Publicado el 19 de enero de 2020 en Saltillo 360
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Experimentar tan brutal cambio de
comprensión en una relectura fue frustrante. Dicen que nunca se vuelve a abordar
un libro de la misma forma, que, dependiendo de diversos factores personales,
un mismo individuo puede interpretar de distintas maneras lo plasmado por el
autor. Cuestiones como la madurez del lector, su estado de ánimo y nivel de entendimiento,
etapa de la vida y hasta estado civil afectan la manera de percibir una obra.
Pero lo mío fue otra cosa. Primero te pongo en contexto:
En algún verano de mi infancia pasé
los días y las horas revisando los lomos de los libros en la biblioteca de mi
padre, y desde esa democrática condición siempre ataviada de torpeza, la ignorancia,
no sabía si las letras grandes en parcos tonos indicaban la autoría o el título
de ese libro; era un pequeño enigma imposible de resolver leyendo solo los
lomos.
¿Juan Rulfo sería el autor o ese
era el nombre del libro? ¿O fue un tal Pedro Páramo el hacedor de Juan Rulfo? ¿Quién
le dio el soplo de vida a quién?
La curiosidad por desprender al
personaje del autor fue suficiente para resolver el misterio con un simple
vistazo a la contraportada. Pero la densidad del tema y el agreste estilo de
Rulfo fueron demasiado para alguien acostumbrado a hojear las historietas de
Archie y demás comics en edición colibrí, águila y avestruz, esos que conseguía
con Toño “La Bola” en la calle de Victoria, pegadito al templo de San Esteban.
Más tarde, durante adolescencia y
juventud supongo que me pasó de noche en los estudios dar cuenta del libro más
celebrado de la literatura mexicana. Pero en algún momento de la edad adulta se
llegó la hora de leerlo. Claro que tampoco entendí gran cosa.
Luego, ya un poquito más cansado
y con cabello entrecano, con ayuda de internet profundicé en diversas críticas
e interpretaciones a la obra, y aunque no llegué al entendimiento, por fin tuve
una idea menos nebulosa de que iba todo aquello de ánimas y abandonos, de
cacicazgos y muertos, de desamor y de odio. Y siendo una novela tan corta donde
casi cabe la tesis de la unidad de impresión propuesta por E. Allan Poe, desde
entonces me fue posible releerla en distintas ocasiones con el propósito de
entender a cabalidad el significado y valor literario del texto. Por supuesto, continué
sumido en las penumbras.
Al margen te platico que incluso,
alguna vez lo leí durante unas vacaciones en las costas de Colima; y pues si,
de regreso me desvié para llegar al mítico Comala. Y no pienses que esa visita
disipó mi incomprensión: me encontré con un bellísimo pueblo mágico con acequias
y riachuelos, con frondosos árboles frutales y un clima benigno y acogedor, con
fachadas bien dispuestas en frescos tonos de blanco. Nada que ver con el
infiernito a donde su madre mandó a Juan Preciado.
Pero bueno, volvamos al origen,
que para estar a tono viene a ser el final: pues resulta que en mi última
visita a la bendita tierra que me vio nacer, tierra de mariachis y tequila, de fútbol
y buen comer, tuve ese tipo de buena fortuna de levantarme temprano y encontrar
las calles sin tráfico, luego llegar al mostrador y ser el primero en la fila, pasar
sin contratiempos los puntos de seguridad y como consecuencia a la cadena de agraciados
eventos, tener mucho tiempo disponible antes de tomar el vuelo de aproximación a
mi amada tierra, tierra del sarape y de las nueces, de manzanas y conservas, de
fábricas automotrices y un nutrido clúster de escritores.
Así, en el afán de alejarme del bullicio
y del sirenal coro de Covalin y Lacoste, de Scappino y de Domínguez, fue que
descubrí al final de la sala de espera una acogedora biblioteca con tantos
libros como dedos tienes tú. Mientras a mis espaldas los murmullos de una
docena de personas competían por la atención de un atribulado barista de solo
dos manos, frente a mí se encontraba sin demanda un anaquel de cinco estantes semi
vacíos con libros tan variopintos como gente encuentras en un aeropuerto. Y con
mis ojos de niño descubrí un lomo donde leí lo mismo de los veraniegos días
frente al librero de mi padre: Pedro Páramo Juan Rulfo. Así, sin puntuaciones y
solo con distinta fuente de letras para diferenciar un nombre del otro.
Lo tomé sin pensarlo mucho,
seguro de encontrar algo diferente en esta nueva lectura; busqué el mejor sitio
en alguna de las bancas diseñadas en formas de media luna: todos los lugares
estaban disponibles mientras escuchaba, lejano, el alegre tintinear de las
cajas registradoras por todo el corredor de la sala de espera.
Me senté y programé una alarma en
mi reloj para asegurarme de no perder el vuelo por estar absorto en la lectura;
y abrí en la primera página, seguro de encontrar el envolvente inicio de la
historia. Y lo que encontré fue esto: “Je suis venu á Comala parce que j´ai
appris que mon pére, un certain Pedro Páramo”. Y de ahí para adelante, no entendí
ni santa madre.
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