GYM

publicado en septiembre de 2024 en Saltillo 360, de Vanguardia


Para cuidar del corazón acude uno al gimnasio; para cuidar de los sentimientos mejor refugiarse en misa, terapia, la reunión familiar, la carnita asada… o ver un capítulo de Everybody loves Raymond. Bonita condición humana esa dependencia de órganos que, entre otras cosas, sirven para que tantos profesionales tengan una digna ocupación: el cerebro no funciona sin irrigación sanguínea mientras el corazón no bombea sin órdenes del cerebro. No vive uno sin el otro, así como historia de amor apache, o de bachillerato.

Total, que ahí me tienes de visitante consuetudinario en el gym cuidando del corazón y tratando de recuperar el six pack que yo sé, se esconde bajo eso que mis hijas llaman la pancita legendaria. Acudo con regularidad, más porque recibo el cobro recurrente en la tarjeta de crédito que por dar mantenimiento a la carrocería que el sarcástico dios asignó a esta consciencia, alma, espíritu o caricatura; ya sabes cómo es esto: para suspender mi membresía tengo que llegar el día exacto, a la misma hora, con el mismo outfit y con la misma recepcionista, durante la semana del aniversario de la suscripción.
Aunque cuido de no establecer mucho contacto visual para no convertirme en Lord Mirón o algo similar, es imposible despojarme de la imaginación cuando me encuentro en este tipo de microcosmos. Entonces, para hacer la rutina más amena, permito a la mente divagar y juego un poco a la omnisciencia, conjeturando qué escuchan los demás visitantes en sus auriculares.
Por ahí anda alguien de mi generación que debe escuchar un heavy metal. Aquel otro, adivino, tiene en su lista de reproducción puros corridos tumbados; aquella jovencita tiene cara de Taylor Swift mientras su madre ha de escuchar un podcast de meditación. El mamado que arroja las pesas al suelo como si quisiera recrear en este edificio lo ocurrido en las torres gemelas, quizá le da vueltas a su playlist de música electrónica. El tristón reproduce una y otra vez los audios de su madre muerta, el estudiante aplicado repasa audiolibros para sus exámenes al tiempo que el funcionario público sintoniza Desayuno con Juan Manuel Udave. Anda también por ahí Narciso, quien luego de cada repetición comprueba en cuántas micras aumentó su musculatura, así como el proveedor de proteína y quién-sabe-qué otras sustancias, infaltable en todas partes.
Y sucede que, mi vecino de caminadora atiende una llamada telefónica. Al terminar, algo ocurre con su aparato, supongo que una tecla presiona, o sus auriculares se quedan sin pila, o alguna configuración tiene que se desactiva el bluetooth, y lo que antes solo él escuchaba en sus auriculares, ahora lo oímos quienes estamos a su alrededor. Por su facha, edad y lenguaje corporal, pensé que su música sería algo de moda, algo estridente para mí, algo más apegado al ruido que al ritmo o a la poesía, algo de lo que mis hijos ponen en mi camioneta cuando nos desplazamos del hoy al mañana y del ayer al hoy. Pero no, me parece reconocer una de esas frecuencias en Hz precedidas por un número como 33, 285, 396, 417, u otra cifra que por su trasmisión evoca más al orden de Fibonacci que al caos del mundo percibido; aclaro: no es que tales frecuencias y la citada secuencia tengan necesaria conexión, nunca falta el nerdcito que me corrige los datos, aunque nunca los conceptos. Es un agradable descubrimiento; un halo de paz, tranquilidad, vigor y optimismo se cierne sobre nosotros.
Me doy cuenta que a mi edad, con todos mis años, vivencias, alegrías y descalabros, sigo siendo un tipo prejuicioso que se deja llevar por las apariencias y primeras impresiones; esta experiencia puede cambiar eso.
Salgo del gimnasio con renovada perspectiva, pero no con una nueva visión del mundo, ese es tal cuál es por la suma de conciencias, esa configuración social que pretende igualar todo lo que por naturaleza es diferente, no es por eso que entendemos por conciencia colectiva, geopolítica u orden mundial, es más bien por otra forma de percibir a las personas que habitan este planeta: individuos como tú y como yo, que nunca son cómo los imaginamos, que siempre, pero siempre, son distintos, más virtuosos y complejos debido a la singularidad y no por usos y costumbres; seres que resultan ser más interesantes de lo que creemos ver en un gimnasio, en una cafetería, o en los pasillos del supermercado.



La vendimia de Casa Madero

publicado el 18 de agosto de 2024 en Saltillo 360, de Vanguardia


Sin duda, uno de los mayores beneficios de llamarse saltillense por domiciliación, es considerarse parrense por aproximación. Aunque, si bien es cierto que los habitantes de Saltillo apenas nos despegamos de la ciudad hacia el oriente para acceder a una sierra repleta de pinos verdes, si nos desplazamos hacia el poniente, el escenario no podría ser más distinto: el calcáreo desierto a ambos lados de la carretera.

Pero justo en la mitad de la autopista a Torreón, en Paila, gira uno hacia el sur, y unos kilómetros más adelante se encuentra la cuna del continente americano en cuanto a industria, cultura, desarrollo, agro y festividades relacionados con la uva. Esto es, La Hacienda San Lorenzo, también conocida como Casa Madero. En cosa de unas décadas, mis lectores más jóvenes festejarán medio milenio de este acontecimiento; parece que fue ayer cuando mi generación conmemoró los 500 años del descubrimiento de América.
Esa fortuna de ser saltillense, fue la causa principal para ser invitado a un evento de talla internacional que consigue ensamblar pasado y presente, ritos ancestrales y cocina de autor, parrenses de cepa y agregados, trabajadores y socios, paganismo y religión, juventud y sabiduría, música pop y mariachis.
Junto a un reducido grupo de amigos contados con mano de carpintero (nota desde mi otro oficio: si tiene todos sus dedos, no es carpintero), luego de acomodarnos en nuestro hotel y, cómo chingados no, recrear ese lujo perdido en la capital del estado pero aún apreciado en Parras, la siesta parreña, nos dirigimos a los jardines de Casa Madero.
Ahí nos recibió el equipo de relaciones públicas para acomodarnos en una mesa alta con sillas a juego. Un estupendo grupo de meseros nos ofreció cocteles a base de productos regionales mezclados con el destilado de la casa, Blanco Madero, producto que no probaba desde la prepa. También, una selección de vinos de mesa que sería ocioso mencionar ya que la etiqueta de la empresa es reconocida por nuestros lectores.
Ahí, al igual que en las siguientes actividades, la sencillez y calidad humana de nuestros anfitriones, los hermanos Brandon y Daniel Milmo, llevaron a la realidad el anónimo aforismo mencionado en miles de mesas alrededor del mundo, credo de quien esto escribe: el mejor vino es aquel que se comparte con amigos.
En una noche llena de luces, sonidos, colorido y buenos sabores, fue gratificante tener consciencia de los sentidos: la tambora de los matachines y su vestimenta acompañada de sonajas y plumeros, descendiendo desde el cerro de la cruz hasta llegar a la hacienda para bailar alrededor del crepitar y calor de fogatas de cinco metros, la maratónica quenda de una campana hasta la extinción de la última brasa de la última fogata, la democrática emoción y sonrisas al ver los fuegos artificiales y percibir el olor a pólvora; durante la cena, una escenografía con una representación del penacho de Moctezuma, una cantante que interpretó canciones en por los menos tres idiomas, carne roja en mole, ceviche con leche de tigre, un increíble postre aludiendo artísticamente a la tierra y el agua, las uvas y la planta de la vid; el fraternal abrazo y saludo entre personas, que transmite y multiplica en ese gesto toda la buena energía que se recibe en eventos como este, cortesía de los organizadores.
Al otro día los festejos continuaron con el desfile de la vendimia desde la Plaza de Armas, la bendición de la cosecha y la representación de la molienda, o el pisado de las uvas; todo siguiendo un legado de siglos que resguarda en rituales y simbolismos, en productos, trabajo, creencias, investigación y camaradería, la esencia misma de la humanidad: la fusión del hombre con su entorno, con su obra, con la obra de la naturaleza, con la obra de dios o del universo; o con todo lo que cabe, en una copa de vino.



875 Metros

publicado el 28 de julio de 2024 en Saltillo 360, de Vanguardia


Desando el camino que en unos minutos recorreré a máxima velocidad, sin saber a ciencia cierta si iré huyendo o persiguiendo, notándome o invisible, como un león o un avestruz, yendo alegre o aterrado. Lo que sí tengo muy claro es que estoy aquí por voluntad propia, nadie me ha puesto en esta situación; una serie de eventos, algunos de ellos desafortunados, así como un voluble carácter, algo de historia familiar y la curiosidad por algunas cosas, me arrastraron durante años a rumiar varios anhelos. ¿Sabes lo que sucede cuando voy tras mis anhelos?: el miedo me paraliza al tenerlos a la mano, o no son lo que esperaba, o simplemente, no ocurren.

875 metros me separan de… de no sé qué. Pero por algo estoy aquí, en un lugar que no había estado, de nuevo como tantas veces, intentando metaforizar en sentidas experiencias el misterio de la vida. Y ya lo sabes, lectora, lector: le buscamos explicación a la vida al experimentar el absurdo, el sinsentido.
Un montón de sustancias creadas en el cerebro cuyas etimologías terminan en “ina” se reproducen a velocidad de conejos, siento aquella expectación de la línea de salida de cuando corría el 21k en nuestra ciudad, aquel hueco en el estómago antes del kickoff del fútbol americano, el miedo paralizante de invitar a una joven a bailar.
Contexto: apenas ayer estuve en el pueblo de Elizondo, de dónde se supone, salió algún bandido cuyo trasero o descendencia terminó en América, en Saltillo concretamente, según algunos genealogistas. Pero no me equivoco: sé muy muy bien que mi pasado está en las navidades con mis primos, en el pequeño hogar de mi infancia y en la casa de mi juventud, en el patio de mi escuela, en mis relaciones por trabajo así cómo en el brindis con amigos, en las relaciones fallidas, pero siempre agradecidas, en sobremesas y traslados con mis hijos. No es de dónde vienes, es con quién te has acompañado y hacia dónde te diriges. De Elizondo llegué a Pamplona, a los Sanfermines.
Un híbrido de fiesta religiosa y feria ganadera, aunado a la exposición mundial que Ernest Hemingway le dio a los Sanfermines con su libro llamado Fiesta, hacen de dos semanas de julio un acontecimiento cargado de esa libertad de antaño que hoy nos parece libertinaje: espacios libres para fumar y beber, comida y baile por todas partes, respeto a las minorías sin sometimiento ante ellas, ambiente taurino sin restricciones; todo lo anterior desde una libertad como la que en otras partes del orbe disfrutan la comunidad LGBTQ+, los animales domésticados, los pro-aborto y demás colectivos cilindrados desde sabrá dios qué intereses.
Investigo tantito del festejo religioso, y me doy cuenta que, igual a las figuras de yeso de mi parroquia, con rascarle solo un poco se desprende la pintura: carencia de rigor histórico para tener credibilidad más allá de la fe, pero eso no importa, toda religión se basa en eso.
Una insípida corrida de toros vangoghiana (solo una oreja) donde veinte mil personas alternan a capella entre “El Rey” de José Alfredo Jiménez que te pone la piel de gallina y “La chica Yeyé” inmortalizada por Martha Sánchez, que te pone los pies a bailar. Al otro día, el encierro: esa delirante carrera por las callecitas de Pamplona, entre ocho toros de casi 600 kilos, rodeado de miles de personas corriendo, cada quien por su loquera.
875 metros es la distancia del encierro, desde los corrales donde duerme el toro hasta la plaza de toros para la corrida de la tarde. La carrera del encierro dura menos que el coito de un adolescente primerizo. Vuelvo a tener esa increíble sensación del 21k y de la carrera de la vida: corres codo a codo entre una multitud de personas, pero sabes que vas solo. El encierro, el coito adolescente y la vida, una trilogía tan intensa como breve.
Mi reflexión final, un homenaje a mi abuelo, a mis amigos taurinos y a mi tierra: no siendo el santo patrono de Pamplona el mentado San Fermín, destaco que, para santos, San Fermín Espinosa “Armillita”. Olé !




Un fantasma en un estanque dorado

publicado el 14 de abril de 2024 en Saltillo 360, de Vanguardia



He visto un fantasma. Claro, sabes que saldré con un giro o plot twist barato e innecesario, como siempre. Pero también como siempre, espero que me leas, y que esta lectura aporte un poco a tu día. Va el contexto, la revoltura, el dizque nudo, y al final, pues el principio:


Pensé que a mi padre le gustaba Jane Fonda. Y que por eso estuvo chingue y chingue y chingue una vez para ver juntos, un sábado por la noche, una película con grandes actores y una trama sencilla pero profunda: “On Golden pond”, con Katharine Hepburn, Henry Fonda, y la hija de él. En aquellos tiempos de televisión abierta y un par de canales para ver, ya tenía pensamientos similares a los de hoy, por ejemplo, el que cuando un padre, de la nada, quiere forzar un momento “Disney” con un hijo, es porque ha hecho alguna burrada fenomenal en esa u otra relación importante de su vida. Es decir, por una cruda moral de antología.

Cambiemos un poquito de canal, y al rato regresamos a la historia. Nos resulta inevitable buscar con los hijos el tipo de experiencias y pláticas que además de ser patéticas -perdón, quise decir poéticas-, dejen también alguna huella o aprendizaje, así como fue expuesto en la serie de Cosmos en sus distintas temporadas con el caso de William Herschel y su hijo. En ese capítulo, a la pregunta de su hijo acerca de la existencia de los fantasmas, el científico Herschel le responde que, desde luego, existen. Luego le explica cómo es que vemos a las estrellas en el firmamento, brillantes y vivas, cuando en realidad muchas de ellas han muerto y desaparecido hace miles de años, pero por la distancia a la que estuvieron de nosotros, resulta que su luz apenas nos va llegando. Esto en el contexto de la velocidad de la luz, la distancia, el infinito universo y demás.

—La luz que vemos de muchas estrellas, es el fantasma de algo que ya no existe, pero que existió— termina por decirle Herschel a su hijo.

Muy bonito todo, pero, volvamos al tema. En lo que ha parecido un siglo más tarde, iniciando un fin de semana con todas las posibilidades por hacer, pero sin ánimo para repetir la secuencia conductual de tantos años, a la trecientos veintisieteava vez que cambié de canal, me encontré con aquella película ochentera que en su momento, igual a todo, no comprendí. Por supuesto, había de inventar una paradoja para justificar el gasto en talleres de escritura: la vi con nuevos ojos, aunque más cansados.

Resultó agradable ver una historia que no corre a la velocidad de la luz y cuyo único gancho subliminal es contemplar a Jane Fonda en bikini durante una escena irrelevante para la trama. No arruinaré mi columna contando de qué va la película ni me las daré de conocedor en fotografía, actuación, locaciones o música; solo diré que, a pesar de tener un guion predecible ante la artesanía en comunicación creativa de estos tiempos, me quedé varias horas con la historia dando vueltas dentro de mi cabeza.

Fue entonces que apareció el fantasma: el fantasma de mi padre, y entendí que él no me arrastró a ver esa película porque le gustara Jane Fonda, sino porque él se veía reflejado en el padre de ella…y en todo caso, le gustaba el papel de Katharine Hepburn, su pareja en la película.

Nunca supe ni sabré qué habrá hecho papá esa semana para andar de capa caída e invitarme a ver algo que tal vez no tenía que ver conmigo, sino con mi madre. Por ello es que hoy, a una distancia donde apenas me va llegando su luz, le digo: tranquilo viejo, aquí sigue mamá muy bien, a pesar de todo.




Billie y el gato negro

publicado el 17 de marzo de 2024 en Saltillo 360, de Vanguardia



Escuchaba “We didn´t start the fire” de Billy Joel entrando al estacionamiento de la plaza comercial. Ahí decidí que, independientemente de adoptar macho u hembra, su nombre sería Billie.


Era una gatita de ese color gris que algunas personas saben portar bien entre tanto ruido y color: un gris brilloso, elegante, digno, justo en medio de los contrastantes blanco y negro. Mes y medio tenía de nacida y buscaba un hogar.

Por primera vez en mucho tiempo, me dormí sin necesidad de encender la televisión, regresé a la clase de papá primerizo uno y lo poco que dormí fue en posición de momia. Con tristeza, observé que no comía durante la noche y primera hora de la mañana. Decidí llamar a mi mentora en cuestiones animales para que me explicase qué hacer.

Más tarde visité la clínica veterinaria. Ni con las ballenas en el mar de Cortés, o la majestuosidad del cóndor en Perú o la víbora pitón reticulada en no recuerdo qué sitio, me sentí tan impactado ante la presencia de un animal.

Apenas crucé la puerta y ahí estaba: un gato negro con una estampa digamos, señorial. Era más negro que la noche, sentado en medio de la veterinaria, me observó con sus típicos ojos de arriba abajo, no sabría decir si él medía mi altura, mi precaución o mi carácter. Desvió la mirada y regresó a hacer lo que estaba haciendo: nada.

Durante los siguientes días visité el lugar para ver la evolución de Billie. E intenté hacerme amigo del gato negro, más por reto que por sociable. Tres comprometidas jóvenes veterinarias, con un alto grado de profesionalismo y responsabilidad animalista, ayudaron a Billie en su aferro a la vida mientras me enseñaron a darle de comer y acercarme al gato negro mientras este mostraba tanto interés en mi como los los rockeros a Peso Pluma.

¿Qué mueve a una persona madura para compartir sus tan preciados momentos y espacios de aislamiento con un animal? No lo sé, lo seguro es que no suplen la ausencia de hijos en casa ni de amigos en la barra. Debe ser algo relacionado al futuro.

Pero el futuro no llegó para Billie. Murió en una madrugada sin llegar a cumplir los dos meses. No puedo decir que me haya afectado tanto su partida; apenas la tuve un día conmigo y los demás estuvo bajo la supervisión de profesionales. Pero algo se movió dentro de mí al ver los arrasados ojos de su veterinaria.

En un arranque de impotencia, animalismo, despecho o egoísmo, pregunté por el destino del gato negro. Me dijeron que estaba disponible en adopción, a pesar de su tamaño. Imaginé los tan distintos escenarios que las parejas en proceso de adopción han de descubrir dependiendo la edad entre un bebé, un niño o un adolescente. Porque por una simple letra, adoptado no es igual a adaptado.

Acordé visitarlo durante la semana para generar algún vínculo de confianza para luego llevarlo a casa. En eso ando con cierto éxito, pese a tener, por mucho, más compatibilidad con los perros (ya sabes: eso de no atinarle a la taza del baño, dejar huellas por todas partes y babear casi por cualquier cosa).

Pero, sabes una cosa, dicen por ahí que, cuándo piensas mucho en alguien es porque ese alguien también piensa en ti. Y aquí me tienes, pensando en el gato negro y la posibilidad de brindarle un hogar, compañía, independencia y cariño. ¿Estará allá, en la soledad de la veterinaria pensando en mí? Lo dudo, pero no me importa, a veces hay que empezar a mover las cosas por este lado para que también se comiencen a mover por el otro. Esta decidido: mañana voy por él, y si el protocolo de adopción me aprueba, ya le tengo un nombre, aunque sea prestado: el Negro.

Arriba dije que adoptado no es sinónimo de adaptado, así es que viene tarea por delante para ambos. No tengo idea de lo que va a pasar; luego de criar cuatro hijos esto no debería ser tan abrumador, pero por alguna razón, lo es.

Pienso, como lo dije antes, que tiene que ver con el futuro. Quiero imaginar un futuro dónde el Negro, además de significar una adición positiva en mi cotidianidad, tenga cierta importancia en mi vida y yo pueda ser su sustento emocional y compañía, a la manera de los gatos. Y dónde Billie, y todas esas criaturas de cualquier especie que se han ido prematuramente, sean recordadas por quienes las tuvimos en los brazos por muy breve tiempo, pero el tiempo suficiente para darle un giro de cuidados a su existencia, y de posibilidades a la nuestra.

Una forma de evadirse

 publicado el 10 de diciembre de 2023 en Saltillo 360, de Vanguardia. 

Hay una constante entre los personajes juveniles de la literatura que llama la atención cuando se leen novelas ambientadas en épocas del pasado. Ya sea que te adentres en la vida de Jo March durante la guerra de secesión norteamericana en “Mujercitas”, o sigas el monologo de Paul Bäumer viviendo la primera guerra mundial en “Sin novedad en el frente”, o que leyendo “El guardián entre el centeno” te enteres del pensamiento de Holden Caulfield a finales de los años cuarenta, resulta que salpican sus diálogos y reflexiones con una que otra alusión, citas y demás formas de intertextos a lo largo de la obra.

Es cierto, ellos son caracterizaciones creadas por sus autores, y sus acciones y dichos provienen de la imaginación o experiencias del escritor. Pero también es verdad que los personajes tienen la obligación primaria de ser realistas, es decir, que de entrada sean un fiel reflejo de la cotidianidad del común de la gente para que el lector se pueda identificar con ellos. Y de ahí parte lo que me llama la atención.

Resulta que estos y otros personajes de la literatura de antaño, muestran, aun siendo muy jóvenes, un acervo cultural y literario lo suficientemente amplio como para sonrojar a cualquier cincuentón de actualidad que se las dé de muy culto. Ya no digamos frente a las nuevas generaciones de edad similar a la de ellos. Y pues, si los jóvenes protagonistas de esas historias son representativos de la juventud de la época retratada, tenemos que, cualquier chamaco enmarcado en las generaciones de boomers hacia atrás, tenía una forma de evadir la realidad más sana a las que escogimos los “X”, los millennials, y los “Z”, o contemplativos en México.

Junto con el auge en las comunicaciones y la globalización, fuimos complacientes al entregarnos primero al cine y la televisión, para luego volcarnos en video juegos, internet y redes sociales. Dejamos los libros de lado por razones entendibles: una imagen vale más que mil palabras. Sí, pero… si una imagen transmite más que las palabras, quizá debimos voltear al arte plástico ante el colapso del hábito de leer. Por desgracia, no fue así.

Todo esto va al encabezado del artículo: una forma de evadirse.

Porque entre las distintas realidades que se pueden encontrar en una guerra civil, una guerra mundial y el mundo de la guerra fría, han de ser todas más crudas y difíciles de sobrellevar que a una sociedad de consumo, a la economía del demonio, de culto a la imagen e inmediatismo como lo hacemos ahora. Lo distinto es que aquellos se evadían por medio de la lectura, hoy lo hacemos en el consumismo, la superficialidad, el alcohol y las drogas, sin caer en la inocente creencia de que antes no existían.

Por supuesto, tampoco es que sea muy sano evadir sentimientos y emociones por medio del arte, el trabajo o el deporte. Pero sí hay gran diferencia entre evadirte mientras cultivas el intelecto, el cuerpo o tus finanzas, a hacerlo mientras te matas o vulneras tu capacidad.

Y sí, es muy delgada la línea entre ser adoctrinado por medio de las palabras impresas en un papel, a también ser encauzado por los usos y costumbres de un mundo sin objeciones. Es casi lo mismo para fines de autonomía intelectual, ideológica o religiosa, pero uno de ambos condicionamientos deja una brasa que se puede convertir en cuestionamiento, y de ahí, en libertad de pensamiento, la otra no. 

 Al final, a nadie se va a engañar, se evade uno como quiere, porque tanto aquel que lee historias que no ha vivido, como el que vive la vida, en el fondo buscan algo para complementar su ser. Tú, ¿cómo te evades?






La importancia de que no te llamen Ernesto

publicado el 6 de octubre de 2025 en Saltillo 360, de Vanguardia

HOY SE HABLA DE… LA IMPORTANCIA DE QUE NO TE LLAMEN ERNESTO – Saltillo360

Vanguardia HD

Desde mi perfil de vendedor que me da para comer, entiendo que un buen juego de palabras atrae la atención; luego, desde el aspiracional de escritor que me da para vivir, procuro destacar lo conceptual sobre lo cuantitativo para eficientar la comunicación. De ese híbrido de oficios es que siempre salga con disparates distintos a lo que en principio promete el escrito.

Dicho lo anterior, sabes que este artículo no trata sobre Oscar Wilde. Aunque partimos de la premisa de su obra entendida desde la importancia de actuar de acuerdo con las propias convicciones más que la expectativa de otros, la conclusión será cuándo sí resulta importante la percepción de alguien más. Tenme dos párrafos de paciencia, y luego vamos a despegar.
Es una paradoja que desde nacer nos atengamos a una cédula de identidad determinada por fecha, lugar, sexo, progenitores y seudónimo de pila escogido por razones tan justificadas como el nombre de la abuelita, el santoral en el almanaque, el amor platónico, lé artisté del momenté, o ya de plano, la marca del malogrado condón que hizo posible la hazaña. La paradoja y el espíritu de este artículo radica en el hecho de que esa identidad tan detallada nos acerca más a lo genérico que a lo particular; toca entonces hacer un intento por rescatar la individualidad. Me explico:
Esa CURP mexicana que en otros países equivale a DNI, pasaporte, CI, o kimlik karti entre muchos otros (gracias, IA), termina por invisibilizarnos como individuos ante los demás. No voy a extenderme en el sobajado discurso de ser simples numeritos ante un gran hermano vigilante y todo ese rollo; no, el sentido es reconocer aquellas relaciones en las que somos algo muy distinto a una identificación numeraria o al nombre que serviría para que seres de otro planeta supieran más o menos quién dice el mundo que somos. ¿Somos datos alfanuméricos y biometría? ¿O también somos aquello que es único para quienes procuramos y nos procuran?
De ahí que un servidor siempre regrese allá dónde le conocen por Tocayo, o disfrute los asados con aquellos que le dicen Checharleone, acuda al llamado de los que le llaman Primo, Compadre, tío, sobrino, cuñado -cuñis o ñáo-, padrino o ahijado. Irremediable tristeza de medio siglo sin escuchar a mi tío Antonio llamarme su Compadrito y nostalgia de décadas sin que mi tío Rodolfo me diga Chicharito Mondingo.
Siempre será más fraterno referirse a alguien por un apodo que por su nombre oficial. Sabemos que al escuchar nuestro nombre tal y como viene escrito en el acta de nacimiento, pero de boca de nuestra madre, ya valió ídem; distinto a cuando nos dice mi´jito. Lo mismo aplica si escuchas tus generales en un aeropuerto, ante el notificador de hacienda, o por un sacerdote oficiando.
Abriendo un poco el abanico, existe algo de individualización colectiva, si me permites el oxímoron, en pequeños grupos como han sido en mi caso los Olindos, Bóxer, Vaqueros, Pumas, Mineros, Atléticos, Mustangs, Compayitos y Generación XXI. Gremios, asociaciones, religiones y demás colectivos también caben.
Fuerte dosis de realidad me cayó al descubrir que alguien me tiene guardado entre sus contactos como “Elizonso” y otro me llama scarface a mis espaldas, o al sospechar que en el ideario de algunas personas pueda ser el tóxico, intenso o malnacido; en ningún caso he sido Juán Mecánico o algo así. Un par de sobrenombres surgidos de la imprudencia: caza-fantasmas y caballo loco.
Otros motes como Gansito (por tener una embarradita de fresa) y Cri-Cri son mi esencia con queridos grupos; gracias al paso del tiempo en el trabajo terminaron por llamarme Don César; personas cercanas a mis hijos e hijas me han dicho Tío por evitarse el señor, don, licenciado o… suegro. Por supuesto, una tía me dice Mirrey, aquel amigo que casi no frecuento me dice hermano, el otro me dice Mel, y uno más me dice simplemente Amigo mientras comemos cabrito.
Total, quisiera uno tener más apodos y menos cédulas de identificación. Cierro tratando de empatizar contigo que me lees, deseando que tengas y aprecies quien te diga Hijo como hicieron aquel par conmigo, o como ese que cuando nos emborrachábamos me llamaba Kid Acero, o esas que se refieren a mí como Hermano, esos cuatro que dentro de su economía de palabras y su incondicional cariño, me dicen “Pa”; y también, deseo para ti, alguien que te llame Amor.


SAN JUAN DE LA VAQUERÍA

léelo en Vanguardia:  https://vanguardia.pressreader.com/article/281921662782705

Una expectativa complicada: entusiasta consumidor de los productos locales por su calidad y no por regionalista, pensaba que lo había visto todo.  No era así.

De esas veces que un estimado amigo convoca a los demás para escapar a uno de los viñedos más reconocidos de la región. Y pues a uno le dicen rana, y uno salta. ¿Quién en su sano juicio deja pasar la ocasión de palomear, como niño con álbum de estampas, las distintas vinaterías que componen la ruta local de vinos y dinos?  Así que busqué, sin éxito, el sombrero Panamá, las botas de suela lisa y una camisa casual, debieron perderse en otra vida; llegué con el fedora de Indiana Jones, la camisa de cuadritos y unos Skechers pull on.

Es probable que conozcas este tipo de experiencias: con algunas variaciones, lo mismo en Jalisco con las tequileras que en Oaxaca con mezcales, en la Rioja, Napa o Mendoza, las bodegas adoptan un exitoso guion que incluye una charla donde se da conocer la historia de marca y producto, visita a los plantíos, el proceso de elaboración, envasado, etiquetado y empaque, para finalizar con una degustación y maridaje de los productos ahí elaborados.

Y pues, siendo mi amigo uno de esos tipos que por el lado materno son parientes de un tercio de la población saltillense, por la casa paterna de otro tanto y por sus relaciones personales tienen amistad con el resto, fue que tuvimos la fortuna de ser guiados por el fundador de la marca y por su hija.

Por la confianza y apertura que los anfitriones nos brindaron desde la llegada, acordamos vivir la experiencia de manera informal, es decir platicadito, no recitado. De manera que todo fue visto desde diferente perspectiva por mí.

Por espacio y por no redundar en lo que algunos de mis lectores ya conocen, obviaré detalles de recorrido y procesos, así tampoco spoileo a quienes piensan visitar San Juan de la Vaquería en el futuro.

Entonces, si la intención no es publicitaria o de divulgación, de qué demonios va esta columna, te preguntarás. Te respondo: va de conocer uno de esos proyectos que ven más allá del negocio, que son socialmente empáticos, que buscan dar valor agregado y diferenciación, que se apoyan en la ciencia para lograr mejores productos preservando la naturaleza, que entienden la importancia de la convivencia así cómo de resguardar patrimonio cultural e histórico-inmobiliario.

Unas viñetas para explicarme mejor: una hacienda que data de hace 400 años, restaurada con respeto, tino y buen gusto a decir de los arquitectos del grupo, así como una bodega equipada con la más alta tecnología e ideada para ser escalable en producción, rodeadas por hectáreas de vides, parras o como sea que se llamen las plantas, fueron el marco perfecto para escuchar la visión y misión de un emprendimiento que, entre otras cosas, pretende ser un espacio de convivencia para sus visitantes y de desarrollo para sus colaboradores, esto desde la interesante plática de Sofy, quien transmite su conocimiento, entusiasmo y compromiso de manera concisa, natural y suficiente, y también desde su padre, Gerardo, con la modulación de la gente que se hace escuchar por contenido más que por volumen y armado con la paciencia de quienes aman el campo.

Para cerrar te platico de tres bonos: uno, la innovadora propuesta de maridar con productos accesibles tanto en lo geográfico como en lo económico para hacer del consumo de vinos de mesa algo más cotidiano, esto sin dejar de lado el suculento cabrito que nos hizo sentir como Marqueses de Aguayo; dos, la indiscutible calidad de vinos blancos, rosados y tintos que hacen justicia a la buena fama de lo que se produce en la región; y tres, el enterarme (por terceras personas) que la comunidad de San Juan de la Vaquería ha sido beneficiada por esta familia no solo con trabajos dignos, honrados y productivos, sino por recibir, en forma de donación, las escrituras de las viviendas que habitan, las que antes fueron territorio y propiedad de la hacienda. 

Con emprendimientos así, qué orgullo ser de esta tierra.

cesarelizondov@gmail.com


versión digital en 360 de Vanguardia: https://vanguardia.pressreader.com/article/281921662782705



Al estudiante se le atiende, no se le consiente.

 contexto: cierre de blvd Carranza por estudiantes en septiembre de 2023

El mismo gobernante que en su primer día de mandato aplacó con sendas bofetadas a aquel agitador-paracaidista cuyo cadáver apareció embolsado sexenios más tarde, nunca pudo controlar al estudiantado. Claro, su compadre y principal señalado de la masacre del ´68 había doblado las manos en aras de la “gobernabilidad”, esa palabrita que nos remite más a índices de aprobación política que al bienestar de los gobernados.

Así es, desde hace más de cincuenta años es una regla no escrita de la política mexicana el hacerse de la vista gorda cuando surgen problemas estudiantiles que afectan a la sociedad. Se entiende esa actitud keynesiana (sí, estoy revolviendo guajolotes con manzanas con ese término) de dejar hacer y dejar pasar al asumir la supuesta autonomía de universidades y tecnológicos.

Respetar la expresión, no solo de los estudiantes sino de cualquier grupo o persona es siempre un gesto aplaudible. El problema viene cuando la libertad de manifestarse de los estudiantes trastoca la vida de los demás miembros de la sociedad, muchos de los cuáles pagan impuestos que en un porcentaje van a caer en la educación, es decir, en su escuela. Aclaro para quien lea esto fuera de contexto: al día 27 de septiembre de 2023, un grupo estudiantil lleva diez días bloqueando un tramo importante del bulevar que distribuye la circulación de Saltillo.

Hago un paréntesis para desechar el sospechosismo de movimientos políticos externos involucrados, que si bien pueden acercarse para llevar agua a su molino como todos hacemos ante el río revuelto, es obvio por observación que nada tienen que ver en el génesis de esta historia: las revueltas estudiantiles que se generaron mundialmente en el verano de 1968, así como las revoluciones de principios del siglo pasado, obedecieron sí, a intereses políticos globales que plantaron, financiaron y adoctrinaron movimientos aprovechando el descontento de buena parte de la población. Este no es el caso, de lo contrario, ya estuvieran los estudiantes en Nuevo León manifestándose por la falta de agua, los de Oaxaca por exceso de pigmentación, y los de Puebla por pipopes.

De ahí que el movimiento sea genuino. No hace falta ahondar en los porqués, basta con entender que el pliego petitorio que presentan tiene puntos varios. El asunto aquí es la incapacidad de salir de la caja de pensamiento para resolver el caso. Entiendo la imposibilidad de los gobiernos locales para desenmarañar problemas internos para los cuales no tienen responsabilidad legal ni atribuciones. Pero los estudiantes los dejan muy mal parados ante la sociedad con el cierre de tan importante vialidad.

Entonces, ¿cómo abordar un problema así? ¿cómo salir de la caja para encontrar una solución? Lo primero es entender quién tiene la facultad para dar o negar a los estudiantes lo que quieren. Bueno, pues ese alguien, o ese organismo, tiene su despacho en la ciudad de México, no en el bulevar Carranza, ni en bulevar Coss, ni frente a la catedral.

Si me concedes que el principal problema de México es que todo se politiza pero nada se contabiliza, estarás de acuerdo conmigo en que de la gran pérdida económica, social, académica y humana que las horas-hombre (o mujer, binario, trans o felino) desperdiciadas entre ausencias, tránsito varado, inaccesibilidad y demás efectos colaterales de un bloqueo de calles, podría salir la solución del problema. Me explico:

Ya dijo algún empresario que las pérdidas económicas para la iniciativa privada rondan los doce millones de pesos, nadie sabe de dónde sacan esos números con más celeridad que los concursantes de Cien mexicanos dijeron, pero igual se los publican, así que los daremos por ciertos. ¿Qué pasaría si, en aras de que no continúen esas pérdidas financieras calculadas por los empresarios y otras incalculables como lo es la pérdida social y académica, les fletamos un autobús a los estudiantes para que hagan su manifestación en donde están quienes les pueden escuchar y arreglar las cosas, es decir, en CDMX? Considero que el gasto de un autobús es suficiente para eso, ni una despensa habrá que darles, para que su movimiento suene más fuerte, habrá de ser acompañado por una huelga de hambre.

Si lo piensas bien, allá en la capital, los que pueden resolver esto, no están siendo señalados ni perjudicados como lo están siendo acá nuestros gobernantes y nuestros coterráneos. Considero que una huelguita en sus explanadas y oficinas, financiadas por el empresariado afectado y por los gobiernos señalados, podría dar la imagen de un pueblo saltillense unido con sus estudiantes, así sea que el fondo del problema tenga que ver más con cantinas, que con academias.

cesarelizondov@gmail.com

BordoTown: una alternativa impopular

léelo en Saltillo 360, de Vanguardia: BORDO TOWN: UNA ALTERNATIVA IMPOPULAR - Saltillo360


No seré yo quién señale con autoridad moral a los jóvenes que, sincronizados con la naturaleza del ser humano, corren riesgos innecesarios poniendo en peligro su integridad física y la de los demás al conducir a exceso de velocidad o en estado inconveniente: soy la envidia de un cementerio de gatos que no llegaron a la séptima vida, habiendo salido ileso de múltiples accidentes sin saber dar una respuesta mejor al clásico “no se” que se utiliza cuándo te sucede algo por simple estupidez.

Pero, la manera de abordar el problema por parte de las autoridades sí es un tema en el cual debemos involucrarnos.

Seguro lo has notado: proliferan los bordos reductores de velocidad en cualquier tipo de arteria por toda la ciudad. No puedo presumir de haber viajado mucho por el mundo para decir con total conocimiento de causa lo siguiente, pero le batallo para recordar en dónde he visto estos topes más allá de zonas escolares o sitios dónde las personas bajan de los autos para ingresar como lo son hospitales, aeropuertos y demás lugares donde los reductores de velocidad sirven para proteger al peatón de los coches, no para resguardar al automovilista de si mismo. No recuerdo haber visto esto sobre bulevares. Sólo en Saltillo.

Me pregunto el porqué de esto. Y claro, el reduccionismo simplón nos dice que es una cuestión de cultura. Más o menos de acuerdo. Pero… siempre habrá un pero para que un conceptito se convierta en dilema. Me explico:

La cultura (o falta de), no es privativa del ciudadano. Y así como cada individuo ha de tener su propia filosofía de la vida y de las cosas, también los gobiernos se acogen a filosofías políticas, económicas, sociales y así una por cada titular del gabinete. Podríamos decir que la filosofía de una administración es su ideología…sus conceptos…su cultura.

Es muy conocido que los servidores públicos tienen un ojo en sus representados y otro en la futurología, de ahí que toda acción sea minuciosamente calculada para medir el número de likes y hates que arrojará, y la cultura de una administración se desnuda al actuar en consecuencia.

De ahí que, cuando surgen tragedias como las registradas en los distintos bulevares de Saltillo, las autoridades deban reaccionar ante la demanda ciudadana de minimizar la frecuencia y alcances de esos lamentables accidentes. Y aquí es dónde, por una disyuntiva política, se abre una ventana de oportunidad para que los saltillenses entremos en esa cultura de las ciudades donde se transita pian-pianito sin necesidad de ir brincoteando e incrementando la cartera de fabricantes llanteros y de amortiguadores.

Esta disyuntiva política, tan llevada y traída en los círculos del poder de cara a las elecciones del próximo año, indica que la actual administración municipal va de transición, es decir, que en su horizonte no aparece la reelección. Y no hay nada que beneficie más a un pueblo que un gobierno de transición por la posibilidad de implementar medidas poco populares, pero necesarias.

Ya lo vimos en el Centro Histórico: obras y parquímetros que trastocan de inicio la actividad económica, pero a la larga se espera que repercutan en más visitantes al código postal veinticinco mil. Son acciones impopulares, pero que al paso del tiempo forman cultura.

Aterrizando en el tema, considero que, dadas las condiciones políticas y sociales de Saltillo, es tiempo de abrir un debate serio, libre de filias y fobias, para aprovechar la recta final de una administración transitoria, en el sentido de instarlos a implementar y desechar lo que sea necesario para que nuestra ciudad sea más fácil y segura de transitar. Eliminar los bordos e implementar las foto-multas parece una buena forma de transitar hacia una mejor cultura al volante y menos accidentes que lamentar. 


cesarelizondov@gmail.com

BORDO TOWN: UNA ALTERNATIVA IMPOPULAR - Saltillo360






Redada en el campus (2 de 2)

 

Brownies, munchies, dealer y vapes son palabras que te pedí preguntaras a qué se referían en el léxico cotidiano del siglo veintiuno, es cultura general. Sigamos pues con la crónica de la redada en el campus.

Para ello, habremos de repasar a nuestros personajes, a saber: el muchacho emprendedor, el escuadrón de policía, maestros, alumnos y mirones de la universidad. Y hablando de universidades, debo omitir aquí, por no venir al caso, la frustración que sentí meses atrás cuando un alto (más por el físico que por su desempeño) funcionario de la UAdeC intentó explicarme cómo es que los aspirantes a cursar ahí una carrera, son unos genios que sacan cien limpio en sus pruebas de admisión, sin responder a la interrogante de cómo es que se blindan de transas en esos exámenes aplicados en línea, porque, a decir verdad, se me hace muy increíble que solo puedan ingresar auténticos sabios omniscientes, ni Harvard, caray. Así la máxima casa de estudios (con minúsculas, por favor). Por supuesto, debí utilizar algunas influencias escalones más arriba si de verdad quería lograr algo, ya que ese gris funcionario no pudo arreglar ni un nescafé. Pero ya me desvié del relato, amén de revivir el encabronamiento.   

Volviendo a la historia inspirada en hechos reales, tenemos a un estudiante arrestado por la policía. Sucede que semanas atrás, apretando tuercas sin poner tornillos, llegó a oídos de los altos mandos policiacos que dentro de cierta universidad, existía un alto índice de consumo de mariguana en las presentaciones que, dicen, no dejan el ambiente oliendo a concierto de Guns N´ Roses. Sin esperar respuestas para averiguar si el asunto era de competencia privada, de salubridad, de legalidad o académica, el operativo para cazar a un presunto dealer se activó.

Sin duda puedes visualizar un escenario: enormes camionetas para todo terreno irrumpiendo en el campus, con sirenas a todo volumen y luces estrambóticas por torretas, patrullas blindadas brincoteando entre los topes del estacionamiento, oficiales con uniforme, chalecos blindados, armas automáticas y rodilleras de guerra. Por otro lado, maestros suspendiendo clases, un director saliendo del sanitario sin lavarse las manos, la asistente del director llorando, el conserje divertido por una fisura en la cotidianidad, estudiantes compartiendo todo por redes sociales en vivo, alumnos deshaciéndose de sus vapes o pens con THC en jardineras, techos y retretes…y nuestro protagonista, paralizado a medio jardín con su caja de pastel bajo el brazo, con los brownies que le quedan.

Complicado. No me taches de loco hasta el final, porque sí me pareció injusta la forma en que a ese alumno le cortaron las alas de emprendimiento. Ya te lo había platicado: no llegaron al cuartel, comandancia o cómo se llame todos los brownies (con la receta de la dulce abuelita) que estaban en la caja.

Más tarde por la noche, el director de la escuela discutía con su homólogo de la corporación policiaca, no por levantar al chico, sino por invadir su universidad. Los reporteros estaban listos para una nota sensacionalista al haberse generado dentro de un plantel privado, abogados por doquier, jóvenes de todas partes, mirones al por mayor… y nuestro protagonista rindiendo declaración.

Casi a la media noche, un confundido agente salió de la sala de interrogatorio con la declaración más inocente que se pudo haber imaginado para el caso: resulta que nuestro protagonista emprendedor, observó durante meses una marcada necesidad de sus compañeros que utilizan los famosos vapes o plumas de mariguana. Se dio cuenta del insaciable apetito que en los consumidores se despierta, munchies es cómo le llaman a esa reacción o a lo necesario para aplacarla, y vio la oportunidad de sacar algo de dinero atendiendo esa demanda. Por desgracia para las autoridades, alguien pensó que sus brownies eran la droga, cuando simplemente los cocinaba para venderlos cuando los munchies se hicieran presentes en el metabolismo de otros estudiantes. La receta de la abuela no podría ser de otra forma…¿o sí?.