Hay algo que nunca deja de impresionarme. Cuando he arribado a la ciudad de México por aire siempre me ha gustado ver la inmensidad de la urbe más grande del mundo. De noche, cuando uno se va aproximando puede empezar a observar las luces de la metrópoli y el efecto óptico hace que aquello asemeje a un asador gigantesco, el conjunto de brillos color naranja parecen ser las brazas que nos recuerdan las parrilladas de nuestra tierra. De día, empezar a ver bajo el avión construcciones y seguir volando durante mucho tiempo sobre casas y edificios viendo hacía el horizonte la interminable aglomeración de calles, colonias y barrios, me provoca un sentimiento de humildad mezclado con un cierto temor ó cautela para abordar la gran ciudad.
Conforme vamos descendiendo, es fácil identificar símbolos de la capital mexicana como el Castillo De Chapultepec, la Torre Latinoamericana, los edificios de Pemex y de Banorte, el Campo Marte y por supuesto, en un día despejado se observa también el Popocatépetl. Más a detalle empiezo a distinguir trazos de avenidas, comercios, parques y finalmente hasta viviendas. Y al observar los techos de las casas es cuándo siempre me doy cuenta de las infinitas posibilidades que este país ofrece.
Al ver las losas impermeabilizadas con el característico color rojo-ladrillo imagino el colosal negocio que supone proveer del recubrimiento a los habitantes defeños, reparando en lo negros tinacos también surge en mí el pensamiento de lo importante que debe ser la empresa que tantos depósitos de agua produce. Así hago un recuento de todo lo que se consume diariamente en esos millones de hogares y admito un pequeño amargor por no formar parte de aquellas organizaciones que todas esas necesidades cubren.
Supongo por otro lado, que cada persona percibe algo diferente en ese gran mosaico. Con seguridad para un político esa vista le debe causar un hormigueo en todo el cuerpo pensando en cuantos votos pueden salir de ahí; un vendedor de llantas percibiría diferente su negocio si puede creer que todos los vehículos que se mueven todo el tiempo en todas direcciones son clientes potenciales; un cantante quizás quisiera calcular cuantos discos puede vender en un solo municipio y el locutor de la radio analiza hasta que rincones más allá de la mancha urbana puede llegar su voz.
Y toda proporción guardada, lo mismo ocurre si observamos nuestro Saltillo desde el más alto de sus edificios, desde el vértice de un puente ó desde el mirador de la ciudad. Es una terapia que siempre ayuda cuando parece que la falsa realidad nos abruma. Ya sea que estemos buscando trabajo ó clientes, observar desde lo alto la ciudad nos pone en la perspectiva de grandes oportunidades; buscando votos ya sea para perpetuarse en el poder ó para derrocar al gobernante, la mirada desde lo alto nos ofrece la visión de cientos de miles de electores.
Por supuesto, siempre podremos ver el vaso medio vacío y pensar que más que oportunidades allá afuera existen riesgos, es como aquel punto negro en la hoja de papel dónde elegimos ver la mancha en lo blanco en vez de un nítido cuadrado dónde casi pasa desapercibida la imperfección, pero esa es precisamente la actitud que cada quien en lo particular debe combatir. Con una visión de altura, el evangelista debe ver las posibilidades de una gran Iglesia más que los pecados de sus colegas; la sociedad puede imaginar cuantas personas bienintencionadas existen y reconocer que la delincuencia es un lunar más que un cáncer; los ciudadanos vemos como los pueblos están conformados por individuos productivos y no por políticos voraces. Ya basta de insistir en que el vaso esta vacío, porque bien visto, el vaso está casi lleno.
cesarelizondovaldez@prodigy.net.mx
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