Publicado el 27 de Julio de 2014
Ella
guardaba ante el mundo un secreto que el abuelo parecía ignorar: Las virtudes
artísticas de la nieta que todos creían heredadas del abuelo, ella sabía que
genéticamente no eran posibles. Pero él encontraba satisfacción en su vejez y
se mostraba orgulloso de los logros de la nieta, que en parte se los adjudicaba
a sí mismo. La abuela sabía que aquello no podía ser, pero, ¿Tenía derecho a
arruinar la felicidad del abuelo?
Bastante sufría el abuelo por vivir
distanciado de su hijo desde aquella estúpida pelea. Muchos años habían pasado
y primero la distancia geográfica había sido la causa y con el tiempo la fría
relación fue causante de la nula influencia del abuelo sobre la nieta. Pero él
se sentía feliz al pensar que en aquella joven que llevaba su apellido estaba
inscrito un ADN con facultades para el piano que él habría iniciado gracias a
su pasión por ese instrumento.
El abuelo presumía de los conciertos de su
nieta alrededor del mundo, y se convertía en pavorreal cuando amigos y
conocidos le decían que había legado cierto virtuosismo natural. Claro que la tardía
devoción y el amor del abuelo hacia la música, como enamorado no correspondido
de una Dulcinea, jamás fue retribuido con cualidades o habilidades más allá del
promedio; pero ciertamente había sido estudioso y había adquirido, si no pericia,
al menos técnica. Pero la abuela sabía que en aquella relación musical
abuelo-nieta algo no era como todos los demás pensaban.
Ese único hijo que tuvieron los abuelos nunca
se acercó a un piano. Paso una generación que solo vio como el gusto por tocar
aquel instrumento anidaba y crecía en el padre mientras la vida familiar pasaba
con más ruido que música. Durante su niñez y juventud, aguantaba pequeños
recitales con más respeto al jefe familiar que admiración al artístico padre en
las fiestas familiares o cuando algún despistado caía en el error de ofrecerle
el asiento para tocar fuera de casa. Por aquella estúpida pelea nunca regresó a
al hogar y después de estudiar anduvo por diferentes rincones del mundo dónde hizo
una vida lejos de sus padres y de aquellos forzados recitales. Se casó y tuvo
una hija que resulto tener un don para tocar el piano, ella creció, se hizo
mujer y pianista. Finalmente en la familia había un artista.
En ocasiones la abuela no soportaba la
petulante arrogancia de su marido cuando presumía los logros de la nieta
jactándose de haber sido la semilla que había trascendido generaciones en forma
de un ADN con facultades para el piano, y no pocas veces había querido
gritarles a todos esa verdad que ella conocía. Pero también sabía que no podría
hacerle eso al hombre de su vida, quizás no sería injusto, pero si humillante e
innecesario.
Y sucedió que un buen día vino la nieta a
visitarlos. Solo la habían visto en un puñado de ocasiones y aquel hombre viejo
disfruto como nada en el mundo alternar con aquella aún joven mujer. Durante el
brindis que tuvieron más tarde con sus allegados, el abuelo no perdió
oportunidad de continuar martillando a todos con sus ínfulas de artista
trascendido.
Y una vez más la abuela guardó silencio y
selló el secreto. Y prefirió que el abuelo siguiera diciendo que había
transmitido destrezas a su nieta a través de sus genes. Pero igual que siempre,
le asaltaba aquella duda: ¿El abuelo había olvidado o prefería fingir para
seguir manteniendo la quimérica ilusión? Porque tanto ella como él debían
recordar que el piano no había estado siempre en sus vidas y que había llegado
a la familia tiempo después de engendrar a su único hijo, el abuelo no había
conocido un piano hasta después de ser padre. Así que era imposible que hubiese
transmitido genéticamente una pizca de pianista.
cesarelizondov@gmail.com
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