Publicado el 10 de Agosto de 2014 en Revista 360, de Vanguardia
Esperaba el cambio de luz ante un semáforo
cuando lo vi. Desde la ventanilla del auto parado unos metros adelante de mi
avanzo resuelto hasta donde me encontraba; su complexión, facciones y tez eran
como las de cientos de personas que diariamente vemos en los cruceros, pero su
vestimenta denotaba algo diferente en este paisaje urbano símbolo de países en
desarrollo, por no decir tercermundistas.
Cuando escuche su voz y su petición supe
que se trataba de un extranjero: -Una ayuda para llegar al norte- me dijo con
inconfundible acento centroamericano. – Vengo desde Honduras y quiero llegar a
los Estados Unidos-.
En una adaptación del Aleph Borgiano
(Borgeano diría Jorge Luis) en tiempo y
no en espacio en que todo cabe entre el terminar de la frase de una persona y
la respuesta de su interlocutor, se agolparon en mi mente toda clase de
razonamientos e historias, recuerdos y prejuicios, consejos y sentimientos que
uno pueda experimentar en una situación cuasi normal como esa:
Primero me di cuenta de que me podría
convertir en otra víctima más de una leyenda urbana por traer las ventanillas
bajas y ser despojado hasta de herencias no recibidas. De un verdadero legado
de psicosis social pasé inmediatamente a mi lógica convencional y al instante
comprendí que además de una cajetilla de cigarros, poco podría perder porque no
cargaba un centavo.
Por supuesto que vino a mi mente algo que
en alguna parte leí: No existe el altruismo puro. Detrás de cada acto de
bondad, solidaridad, compasión o generosidad, se esconde la gigantesca
necesidad de cubrir propios vacíos de quien hace un acto bueno.
Igual repasé rápidamente otra coartada
perfecta para desentenderse de la caridad de aquellos que somos de corazón
correoso: No regales el pescado, mejor enséñalos a pescar. Y es que de verdad
que no hay mayor ayuda que dignificar la vida de los demás a través de
oportunidades de superación en lugar de la piadosa limosna… Pero también es
verdad que fuera de tu entorno careces de las cañas para pescar y por lo
general ni un manantial existe donde arrojar un anzuelo.
Recordé el dolor de mi madre muy cerca de
navidad cuando la embistieron a unos metros de llegar a la Casa del Migrante
con las viandas que mes con mes les prepara a estos nómadas contemporáneos.
Volteaba yo de un lado a otro entre policías, centroamericanos, religiosos,
voluntarios y mirones, y no sabía si lo que más le dolía era el abdomen o las
costillas, o el ver su vehículo totalmente destruido o… el hambre que pasarían
aquellos hermanos al haber quedado desperdigado entre fierros y calle todo el
alimento que ella llevaba.
En eso se encendió la luz verde y pude
ver en sus ojos un mucho de mí. Ante su interrogante mirada recordé haber
estado en el pasado en la posición de pedir algo que alguien más pudo haber
concedido por pura voluntad. Solo atiné a preguntarle si es que fumaba y me
contesto que sí. Entonces le regale mis cigarros, y fugazmente mientras
aceleraba pude ver en su rostro la más grande muestra de agradecimiento y
buenos deseos que pueda un hombre encontrar.
Entiendo que gran parte de nuestra sociedad
piensa que ayudar a la gente que está en las calles es fomentar el conformismo,
solapar la economía informal y darle oportunidades a la delincuencia. Si así
fuera, hice un doble daño porque además le regale a ese pobre hombre algo que
produce cáncer.
No sé, pero si a él le hice un doble mal, a
mí me hice un doble bien al deshacerme de unos cigarros y aplacar mis vacíos
por medio de la caridad. Nada importa lo que los demás piensan cuando lo
imagino por la noche encendiendo un cigarrillo sentado en lo alto de un tren,
observando la galaxia, la luna y las estrellas, y dando gracias a Dios por un
mundo lleno de esperanza.
cesarelizondov@gmail.com
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