Publicado el 15 de Noviembre de 2015 en 360 Domingo, de Vanguardia
Aquí voy una
vez más a derramar miel sobre las páginas de 360 Domingo. Desde el título te
podrás imaginar del empalague que viene a continuación, así que si eres como
esos amigos míos que dicen les va a dar un coma diabético por leerme, o como
alguno de mis colegas comunicadores que me llama el Coelho de los
editorialistas por la escasa profundidad literaria, técnica e intelectual de
mis aportaciones, te recomiendo dejar de leer ahora mismo. Te lo advertí.
Semanas atrás nos llegó la invitación. Y
aunque el noviazgo llevaba tiempo, no dejó de sorprenderme un poco que en estos
tiempos de pragmatismo total, decidieran poner en riesgo lo que era una
relación que marchaba sobre ruedas a pesar de tres cuestiones que para muchos
podrían parecer insalvables. Resultó que la boda sería en un lujoso hotel de la
ciudad de México, y quienes me conocen bien, saben que con eso se daban dos
cosas que no puedo dejar pasar en esta vida: una es la visita a cualquier
ciudad cosmopolita lejos de la pegajosa arena de mar o de las interminables
filas de los parques temáticos, y la otra cosa es echarme unos tragos con cargo
al padre de una novia, quinceañera, o candidata a reina.
Molidos, llegamos con un día de
anticipación al enlace y acudimos a una pequeña y familiar cena en casa de mis
tíos políticos (no, no se pagó la fiesta con dinero público, quiero decir que
son tíos de mi señora). Tras unos segundos, luego de que timbramos a la puerta
apareció el novio que reconocí porque lo había visto antes en las redes
sociales de la familia. Antes de que yo dijera nada, nos saludó con un perfecto,
natural, y educado “Que bueno que llegaron, me da mucho gusto conocernos”. Y
claro, esto no tendría nada de especial a no ser que él es estadounidense, y
que el pulido español lo ha aprendido por respeto a su ahora esposa y todo lo
que ella representa.
Si tuviera que describir físicamente al
papá del novio con una figura pública que todos pudiéramos reconocer, diría que
es del tipo de Donald Trump, pero más alto; y su esposa sería una sencilla y
bella dama de raza caucásica. Vaya, serían el estereotipo del norteamericano
que vemos en las películas. El hermano del novio viajó con su mujer y dos de
sus tres pequeñas hijas desde Filadelfia y se dijo feliz de conocer el
verdadero México, pues me contó que solo había conocido Cancún en su temprana
juventud, y en su mirar advertí que no era algo de lo que quisiera hablar.
Supuse que no tiene muchos recuerdos de La Riviera Maya; tal vez por ser
caballero, o quizá por otro tipo de amnesia.
Entre viandas, tequilas, mezcales y buenos
whiskys directos, pasó la velada de rompehielos y ahí supe que ellos eran una
típica familia del noreste de los Estados Unidos, es decir, el tipo de personas
que suelen tener los mismos prejuicios que nosotros cuando se trata de entender
a quiénes son distintos a uno mismo por diferentes razones, además de raza y
nacionalidad.
Al siguiente día, no sé qué arreglos
hubo o si la ceremonia tiene validez, porque entiendo que no en cualquier sitio
se puede celebrar una misa católica; pero en algún lugar del hotel se montó
todo y fui testigo presencial de un evento dónde nació una familia de mujer
católica, y varón judío. Antes habían tenido su boda judía allá en su lugar de
residencia. El sacerdote católico, un legionario de Cristo más parecido a Jo-Jo-Jorge
Falcón que a Jesús, supo encontrar en Moisés al personaje común de ambos y más cultos
para dar un mensaje desde lo que sería la óptica del Dios que une a todas las
religiones: un éxodo hacia el amor.
Mafer y Mike |
Faltaba mucha música por bailar, muchas
bebidas por disfrutar y mucha labia por hablar. Pero la más joven de mis hijas
se encontraba en el limbo entre la fiesta y el sueño, entre la infancia y
juventud, entre su familia y su libre albedrio. Así que intentando imitar a ese
admirable par de parejas que a todos nos daban una lección del respeto y amor a
los hijos, y aún en contra de mi “religión” mundana, fui de los primeros en
abandonar la fiesta para irnos a dormir.
Y por primera vez en mucho tiempo, dormí
como si no debiera nada. Supongo que esa noche debe haber estado ahí
acompañándome el Dios de los judíos, así como el de los católicos. Porque me
queda claro que con los precios del hotel, no me acompañaba más el dios dinero.
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