Léelo en Saltillo 360, de Vanguardia
Avanzas por la vida sin saber a dónde te llevará la
siguiente encrucijada. Y terminas por llegar a los lugares comunes, a donde algunos
acuden, a refugiarte en lo cierto… o en lo que otros dan por cierto.
Cansado del trajinar de las épocas actuales, llegó un
momento en el que hube de enconcharme para tratar de escuchar. No pude escuchar
muy bien, pero no fue por el ruido que podría acusar afuera, fue por el pobre
bagaje que habitaba en mi interior. ¿Qué se le dice al espejo al confrontar el
vacío?
Empecé a buscar respuestas en superfluos alternativos
a los ya probados. Enseguida me di cuenta de que un período de prueba es
suficiente para hartarse del streaming, que el trabajo rutinario no da el ancho
para hacer frente al absurdo, que la barra en la cantina tiene tanto de real
cómo fábula de Esopo, y del deporte ni hablar, ya no busca adrenalina el que a
diario la transpira.
Entonces me puse a leer. No pudo ser más revelador ese
ejercicio: pronto estaba de visita en fantásticos lugares, fui testigo del
carácter de increíbles personajes, pude ver la artesanía que cuida de los
detalles en las tramas más complejas, me sorprendieron con giros que no hubiera
imaginado, fui leyendo sin cansancio ante el ritmo cadencioso de la prosa bien
escrita, me quedé maravillado por magníficos finales. Lecciones para la vida,
aprendizaje sin aula, o la simpleza del gozo de un relato bien contado.
Sin que ellos lo sospecharan, me hice amigo de
escritores. En afán de conocerlos, apliqué alquimia barata consultando sus
perfiles. Terminé escuchando a Arreola, me gustó la irreverencia de un gringo
llamado Wallace, la magia de García Márquez, la erudición bien plasmada del
Borges jamás premiado. En sentido figurado, me enamoré de Nettel, de Luiselli y
otras damas.
Sin distinguir por estilos, épocas o demás, en cada
una de sus obras distintas voces fluyeron. Unos muertos y otros vivos, del
Cementerio de Reyes a la ciudad de New York, de temas algo pasados o corte
contemporáneo. A cada párrafo y línea, como la roca al cincel o al incesante
goteo, mi desconsuelo cedió.
Sentí que todos me hablaban como se le habla a un
amigo. Sentí que bajo sus letras mis carencias eran pocas, sentí que con sus novelas
podría escapar de la mía. Sentí que ellos me invitaban a sumergirme en sus
mundos. Sentí que eran mis amigos. Y de pronto, comprendí:
Los amigos no sólo hablan, también saben escuchar. Ni
en monólogos ni escritos encuentra uno la amistad, es calle de dos sentidos,
uno viene y otro va, uno dice y otro calla en ese diálogo alterno POR donde corre
la estima. No han de ser los soliloquios de un extraño en tu cabeza donde
surgen los afectos.
Por ello siempre el regreso con esa clase de amigos que
gozan de buen oído: los de la copa y la broma, los del abrazo y el canto, sin
antifaz en el rostro ni la postura pedante, los que con silencios te hablan,
los que escuchan y confrontan. Los que hablan poco y espeso, y lo que es más
importante, que callan para escuchar.
cesarelizondov@gmail.com
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