Publicado el 07 de Abril de 2014 en Revista 360 de Vanguardia
Antes de que un purista o intelectual me desdiga: No he leído completo En Busca del Tiempo Perdido; y es que aún no se me ha cumplido ese insano deseo de caer unos añitos en la cárcel para tener tiempo de leer todo lo que quisiera con cargo al erario. Pero sé que en su obra, Marcel Proust constantemente hace referencia a la evocación del pasado que le produjera en una ocasión el sabor de una pieza de pan remojada en té, recordando con esa mezcla los momentos de la infancia.
De ahí que el término Magdalena de Proust se utilice como recurso para relacionar eventos presentes con pretéritas cosas a causa de la repetición de una experiencia sensorial. Sabores, texturas, olores, sonidos, climas y un sinfín de cosas más nos sorprenden de cuando en cuando al traer a nuestra mente algo que creíamos olvidado.
El sabor a pan tostado con mantequilla y azúcar me hace recordar a un montón de niños, pubertos y jóvenes arremolinados en torno a la mesa de la cocina de mi tía Conchita. Dentro de tantas diferencias entre tantos primos existía un factor común que nos mantenía unidos: Compartíamos la misma sangre, entendida más como formación que como genética. Al pensar en aquellas sabatinas y dominicales mañanas, de alguna forma reconozco que esa proustiana sensación también me hace conocer un poco lo que es la ley de la selva: O pepenabas el pan y la leche, o esperabas a la siguiente tanda bajo el riesgo de que despertasen los primos mayores y arrasaran con el desayuno.
También con el olor a plástico evoco mi primer trabajo en una zapatería donde vendíamos sandalias de caucho y tenis con suelas de hule durante el verano, zapato escolar antes de finalizar vacaciones y botas en la temporada navideña, todo desde cuestiones de tendencias más que de necesidades ya que en Saltillo utilizábamos las botas vaqueras durante todo el año y podíamos (podemos) ver a mujeres en huaraches en pleno invierno; el aroma de la madera procesada lo reconozco desde lejos y hasta en mínimas dosis gracias al oficio que ha puesto el pan en mi mesa en las últimas dos décadas; el sonido que produce una lata de cerveza al destaparla tiene también agradables repercusiones así como en otro contexto acariciar el cabello de mi pareja. Y para la mayor parte de la gente, la vista y sonido del inmenso mar está siempre llena de recuerdos y ansiedad.
Luego las magdalenas de Proust mutan también a agridulces memorias y brincan así a cuestiones negativas: El sonido y olor que despide el escape de un motor de dos tiempos (motocicleta) hace que me duelan los cinco dedos de mi pie derecho y la clavícula, caminar por los pasillos de la escuela aún a treinta años de distancia me sigue revolviendo el estómago, escuchar el discurso de los políticos me produce lo mismo que a ti y la peor experiencia que he tenido fue cuando el olor a pólvora dejó de ser mi magdalena de un ambiente de cacería cinegética para convertirse en la certeza de estar muy cerca del peligro en las calles de nuestras ciudades.
Y pues sí, se me acaba la hoja así como la semana y el tiempo para entregar mi columna, así que para terminar te diré que en estos días tuve ocasión de tomar una fría limonada, y no supe si mis magdalenas de Proust eran felices por el refrescante sabor durante un cálido día o si eran tristonas por la nostalgia de cuando el tequila era lo caro y el limón el complemento, de cuando los agricultores eran respetados en sus afanes y los consumidores en su inteligencia, de cuando los economistas sabían de lo que hablaban.
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