Léelo en Saltillo 360, de Vanguardia.
Perdón por el anglicismo, pero no hay otro modo que le
dé sentido a la historia. El más valioso puede ser aquel que conecta el hit,
pero el traje de héroe lo porta quien anota la carrera del triunfo. Así que, con
la suficiencia propia de quien sabe lo que hace, salí del dogout con paso firme
para hablar con mi manager. Era de noche y el calor era mucho tras una larga sequía
en la ciudad, causa de estragos en el clima y en el árido suelo de mi tierra.
—Creo que yo debo correr en segunda. Soy el más rápido
del equipo y, además, soy el único disponible en la banca para entrar como
emergente.
—No sé— me contestó Gerardo — El Güero dio un buen
batazo para embasarse. Nos puso en posición de ganar el partido y me parece
injusto sacarlo en este momento.
—Injusto será perder si el Zurdo conecta otro hit y el
Güero no alcanza a llegar hasta home—argumenté.
—Ok. Vamos a ver qué dice— En seguida, pidió tiempo al
ampáyer para proponer el cambio.
Cerrábamos la última entrada perdiendo por una carrera.
Las bases estaban llenas, había dos outs en la pizarra y tocaba el turno a
nuestro mejor bateador. Un escenario ideal para dejar en el terreno al
contrario.
En tantos años especializado en compras, no recuerdo
una negociación tan complicada como esa con el Güero, sobre la almohadilla de
la segunda base. Él sentía que su velocidad era suficiente para llegar hasta el
home si el Zurdo conectaba de hit. Yo había convencido al manager de que sólo
yo era capaz de anotar con un sencillo. En una discusión bastante álgida si tomas
en cuenta la división botana en la que participamos, al final prevaleció mi
petición, y se realizó el cambio de corredor.
Ahí estaba yo sobre la segunda base como niñato
heredero, con la adrenalina disparada en mi organismo. Comprobando la textura
del piso, arrastrando los pies hacia atrás como hace el toro de lidia con sus
pezuñas; haciendo sentadillas entre uno y otro lanzamiento del pitcher, estirando
brazos y piernas, levantando el mentón y alargando el cuello hacia atrás y
hacia los lados, como si pescuezo y quijada influyeran en la velocidad; amagando
con mis arrancones a un cátcher despreocupado de mí, porque sabía que a ningún
lado podría llegar sin el tablazo oportuno de mi compañero. En una repetida
sucesión de las anteriores estampas se llenó la cuenta: tres bolas y dos
strikes.
En este juego, tener las cuentas y bases llenas es una
situación que obliga a salir corriendo: al siguiente lanzamiento, no se necesita
observar hacia dónde va la pelota, ni a cuanta altura, ni nada. O pasa la
cuarta bola y todos avanzamos caminando, o ponchan al bateador y se termina la
entrada, o da cualquier tipo de batazo y no hay más opción que arrancar a
máxima velocidad buscando llegar a la siguiente base…y más allá, diría Buzz. Pero
tampoco era que debiera llegar hasta home. Si el batazo no era lo bastante
profundo, con llegar hasta tercera estaríamos empatados y con el triunfo a la
mano. Pero…mi vida está llena de peros.
Lo he escrito antes sin rubor ni disimulo: soy entusiasta
villamelón para casi todo, pero tampoco soy desentendido. Entonces, al observar
el contacto del pitcher con la placa en su windup, me dispuse a correr. Vi la
pelota viajar hacia el bateador, y distinguí el instinto asesino entre sus ojos.
Despegué. Escuché ese inconfundible plockkk, seco, que te suena a poesía
cuando bateas y a fusil al defender. Alcancé a ver el batazo con buena altura,
era una línea por encima del primera base. Fue perfecto. Clásico de un zurdo.
Encarrerado, no sé por qué quise ver donde caía la
pelota en lugar de mirar hacia el frente, allá donde, con la mímica del brazo
dibujando grandes círculos, alguien me gritaba que me siguiera corriendo hasta
el home. En ese instante, sentí que mis piernas se enredaron. Las leyes de la
física son más implacables que las jurídicas: ahí me tienes volando por los
aires en una catapulta resultante de peso, velocidad, y estupidez. El heroico
clavado que debió ser en home ante un angustiado cátcher, terminó en estrepitoso
desastre a los pies del short stop, envuelto en una polvareda digna de baile
ranchero. Fui puesto out, forzado en tercera. Fin del juego.
Al bajar la polvareda, sin aquella suficiencia mis
ojos voltearon hacia el dogout, y me encontré con ese microcosmos presente en
cada grupo y equipo mexicano: ahí estaban el Güero y el Negro, el Zurdo y el Colorado,
el Chaparro y el Pirruris, el Profesor y el Doctor. Cada uno me miraba como si
hubiera perdido la urna con las cenizas de su madre. Nunca en la vida sentí más
deseos de llegar a home.
cesarelizondov@gmail.com
https://www.saltillo360.com/hoy-se-habla-de-una-historia-de-beisbol-que-no-trata-de-beisbol
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