Publicado el 24 de Diciembre de 2011 en El Diario de Coahuila y El Heraldo de Saltillo
Como
hijo de familia clase mediera, no me era ajena la ambigua sensación de por un
lado agradecer las oportunidades que por mi cuna tenía mientras por otro lado
me lamentaba por la ausencia de lujos en mi vida. Navidades, cumpleaños ó
grados escolares iban y venían mientras el catalogo de Sears & Roebuck se
decoloraba y maltrataba en una página que una y otra vez observaba con la
esperanza de alguna vez tener en mis manos aquel portento de diversión: El
“Electric Football”, un tablero de lámina sobre el que se colocaban las figuras
de los jugadores en formación, luego se conectaba a la pared y por medio de
impulsos eléctricos producía vibraciones que hacían a las siluetas avanzar, de
tal modo que tendría que llegar a la zona de anotación aquel jugador elegido
como corredor antes que un contrario lo chocase. Era algo bastante rebuscado y
no parecía especialmente entretenido, pero los güeritos retratados en los
anuncios se notaban radiantes mientras jugaban.
Hasta que una navidad sucedió lo improbable.
Después de años rogando por aquel regalo, primero a un desorientado Santa Claus que no siempre localizo mi casa y luego a unos atribulados padres cuya
prioridad era cubrir colegiaturas, facturas, hipotecas así como recibos de toda
índole, finalmente apareció bajo el árbol navideño el objeto de mi afecto.
Rápidamente nos unimos los hermanos para
armar el campo de juego, luego alineamos a los jugadores y después, con gran
protocolo, me volví hacía la pared, tomé el cable eléctrico e inserté la
clavija para disfrutar de aquel tan deseado, negado, y por fin obtenido
presente….. Aún no volteaba a ver como funcionaba aquello cuando todo se volvió
oscuridad, las alegres luces navideñas se tornaron más negras que un funeral,
de alguna parte emergió un espeso humo y segundos después se escucharon las
precipitadas pisadas de mis padres descendiendo por la escalera.
Sabíamos lo que había sucedido, un corto
en la instalación eléctrica. Primero vino el cuestionamiento impregnado de
acusación que todo padre realiza a quemarropa: ¡¿Pues que $#”&:&$#% es lo que
hiciste?¡ Aún a oscuras, padre e hijos
nos dirigimos al centro de carga en
donde descubrimos que solo se había quemado un fusible al que inmediatamente repusimos.
Y se hizo la luz.
Regresando a la sala, ya con más calma mis
padres me pidieron que les enseñara como se jugaba. Accedí y me arrodille para
volver a conectar aquello…. Una vez, otra vez, en la pared contraria, en distinta
habitación…. Y nada. Además de un fusible y la magia de la navidad, esa
madrugada también se quemó mi adorado juego, con la penosa diferencia que para
eso no existía ningún repuesto.
Embargado en una mezcla de temor, vergüenza
y desánimo, no quería hacer contacto visual con mis padres pues sabía el sacrificio
que ese tipo de gastos representaban para una familia que vivía al día y
echarlo a perder antes de usarse era imperdonable, era cruel, era estúpido. Con
más obligación moral que valentía, con más enojo que orgullo y con una lágrima
a punto de brotar, levante la vista del suelo y me encontré con el más
contradictorio, el más recordado y el mejor regalo que jamás hubiera imaginado:
La tristísima mirada de papá y mamá, la angustiada mirada de una pareja contemplando
al hijo apesadumbrado, la solidaridad de unos padres por el inocente dolor de
un niño, la frustración de haber hecho lo mejor posible y aún así ver al muchacho
abatido.
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