Publicado el 12 de Octubre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia
Por
supuesto que no tenía miedo. Me sentía a salvo cabalgando aquel negro corcel
dando vueltas en el carrusel de la feria de Saltillo a espaldas del parque
Francisco I. Madero; mi padre decía que estaba ahí para cuidarme mientras
sujetaba mis hombros de manera que yo podía sentir recorrer mi cuerpo la
adrenalina del vértigo hasta su clímax en la boca del estómago, siempre con la
seguridad de unas manos que estaban listas para servir de malla protectora. Más
adelante en mi vida, previo a los partidos de fútbol americano otra sensación
se apoderaba de mi abdomen en las horas previas al encuentro al punto de hacer
que devolviera el desayuno que mi madre había preparado. Venía el coach Uresti
y me recordaba que una vez escuchando el silbatazo inicial, sucedería lo mismo
que cada fin de semana: El temor se transformaría en endorfinas y podría
disfrutar como siempre el deporte que tanto me apasionaba.
Son historias que con alguna que otra
variable compartimos la mayor parte de los mexicanos. Siempre encontrábamos en
los mayores aquella mirada que navegaba entre la sabiduría, la condescendencia,
el amor, y un auténtico respeto a la inocencia. Casi universal debe ser la
plática de cuando tuvimos roto el corazón y nos dijeron que ese dolor pasaría.
Especialmente mi generación escuchó que nuestro pueblo superaba una crisis
económica solo para entrar en otra de peores dimensiones. Luego la vida empezó
a llevar a cada adulto por senderos más particulares y los miedos serían por
deudas impagables, pérdidas de empleo, tropiezos profesionales y conyugales,
decesos de familiares y de aventureros amigos, crisis de la edad madura,
menopausias y altibajos emocionales.
Igualmente la figura paterna fue en
ocasiones reemplazada por el maestro de escuela, el pastor religioso, el tutor
asignado, el comprometido líder político o el siempre sabio abuelo; también
durante la juventud, la figura materna era apoyada por las madres de los
amigos, las cómplices tías, las instituciones responsables y hasta por la
prostituta que además de una historia que contar, tendría el don de saber
escuchar y el tiempo para poder hacerlo.
Siempre nos bastó voltear hacia arriba
para encontrar una fraternal mirada que comprendía fundados o falsos temores, y
que invariablemente nos decía: “No hay nada nuevo bajo el sol, esto me tocó
vivir cuando tenía tu edad y te puedo asegurar que eso que percibes como algo
insuperable, mañana será algo que recordarás como una anécdota de tu camino.”
Y entonces, ¿Porque hoy siento este
maldito miedo que nunca antes hube experimentado? ¿Por qué jamás tuve miedo de
lo que pasaba en mí y hoy tengo tanto temor por lo que les pasa a 43 jóvenes al
otro lado del país? ¿Por qué este paralizante miedo por tanta delincuencia
desbocada si no hay nada nuevo bajo el sol? Seguro estoy que nada tiene que ver
que mi padre y abuelos hayan muerto, que mis mentores hayan bajado del pedestal
o que los líderes de mi nación, del estado o el municipio pertenezcan a mi
generación. Tampoco tiene que ver con que mi madre haya dado un paso atrás para
respetar las decisiones que como adulto he tomado o a que hoy los mayores se
interesen genuinamente en mis apreciaciones. No, este desesperante temor viene
de ver que en las mesas de los mexicanos, a la pregunta del niño que busca
respuestas a lo que pasa en su país, ya no encuentra quien le diga que esto ya
lo habíamos vivido antes y que saldremos adelante…Y la mirada del padre busca
la explicación del abuelo, y la vista del abuelo esquiva el cuestionamiento
para perderse en una especie de lejano horizonte hacia el pasado, allá donde
los mayores siempre tuvieron algo sensato y cierto que responder a su
descendencia. Ese es mi miedo.
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