Publicado el 23 de Marzo de 2014 en Revista 360 de Vanguardia
Eran
las tres de la mañana. Estaba profundamente dormido seguramente soñando con un México
mejor cuando me despertó mi hija. Me dijo que no la dejaban dormir los
ladrones. Apenas escuche la palabra y me levante de inmediato,- ¿Qué dices?-,
le pregunté tratando de no evidenciar el pánico que sentí. -Ya te dije-
respondió,- no puedo dormir por culpa de los ladrones, los acabo de oír por la
ventana de mi cuarto-.
Dentro
de todo el shock que yo sufría me di cuenta de la tranquilidad que mi hija
demostraba ante tales circunstancias y no supe si lo que sentí fue orgullo de comprobar
que confiaba ciegamente en su padre o miedo de corroborar que los niños no
miden el peligro en el que pueden verse inmersos aún sin darse por enterados.
Le pedí que se quedara junto a su madre mientras yo iba a dar un vistazo.
Como
usualmente sucede en las películas, me pasó lo que tantas veces hemos visto en
esa forma de humor tan eficaz que es la parodia: Como en casa no guardamos
armas, estuve de un lado a otro en lo que pareció una eternidad buscando algo
que me sirviera para intentar defenderme. De la cocina corría a la lavandería,
de ahí a una repisa de un corredor y regresé de nuevo a la cocina; pase del
bate de béisbol a un pisapapeles, de eso preferí una escoba y finalmente me
decidí por un cuchillo cebollero al que muy tarde recordé que le faltaba filo.
Siguiendo el manual para emergencias que algún día leí y que debería ser
más difundido que el manual de Carreño, encendí algunas luces para hacerle ver
a quien estuviera afuera que adentro nos habíamos percatado de su presencia. Esto
siempre será más eficiente que el tradicional e inocente “¿Quién anda ahí?”, y
como la teoría dice que la mayoría de los ladrones de casa son personas con un
bajo sentido de auto confianza además de estar en territorio ajeno, se dice que
les basta saber que han sido descubiertos para desistir de sus planes.
Encendí luego los focos exteriores para tener
la claridad de visión necesaria y entonces apagué nuevamente todo el interior
de la casa para aventajar en el conocimiento del terreno y por supuesto en la
visibilidad. No pude ver nada raro, no escuche nada fuera de lo común tampoco;
solamente estaban esas auténticas caricaturas de lo que es un guardián del
hogar, nuestros perros Goliath y Burbuja.
Volví entonces a la cama convencido de que no había nadie ni nada que
amenazara a mi familia. Mi hija ya estaba dormida en mi cama y no daba muestras
de haber escuchado ruidos perturbadores minutos antes. Me calme pensando en la
dificultad que alguien tendría para llegar hasta alguna ventana de la casa. No vivíamos
en un fraccionamiento privado, pero la casa se encontraba rodeada de
propiedades individuales que a su vez colindaban con más predios particulares,
todo en terrenos rústicos que hacían que la privacidad fuese posible por una
cuestión de urbanismo (falta de) y no de bardas o guardianes. Así me dije que
para acceder hasta mi hogar se tenía que pasar por varias viviendas que contaban
también con sus respectivos canes, que si bien no son los mejores celadores al
menos hacían las veces de alarma sonora.
Por supuesto que el sueño, al igual que lo que hubiera despertado mi
hija, se había ido. Intente leer un poco pero no pude concentrarme y no tenía
humor de hojear uno de esos libros ligeros que algún maestro bautizo como de
cuarto de baño. Ya con el alba, empezaron los gallos a cantar y enseguida los
perros se pusieron a ladrar.
Despertó
de nuevo mi hija y me dijo: -Ya lo ves, ahí están otra vez esos perros ladrones-.
-No
se dice ladrones- la corregí, - lo correcto es decir ladradores-.
-Es lo mismo, de cualquier forma me
entendiste- respondió ella con ese tono que usan los hijos para hacer olvidar a
un padre cualquier noche de insomnio. Ella volvió a dormir.
Y yo volví a soñar.
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