Lo confieso: en la intimidad de mi hogar, estando solo
y de noche, hago algo que muchas almas benignas califican de indecente. Es que
ya me vacuné al decir de los demás. Así va la historia:
Poco más de medio siglo partido por la mitad hace que tanto
arraigos como usos y costumbres sean evidentes. Veinticinco años al amparo de
mis padres, más otros tantos como jefe de familia (vaya micromachismo, pero
bueno, es un decir), anidaron en mí un cúmulo de conductas colectivas que en la
soledad siguen vigentes, más no inamovibles.
Abro el refrigerador y algo huele mal, así como al
abrirme al psicoanálisis. Busco y busco con los ojos, nada encuentro a simple
vista. Me voy a las letras chiquitas y ahí salta la evidencia: envases con
fechas de caducidad vencidas, similar al recibo de teléfono, rentas, impuestos
y más.
Lo malo de vivir solo, es sentirse multitask, ese
anglicismo soberbio que etiqueta a los tullidos como un tipo Superman. Toca
entonces la tarea de limpiar. Aquí va una nota al calce: paradoja de pobreza es
quejarse de la vida, cuando hasta se te caduca la miel.
Lo bueno del desapego: uno elige su chiquero. Me hago de
la vista gorda con los trastes por lavar, el cesto de ropa sucia va subiendo de
nivel, y la cama destendida no es por rastros de un amor. Todo aguanta un rato
más, menos lo echado a perder, eso sí va a la basura.
Es mitad de la quincena y los recursos son pocos,
eterno mal de este mundo (otra nota: hasta pobres son los potentados: ese que viajó
al espacio, les sembró necesidades que nunca podrán cubrir). Pero hurgando en
las chamarras habrá un billete guardado. Mañana iré hasta el mercado a resurtir
la despensa. Por ahora, a desechar.
Empaques muy coloridos, unos grandes y otros chicos,
todos tienen algo adentro, pero no pienso arriesgar a que enfermen mi organismo;
frutas que el tiempo pudrió, con su interior congelado; vegetales que vegetan, muy
sonrientes ante mí; carnes frías, huevos rancios, pechugas muy inyectadas, y
los sesos de algún buey, de los que mueren pastando en un corral bien cuadrado.
En esto no cabe el utilitario dicho de “todo por servir se acaba”. Hay cosas
que ni sirvieron, pero dieron la ilusión de tener todo cubierto, aunque jamás
tomé de ellos una pizca de nutrientes. Ojo, no tiene culpa el envase, la
cáscara o bolsa ziploc, yo los arrumbé guardados, y ellos son inanimados.
Total, que luego de limpiar el refri parece que me saquearon.
Han quedado algunas cosas que aguantan muy bien el tiempo, supongo que los
conservadores artificiales hacen posible esa magia. Entonces, tomo un bote de
refresco que ya va por la mitad, un envase gigantesco, de dos-punto-cinco
litros, y, sabiendo que nadie observa, que no llega al fin de semana cuando los
hijos, familia y amigos podrían pasar por aquí, me despojo de los hábitos, de
los usos y costumbres, y sin miedo al qué dirán, lo destapo y le doy un trago
largo y pausado, directito del envase. ¿Para qué ensuciar un vaso, que yo
tendré que lavar?
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