Publicado el 18 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
En el ánimo de ilustrar pero jamás en un afán
de insultar, ofender o menospreciar, trataré de describirte como era aquel muchachito que nos encontramos:
Era el típico gordito buena onda, ese que tiene la sonrisa fácil y que de
inmediato te cae bien, que se nota su convivencia cotidiana con adultos porque
tiene la respuesta rápida e ingeniosa, que tiene el albur más rápido que tú. El
gordito rebanoso, pues. Éramos un pequeño grupo de amigos dirigiéndonos a la
que debe ser la ciudad del mundo mundial con mayor densidad de hermanos cuates por
metro cuadrado: Cuatrociénegas, Coahuila.
Yo, era un joven con la pretenciosa y petulante
suficiencia de haber tenido acceso a la educación superior en un país donde una
muy pequeña minoría podía (puede) hacer eso. Sin compromisos, disfrutaba de esa
época de la vida en la que empiezas a ganar pesos pero todavía no ganas peso,
de cuando el mundo te parece muy pequeño para engullirlo de un bocado pero
suficientemente grande como para equivocarte una y otra vez sin consecuencias,
de cuando las espinillas y el acné han cedido a la barba y el bigote, de cuando
una credencial del IFE la concibes como el documento que abre puertas a mágicos
sitios más que como algo para ejercer tus derechos y responsabilidades, de
cuando eres puente natural entre astucia e inocencia, entre la experiencia del
abuelo y la candidez del niño.
Lo
que me habían inculcado en casa decía que había de cuidar los centavos; en la
formación académica universitaria habían intentado dotarme de un instinto
asesino que dictaba ser ferozmente agresivo a fin de conseguir el mejor trato
para mis causas; pero en la temprana educación escolar me habían enseñado a
actuar siempre apegado a principios más humanos que materiales. Es muy conocido
como en las más triviales cosas sacamos a relucir todos nuestros introyectos,
constelaciones, complejos, prejuicios y frustraciones.
El fin de semana prometía mucho: La poza
de Becerra, la poza azul y las playitas aún no eran zonas protegidas como
ahora, asistiríamos a las dunas de día y a la feria de la uva por la noche,
habría tiempo para jugar billar en el Ocho Negro, por nada nos perderíamos de
ir a un baile “canchero” en los patios de un templo o alguna escuela, descasaríamos
en El Nogalito y cruzaríamos la calle de la casa donde nos hospedaríamos para
tomar una cerveza jugando dominó en el Casino. Y, si las cosas se daban como soñábamos,
quizás, en algún momento del viaje incluso llegaríamos hasta el paraje que
conocíamos como los Pinabetes con alguna bella señorita que por allá
conociéramos.
Y sucedió que en algún lugar de Coahuila
de cuyo nombre no puedo acordarme, pero situado entre Monclova y Sacramento, mi
vida se cruzó con la del gordito. Ya sabes cómo es la red carretera nacional:
Llegando a una pequeña ciudad, pueblo, ejido o ranchería, te recibe un tope o
bordo de concreto para que entiendas así los letreros de límites de velocidad. Y
allí estaba él con su gran sonrisa. Pidió que bajáramos las ventanillas y de
inmediato adivinamos sus intenciones: Traía bajo el brazo una canastilla
repleta de dulces de leche.
Una de tantas debilidades en mí se hizo
presente al ver aquellos conos rellenos de cajeta. E inició el regateo.
Avanzamos a vuelta de rueda los ciento cincuenta y tantos metros que mediaban
entre el bordo de entrada al ejido y el de salida. El lento avanzar de la vieja
caribe roja era un trote presuroso para el muchachillo que, jadeando, iba a la
par mientras los argumentos entre vendedor y comprador iban y venían. Por
ascendencia familiar, algunos de los que íbamos allí teníamos la noción de cual
era un precio justo para la bolsa de conos. Entre risas y bromas, y con un
clarísimo deadline o límite que era
el bordo final para cerrar el trato, llegamos a un acuerdo en el que yo no
sería sorprendido como extranjero en mercado de playa, y donde tampoco él
saldría con un espejo a cambio de esos dulces que si no vendía, probablemente
se los comería. Pagué diez de aquellos todavía flamantes nuevos pesos por una
bolsa con cinco conos.
Satisfechos con la compra, continuamos nuestro
camino en medio de mis sesudas reflexiones en voz alta sobre cómo había
aplicado mis importantísimos estudios y empíricas lecturas empresariales en aquella
insignificante ocasión. “Esto de pelear un descuento es una cuestión de
principios, nunca de dinero” decía, “Debes siempre estar atento a pagar un
precio justo, el dinero no se da en los árboles”, “es obvio que ante un
inminente deadline, el vendedor tendría
que bajar su precio al máximo”, ”la mercancía más valiosa en una transacción no
es el producto que te ofrecen, es tu dinero que ellos quieren”, “la
superioridad numérica siempre te da una gran ventaja psicológica para
negociar”. Bueno, desmenuce toda la teoría durante los siguientes veinte
minutos. Hasta que a Juan Manuel le dio hambre.
-¿Me pasas un cono por favor?- le dijo a Osvaldo.
–Los tiene el Camarón- respondió aquel. –Armando fue quien los tomó-dijo Luis.
-¿Qué no los tienes tú?, tu pagaste¡¡- me
dijo Armando mientras cuatro pares de ojos me taladraban.
Y fue entonces que la realidad del mundo
de la experiencia abolló para siempre la corona de universitario frustrado: El
gordito no solo se había quedado con mi dinero, también se guardó los conos. Todavía
lo imagino carcajeándose mientras se come mis conos bajo la placentera sombra
de un gran encino.
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