Publicado el 14 de Septiembre de 2013 en El Diario de Coahuila y el Heraldo de Saltillo
A
mis amigos Jorge, Jorge, Rubén, Rubén Jr., Gerardo, Ramiro, Ricardo, Jesús,
Daniel, Tomás, Hugo, Roy, Gilberto, José Luis, Héctor. Y a mis sobrinos Ricardo
C. y Diego M.
Cierre de la última entrada, casa llena y dos
fuera; el equipo a la ofensiva pierde por una carrera y con un batazo el juego
daría la vuelta. El pitcher se aleja del montículo dirigiéndose hacia la
segunda base. Ampáyeres, anotadores, jugadores y el escaso público que
observaba el partido se veían unos a otros preguntándose qué es lo que estaba
pasando. Llegando el lanzador a la base, hace algún comentario acerca de lo
sucio que esta la almohadilla y le pide amablemente al corredor que se mueva
para limpiarla, este entiende el gesto como una cuestión de buen orden en el
juego y se despega. El lanzador lo toca con la pelota y lo pone fuera. Fin del
juego.
Es
una escena que, dado el conocimiento de reglas
que un profesional debe tener, jamás veremos en el béisbol de las
grandes ligas ni en una liga triple “A”, dónde el nombre del juego es, como
bien lo bautizaron en una película, Moneyball. Pero en los torneos llaneros, los del
aficionado cervecero, los de grupos de amigos o gente que comparte algún tipo
de trabajo, profesión, escolaridad o club, la forma en que fuimos sorprendidos
por alguien que si sabe del juego de pelota es algo que quizás sea común de presenciar
en un alarde del conocimiento del juego sobre la capacidad atlética y el espíritu deportivo.
Pero todo hay que ponerlo en perspectiva, en
la práctica ocasional de lo que algunos podrían calificar como un apéndice de
las ocupaciones cotidianas, ganar o perder pasa de ser una cuestión de
competencia deportiva para alcanzar conclusiones filosóficas. Las lacónicas
charlas que siguieron al episodio fueron trasladándose desde la impotencia de
sentirnos despojados injusta, pero legalmente de la oportunidad de ganar en buena lid, hasta la preocupación por una
juventud propensa a confundirse entre hacer honor a las canas y arrugas de sus ancestros
actuando de acuerdo a principios o imitar a la generación intermedia, que más
allá de cualquier fin escoge los más cómodos y marrulleros medios para
allegarse satisfactores.
Y de
la misma forma que sucede en muchos grupos con intereses y gustos similares,
los vocablos utilizados en la plática banquetera que se extendió a las redes
sociales privadas electrónicas al día siguiente fueron mutando del sustantivo colectivo
llamado equipo al abstracto llamado amistad, y entonces el verbo llamado perder
cedió para conjugar divertir y aprender; los adjetivos para señalar culpabilidades
fueron omitidos por los que denotan reconocimiento. Y así es como creo que se
llega a prescindir de la incesante búsqueda de las calificaciones para terminar
privilegiando los valores.
En un mundo que nos ofrece más de lo que quisiéramos
ver de ejemplos llenos de absurda competencia, resulta reconfortante encontrar
espacios y grupos dónde sus miembros entienden que la filosofía para ganar en el
deporte bien puede ser impuesta por Vince Lombardi, Yogi Berra o hasta por
Lance Armstrong; pero que la filosofía para la vida no puede sino ser dictada
por conceptos que abarquen más allá de los efímeros resultados, preceptos que
nos lleven a forjar un verdadero carácter en el cual no exista cabida para los
atajos hacia la victoria final.
cesarelizondov@gmail.com
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