Publicado el 27 de Abril de 2014 en revista 360 de Vanguardia
Padre
y madre estaban felices. Pese a la difícil situación económica en que se
encontraban desde hace años, habían hecho un gran esfuerzo para que su hijo
disfrutara de un día del niño inolvidable: Lo llevaron por la tarde al cine,
después por un helado y finalmente, en casa, le obsequiaron ese juguete de moda
que tanto anhelaban regalarle. Antes de ir a la cama, su padre le explico con
qué felicidad habían hecho ellos el sacrificio para festejar ese día. Le dijo
que mañana sería otro día y que habría que volver a la rutina cotidiana, donde
la vida dictaba que habían de ser en extremo disciplinados. Pero por momentos
como ese, -decía el papa – bien valía la pena el sufrimiento. Le dijo también
cuan orgullosos eran de ver como su hijo maduraba más rápidamente gracias a una
realidad que sus padres no querían ocultarle: La vida es dura.
Muy
lejos de ahí y bajo otras circunstancias, una madre le explicaba a su hijo como
su abnegado amor era la piedra angular que aglutinaba a una familia dónde el padre
pasaba la mayor parte del tiempo en el trabajo. Claro que eso les permitía
llevar una vida cómoda, aún con el alto precio que la madre tenía que pagar por
vivir con la responsabilidad de llevar prácticamente sola la administración del
hogar. Le decía como era que su padre también sufría al estar lejos de ellos en
ocasiones especiales pero que él era afortunado al conocer desde tan joven como
es que una familia sorteaba las dificultades para salir avante y continuar
unida. Ser una buena madre y una esposa ejemplar era bueno para el padre y el
hijo, pero la madre sufría una soledad que le dolía hasta el alma. Ese abnegado
amor, libre de la hipocresía del sentimentalismo y muy lejos de lo que se
compra con dinero, era el regalo para su hijo en el día del niño. Y él era
consciente de cuanto sufrían sus padres por manejar lo mejor que podían ese
malabar llamado familia, siempre haciendo hincapié en esa verdad que le
mostraban a su hijo día tras día: La vida es dura.
En otra realidad y otro lugar. Un niño
miraba por la ventana como se alejaba su padre de la casa de su madre. Habían
pasado el día juntos y había sido como tantas otras veces: Risas, diversión,
buena plática y el sentimiento inequívoco del amor que se tenían. Al despedirse
su padre le dijo lo que en ocasiones similares había comentado: La vida no es
fácil para nadie, y aun cuando a veces parece que todo está resuelto, existen
sombras como la separación de una pareja, la muerte de un familiar, o la
enfermedad que podría aquejar a alguien cercano. Pero siempre habría forma de
resarcir los faltantes porque era preferible la calidad sobre la cantidad de
tiempo, un niño bien podría comprender porque eran mejor así las cosas.
Y ya tarde
por la noche, los cuatro niños que vivían tan distanciados por múltiples cosas,
se unían en un mismo pensamiento hacia sus distintos padres: No me sirve tu
sacrificio, tu sufrimiento no me hace más feliz, y claro que con dinero no
compramos felicidad y tú reloj no mide el tiempo igual que el mío. Todo lo que
pido es que el mundo me permita soñar como un niño, que no me hagan mayor
cuando soy menor, que no me pidan que comprenda lo que los mayores no han
comprendido.
cesarelizondovaldez@prodigy.net.mx
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