taloneando, de seguir
haciendo planes y culturizarme un poco, para llenar ese libro, de veintinueve
hojas blancas.
cesarelizondov@gmial.com
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