Malo para las ciencias exactas, lo que no aprendí de
perspectiva en las aburridas aulas, lo asimilé sin metodología en los
vericuetos de Saltillo. Por supuesto, ya no fue una perspectiva de rigor arquitectónico,
fue mi libre interpretación del mundo.
Procurando una visión aterrizada situándome en punto
medio, en algún momento escuché que, así como el más pudiente de esta ciudad
capital se convierte en uno más cuando abandona el terruño, igual, al rey del
baile canchero le salen dos pies izquierdos al danzar sobre parquet.
Por ello, crecer en una zona urbana con menos de la
mitad de habitantes de los que hoy la hacinamos, en una época en la que subir
por el bulevar pedaleando mi Bimex roja no era un riesgo a la salud, o cuando tomar
la ruta Cinsa o el Águila de oro era un viaje entretenido, a muchos privilegiados
nos dio la oportunidad de experimentar lo mejor de dos mundos: la seguridad de
un hogar con las necesidades cubiertas, y la libertad de explorar cada punto
cardinal de un pueblo que negaba ser ciudad.
Así fue que hace unas semanas, para variar en velorio,
un amigo recordó cómo una temprana y lírica comprensión de la inutilidad de
perseguir una zanahoria que nunca apacigua el hambre, nos alejaba de la norma
social en busca de experiencias mundanas. Bueno, mi amigo lo expresó en
palabras más llanas, dijo algo así como que todo nos valía madre.
Reflexionamos entonces que desde la comodidad de solo
tener que sacar adelante los estudios, pero también desde la independencia que
teníamos al provenir de familias típicas del siglo veintiuno viviendo en el
siglo veinte (ambos padres trabajando), nos era sencillo encontrar tiempo y
lugares para idear estupideces. Una, quizá la más divertida de todas, fue La prueba
de los boleros. No, no se trataba de cantar o componer cosas bonitas, nada que
ver con Armando Manzanero y esos autores.
En esos bíblicos tiempos, el cauce y riberas
respetadas del arroyo de “Los Ojitos” eran más amplios a lo que son hoy. Y ahí,
colgando estratégicamente de las ramas de sauces, álamos y olmos, teníamos unas
cuerdas de cáñamo que nos permitían hacer piruetas al estilo Tarzán para cruzar
de un lado al otro el arroyo, en eso consistía “la prueba”. Algo curioso en lo
que no reparamos al inaugurar dicha iniciación y que después resultó evidente,
fue que, independientemente del clima y estación del año, el arroyo siempre
llevaba agua: era un drenaje al aire libre. Literalmente, debíamos volar sobre
la mierda. En aras de salvar la dignidad de mis amigos, tampoco voy a exagerar
tanto, por eso diré que éramos entendidos del proceso de filtración en el agua
rodada, y nuestro sitio estaba en el norte de Saltillo, es decir, en zona de
baja densidad poblacional.
El asunto es que pasamos largas horas de nuestra niñez
aferrados a una liana para cruzar de un lado a otro sobre un arroyo de aguas
negras, con el punto máximo de diversión viendo caer a alguien dentro del
cauce… y en honor a la verdad, tarde o temprano todos terminábamos metidos en
el arroyo, chapoteando entre residuos de una esencia saltillense.
En ese período de la vida de pureza colectiva, solo
éramos un grupo de niños limpios, sin miedo a ensuciarnos mucho. Al despedirme
en ese velorio, alguno de los amigos me dijo que, para él, fue algo muy positivo
ensuciarse así de niño, para no hacerlo de adulto.
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