Publicado el 23 de Agosto de 2015 en revista Círculo 360 Domingo, del periódico Vanguardia.
¿Cuántas pláticas pueden
caber en el trayecto entre una casa y la escuela? Para mí, todas. Fue un largo
y pesado día de Agosto y por supuesto que lo puedo recordar perfectamente. No
eran horas para levantarse y llevar al primero de mis hijos a la escuela; yo
era de quienes pensaban que en cierto momento te desentenderías ciegamente de
ellos para que el sistema educativo se hiciera cargo, pero no fue así. En la
junta previa nos dejaron muy claro que nuestra labor como padres continuaba siempre
que nuestros retoños estuvieran en edad escolar, lo que quiera decir eso.
Más
dormido que despierto di un manotazo al despertador y como zombi me metí en la
regadera. Unos minutos más tarde el terco sueño había cedido aunque la
hinchazón de la cara delataba mi falta de descanso. Su madre lo despedía en la
cocina cuando salí y pude sentir su pesar por no acompañarme a dejarlo, pero
ella tenía también que ver en esa jornada por el segundo de nuestros hijos. ¿Eran
lágrimas lo que alcance a ver? Pues no estaba cortando cebolla, eso era cierto.
Preparé rápidamente un cargado café y salimos de casa cuando el sol aún no
ganaba la partida ante la noche.
No llegó el café ni a mitad del recorrido.
Ya para ese entonces mi hijo estaba harto de todas las recomendaciones y
consejos que arrebatadamente le repetía como desde semanas atrás: no hagas caso
a los extraños, acércate a tus maestros, haz nuevos amigos, pon atención en
clases. Hablamos también de sueños y aspiraciones, y al hablar yo de su
prominente porvenir, con seguridad hablé de mis yerros, frustraciones, lo dejado
en el camino, de mi ignominioso pasado. Lo imaginé en unos meses, semanas o tal
vez días, mostrándome entusiasmado a sus fascinantes piedras, hablándome de la
enigmática tierra y la importancia del agua así como demás cosas que en su
escuela se descubren.
Y finalmente llegamos a (¿nuestro?) su
destino. El torpe abrazo con la consola central del asiento en medio de ambos no fue
lo más cercano que hubiese deseado pero resultó en suficiente despedida. Se
bajó del auto y por primera vez en su todavía corta vida pude atisbar un asomo
de dudas, interrogantes o miedo en su mirar. “Échale ganas”, fue todo lo que
atiné a decir con un nudo en la garganta. Y tras el lenguaje corporal del adiós
agitando la mano, se volteó encaminándose hacia lo que era una pequeña e
insignificante puerta de aluminio, pero a la vez la importante y grandiosa puerta
de entrada a su futuro.
Observé entonces como colgaba de la
espalda su temática y colorida mochila. Se notaba que él podía llevarla sin
mayor problema pero aun así la percibí como algo muy pesado: cargada de
responsabilidades y compromisos, de pruebas por superar y de obstáculos en el
camino, del desierto de la individualidad y el desasosiego de la soledad, de
reveses y contratiempos. Pero también la entendí como llena de alegrías y de
amigos, de oportunidades y de logros, del hambre de conocimiento y la recompensa
de la superación.
Igual
pude adivinar lo que traía consigo en aquella mochila: una regla que sirve para
medir cosas y personas, y trazar una línea recta, resistol que todo lo pega, un
lápiz para escribir, y ¿Por qué no?, la goma para borrar, un nuevo cuaderno con
hojas en blanco ansioso por ser utilizado, un pañuelo por si acaso. Y quizás lo más
importante que le procuraron sus padres para esos próximos años: la brújula que
indica un rumbo; no para saber de dónde viene o dónde esta, sino a dónde va.
Y al mirar con más detalle, reparé en los
tres cierres que tenía aquella mochila, dos a los lados y uno por arriba. Y no
pude sino imaginar cómo se desplegarían desde aquellas bolsas laterales las
grandes alas que empezarían a brotar. Alas para levantar el vuelo, alas para
andar por el mundo y la vida sin la mano de sus padres. Pero también imaginé
para que serviría la cremallera superior; y pensé que quizás ahí estaría algo escondido
por si las alas fallasen; oculto estaba un paracaídas. Si, ese paracaídas que
tarde o temprano todos necesitamos en esta vida cuando sentimos ir en caída libre.
Desapareció tras de la puerta y con un
hueco en el estómago continué con mi camino. Alrededor de medio millar de
kilómetros tuve que conducir en soledad la tarde del sábado pasado para
regresar a casa, de dónde había salido siete horas antes ese mismo día para
dejar a mi hijo en la universidad, dónde eligió el estudio de las rocas, de los
suelos, y del agua subterránea: Ingeniero en geología.
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