875 Metros

publicado el 28 de julio de 2024 en Saltillo 360, de Vanguardia


Desando el camino que en unos minutos recorreré a máxima velocidad, sin saber a ciencia cierta si iré huyendo o persiguiendo, notándome o invisible, como un león o un avestruz, yendo alegre o aterrado. Lo que sí tengo muy claro es que estoy aquí por voluntad propia, nadie me ha puesto en esta situación; una serie de eventos, algunos de ellos desafortunados, así como un voluble carácter, algo de historia familiar y la curiosidad por algunas cosas, me arrastraron durante años a rumiar varios anhelos. ¿Sabes lo que sucede cuando voy tras mis anhelos?: el miedo me paraliza al tenerlos a la mano, o no son lo que esperaba, o simplemente, no ocurren.

875 metros me separan de… de no sé qué. Pero por algo estoy aquí, en un lugar que no había estado, de nuevo como tantas veces, intentando metaforizar en sentidas experiencias el misterio de la vida. Y ya lo sabes, lectora, lector: le buscamos explicación a la vida al experimentar el absurdo, el sinsentido.
Un montón de sustancias creadas en el cerebro cuyas etimologías terminan en “ina” se reproducen a velocidad de conejos, siento aquella expectación de la línea de salida de cuando corría el 21k en nuestra ciudad, aquel hueco en el estómago antes del kickoff del fútbol americano, el miedo paralizante de invitar a una joven a bailar.
Contexto: apenas ayer estuve en el pueblo de Elizondo, de dónde se supone, salió algún bandido cuyo trasero o descendencia terminó en América, en Saltillo concretamente, según algunos genealogistas. Pero no me equivoco: sé muy muy bien que mi pasado está en las navidades con mis primos, en el pequeño hogar de mi infancia y en la casa de mi juventud, en el patio de mi escuela, en mis relaciones por trabajo así cómo en el brindis con amigos, en las relaciones fallidas, pero siempre agradecidas, en sobremesas y traslados con mis hijos. No es de dónde vienes, es con quién te has acompañado y hacia dónde te diriges. De Elizondo llegué a Pamplona, a los Sanfermines.
Un híbrido de fiesta religiosa y feria ganadera, aunado a la exposición mundial que Ernest Hemingway le dio a los Sanfermines con su libro llamado Fiesta, hacen de dos semanas de julio un acontecimiento cargado de esa libertad de antaño que hoy nos parece libertinaje: espacios libres para fumar y beber, comida y baile por todas partes, respeto a las minorías sin sometimiento ante ellas, ambiente taurino sin restricciones; todo lo anterior desde una libertad como la que en otras partes del orbe disfrutan la comunidad LGBTQ+, los animales domésticados, los pro-aborto y demás colectivos cilindrados desde sabrá dios qué intereses.
Investigo tantito del festejo religioso, y me doy cuenta que, igual a las figuras de yeso de mi parroquia, con rascarle solo un poco se desprende la pintura: carencia de rigor histórico para tener credibilidad más allá de la fe, pero eso no importa, toda religión se basa en eso.
Una insípida corrida de toros vangoghiana (solo una oreja) donde veinte mil personas alternan a capella entre “El Rey” de José Alfredo Jiménez que te pone la piel de gallina y “La chica Yeyé” inmortalizada por Martha Sánchez, que te pone los pies a bailar. Al otro día, el encierro: esa delirante carrera por las callecitas de Pamplona, entre ocho toros de casi 600 kilos, rodeado de miles de personas corriendo, cada quien por su loquera.
875 metros es la distancia del encierro, desde los corrales donde duerme el toro hasta la plaza de toros para la corrida de la tarde. La carrera del encierro dura menos que el coito de un adolescente primerizo. Vuelvo a tener esa increíble sensación del 21k y de la carrera de la vida: corres codo a codo entre una multitud de personas, pero sabes que vas solo. El encierro, el coito adolescente y la vida, una trilogía tan intensa como breve.
Mi reflexión final, un homenaje a mi abuelo, a mis amigos taurinos y a mi tierra: no siendo el santo patrono de Pamplona el mentado San Fermín, destaco que, para santos, San Fermín Espinosa “Armillita”. Olé !




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