Por César Elizondo Valdés
El último piso
Se despidió de su mujer embarazada, de su hija de 2 años y salió de su casa; tomo el metro para irse a trabajar. En el camino pensaba, ya que era el único momento del día en que tenía realmente tiempo para si mismo, dentro de una sociedad despersonalizada, en una cultura de individualistas, aún compartiendo medio de transporte con casi un centenar de personas, se sentía en soledad para divagar por los rincones de su mente; pensaba en su familia, no solo en su esposa que llevaba dentro a su bebe, no solo en su hija, la cual le había enseñado otra manera de amar y a quien todos los días le prometía un mejor futuro y mejores oportunidades, pensaba también en sus padres y sus hermanos, en sus amigos, relaciones y raíces que había dejado en México. Pensaba en el día de su regreso, llegaría de sorpresa para que sus padres no tuvieran que prepararse para recibirlo, les daría la alegría de verlo de regreso siendo un exitoso jefe de familia, con la madurez de quien es responsable de sus hijos, con el conocimiento y la experiencia para ser productivo y salir adelante en la vida.
Bajó del metro, al llegar a su trabajo, igual que todos los días, se sintió una vez más abrumado por los grandes edificios, la velocidad de las pisadas de la gente por la calle, respiraba las oportunidades que aquella ciudad le ofrecía, sentía que aquello era el centro del mundo, y lo creía, además, todos a su alrededor actuaban como si así fuera. Entró por fin a su edificio, bajo al sótano, checo su tarjeta y tomó su material de trabajo: aspiradora, sacudidor y trapo. Por el ascensor, subió hasta el último piso, como siempre, al abrir las puertas del elevador se encontró con las más lujosas oficinas que había visto en su vida, era el primero en llegar, había que empezar la limpieza antes de que los ejecutivos llegaran para que el tiempo fuera aprovechado, aún así, se dio tiempo para ver por los grandes ventanales, le impresionaba sentir la grandeza psicológica que le daba estar físicamente arriba de todos, era increíble como un humilde afanador podía sentir tal sensación de grandeza, la cual era prestada, el lo sabía, pero le gustaba observar cada día el mundo a sus pies.
De repente, un gran estruendo a lo hizo tirarse al piso por instinto, la luz se fue, ruidos de metales retorciéndose, vidrios y pedazos de concreto por todos lados, fuego unos piso más abajo. Sabía que algo estaba mal, ahora todo era silencio en aquel último piso vacío, fue hacía el ascensor, por supuesto, no había luz, mejor por las escaleras. Bajó algunos pisos, empezó a tomar conciencia de la compañía de otras personas, todos tratando de bajar por las mismas escaleras, las cuales antes parecían enormes, ahora, en la desesperación de evacuar, se veían demasiado pequeñas para tanta gente. Después, el infierno, imposible avanzar, fuego en el siguiente piso, personas que regresaban en vano a buscar otra salida, pasaron varios minutos de histeria y prefirió subir a esperar un milagro.
De nuevo solo, en el último piso, volvió a recordar a los suyos, está vez trató de recordar cada facción de las caras, cada timbre de voz y cada mirada; sabía que el milagro no llegaría, pensó que su muerte sería a causa del terrorismo y meditó en eso, lo peor del terrorismo, se dijo, no son las vidas que se pierden, ya que la mayoría de las religiones nos preparan para un más allá, la parte más dolorosa son los vacíos que una muerte injusta deja a su alrededor, en las vidas de familiares y amigos que ya no volverán a ser lo mismo y cargarán con un peso que no les tocaba llevar.
Entonces, escuchó como la estructura del edificio cedía al calor y al peso, empezó a sentir que caía junto con todo aquel piso vacío y tuvo para su esposa embarazada y su hija, sus últimos pensamientos. mjoly@terra.com.mx
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