Por supuesto que los nepo babies de la política no lo
van a recordar y dudo que hayan estudiado el caso en algún momento, pero allá
cuando la guerra fría se acercaba a su fin, cuando Michael Jackson se parecía a
sus hermanos y Colombia declinaba organizar el mundial de fútbol para entrar México
al quite, tuvo lugar algo conocido en el mundo de la mercadotecnia como “La
guerra de las colas”. Y no, no fue eso en lo que piensa el cochinón de la
última fila.
Pepsi venía de ganar importantes rounds en la pelea
por el amor del mercado con algo llamado el reto Pepsi: una degustación a
ciegas en donde los consumidores calificaban entre el sabor de una y otra
marca; para sorpresa de muchos, resultó que la gente prefería el sabor de Pepsi
cuando no sabía qué estaba tomando. Así que algunos genios de Coca- Cola, desde
sus oficinas en el piso superior de un edificio en Atlanta, decidieron hacer
cambios en la fórmula del producto más popular en la historia de la humanidad
para parecerse a su competencia, despreciando en el camino su propio origen.
Lanzaron la Nueva Coca, o New Coke.
Ya adivinas a donde voy: aquella campaña fue un
fracaso. Entre paréntesis y sin alusiones personales porque no vienen al caso,
diré que nunca, en ninguna cantina del mundo, alguien ha pedido un Bacardí con
Pepsi…los que saben lo piden pintado con Coca-Cola. Bueno, hasta un gobernador
conocí que acompañaba su güisqui con coca.
Hubo todo tipo de reacciones: desde los cocainómanos
(de refresco) habituales hasta el consumidor casual, exigieron a los altos
mandos regresar a la fórmula original. Los genios citados encontraron su
solución: lanzaron la Coca Clásica. A los clientes les pareció que no sabía a
la Coca-Cola anterior, o sea, a la anterior a la nueva. Entonces empezaron a
pedir la anterior, y los jefazos ya no sabían si querían la anterior nueva, o
la anterior-anterior, un verdadero caos de comunicación oferta-demanda. Al final,
luego de mucho tiempo, bastante esfuerzo y no pocas penas y bastantes pérdidas,
Coca- Cola recuperó su imagen en el mercado; pero esos jefazos que tomaban
decisiones mientras tomaban juguitos naturales salieron de la empresa como
tapón de sidra. Coca-Cola no habría sobrevivido con ellos al mando.
Trasladado al día de hoy, imaginaría a esos dirigentes
consultando redes sociales desde su muy personalizado algoritmo para tomar
decisiones, escuchando opiniones de tías y sobrinos que beben matchas, lattes
y capuchinos, cerrando sus oídos a los obreros y campesinos que ingieren dos o
más refrescos al día, pero es que, ¿qué van a saber ellos de lo que sí les
conviene?; los imagino desde la pataleta estridente culpando gobiernos por el
impuesto a las bebidas azucaradas, sin ofrecer a su clientela alternativas más
creativas o sustentables que señalar con el dedo. Y todo lo que podrían decir
en su defensa es que no ven a sus seguidores como clientela, pura dialéctica en
las formas, nada de fondo en la realidad.
Para no caer en falsas esperanzas si piensas que en
algún caso similar alguien puede levantarse como lo hizo Coca-Cola luego de
traicionar su esencia: Coca-Cola sobrevivió a sus errores porque era el líder
indiscutible del mercado, de haber sido una marquita con menos del doce por
ciento de penetración en el mercado como fueron Schweppes Cola, Jolt Cola, Euro
Cola o Virgin Cola, yacería en el panteón del hubiera junto a esos chiquitines
y otros grandotes que fracasaron por soberbia y supremacismo cuando antes tuvieron
todo: el Edsel de Ford, el Titanic, el Hindenburg, o el Brasil que cayó 1-7
ante Alemania, en su cancha y con su gente.
A tantos años de “La guerra de las colas” y del
panorama descrito en el primer párrafo, hoy podemos decir que si bien es cierto
que Michael Jackson cambió de color, nunca cambio de género: siempre fue fiel a
su género musical sin sacrificar calidad ni comprometer su creatividad
artística por agradar artificialmente a quienes pensaban distinto; también, hoy
vemos que la guerra fría pasó de ser un enfrentamiento de bloques ideológicos a
ser una competencia de bloques geográficos, todos matizados bajo el libre
mercado y Estado rector en distintos grados; y pues, habrá que admitirlo con
más pena que gloria: los papeles de Colombia y México se han intercambiado en
cuanto a recibir en casa un mundial de fútbol y no estar en condiciones sociales
para hacerlo, hoy somos el Colombia de los ochentas.
Mientras tanto y en otros temas que no tienen que ver necesariamente
con coca, ilustres mexicanos que ya se han ido como Manuel Gómez Morín, Luis H.
Álvarez, Carlos Castillo Peraza y el abuelo de “la nueva sangre”, se han de
preguntar quién les robó su bandera que hablaba de humanismo, y han de estar
bien encabritados de saber que no se las robó alguien de afuera, que la
traición vino desde adentro, entre los mismos grupos que hoy pretenden relanzar
lo que echaron a perder y los que tuvieron la sartén de un país y un partido
por el mango. Porque es percepción de los que observan del otro lado de la
puerta donde se toman las decisiones, que la única humanidad que importa para
los actuales panaderos y para los que renunciaron pero siguen opinando, es la
propia.
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