Fue en una
noche fría y oscura. Me encontraba arrodillado, agachado, inmóvil; desesperado
por encontrar un silencio absoluto que se antojaba imposible. Pensé que los
latidos de mi corazón serían los delatores, me parecieron como grandes
campanadas en medio de la silenciosa noche, o cómo el fuerte y ruidoso sonar de
los tambores de guerra en el campo de batalla. Sabía que si levantaba la cabeza
o hacía cualquier movimiento sería descubierto con las consecuencias que eso
acarrearía. Agazapado, temeroso y con el sentido de la vista anulado por la
oscuridad y el propio escondite, solo lo escuchado me dio una idea de que hacer
a continuación.
Luego de
unos minutos de relativo silencio, y después del alivio al oír alejarse y
desaparecer el sonido de las pisadas de quienes me buscaban, tuve el arrojo de
levantar un poco la cabeza y enderezar el cuerpo. Por arriba de mi escondite
miré y luego que mis ojos se habituaron a la oscuridad comprobé que no había
nadie cerca. Supe que era mi oportunidad y no perdí más tiempo en ponerme a
salvo. Salí corriendo a toda velocidad, tanta que resbalé y caí de bruces
porque mis zapatos no alcanzaron a tener tracción sobre la tierra; me levanté como
pude y continúe mi correr hacia la salvación. Pero, como habría de suceder para
ser digno de ser contado, me descubrieron y aquello se convirtió en una
frenética carrera. Te podría describir de forma hollywoodesca, en cámara lenta
y con lujo de detalles como fue que llegué primero a mi destino para ponerme a
salvo antes de que ellos me atraparan, pero ese no es el tema.
Así fue que
llegué a toda velocidad hasta lo que era la base, y grité a todo pulmón para que
los demás miembros de mi equipo escuchasen: ¡Un-dos-tres-por mí y por todos mis
amigos!
Ya sabes: era
la señal de que todos podían salir de sus escondites, estaban a salvo. Democrático
juego de niños al alcance de todos los mexicanos que quizás en la juventud tuvo
sus variaciones un poco más subidas de tono, de acuerdo a la edad.
Así pasé
las vacaciones de Semana Santa durante la infancia y lo mismo era jugar en el
rancho de los Gonzalitos entre media centena de primos y agregados o hacerlo en
la céntrica privada aledaña a la Alameda, en el Club de Leones o en la escuela,
en las fiestas de cumpleaños o en las posadas, después de los partidos de
fútbol o mientras los mayores atendían misa.
Y aunque
prefería andar tras el balón, jugué bastante a las escondidas con mis hermanos,
primos, amigos del barrio, compañeros de escuela, hijos de los colegas de mis
padres y aun con perfectos desconocidos. Pero a la hora de tocar la base, el
grito nos unía a todos en una sola definición que muchos han dicho, es lo que
escogemos en la vida más que lo que nos ha sido propuesto:
amigos. Una y otra vez se formaban nuevos equipos y terminabas por salvar o ser
salvado por nuevos o renovados amigos; metáfora de la edad adulta.
Pero recientemente
me topé con una especie de déja vu. Igual a cuando me escondía en mi niñez, de
rodillas y en silencio, en la oscuridad de una noche sin luna, me encontré sin
saber que decir, ni como actuar. La ignorancia, que siempre aparece ataviada de
torpeza, no me dictaba la forma de orar, de pedir, de confesar. Prestarle demasiada
atención a quienes su basto raciocinio, intelecto y soberbia no les alcanza
para admitir lo incomprensible, era un fantasma durante mi madurez. Pasaron
muchos minutos y más que rezar parecería que simplemente descansaba, lo que también
era verdad.
Luego y sin
saber porqué, repentinamente algo hizo que me levantara. Aun compartiendo el
concepto que tienen algunas religiones distintas a la que profeso en cuanto a
la adoración de imágenes, figuras u objetos como una práctica sin sentido, me
fui acercando al altar.
Subí los
pequeños escalones para luego rodear el altar y llegar hasta la pared posterior
del templo. Y llegué ante Jesús crucificado. Acerqué mi mano hacia aquella
figura de yeso, toqué los pies de Cristo clavados sobre la cruz, y al hacerlo,
sin lugar a dudas brotó de mí la más sincera y pura oración que hice en toda mi
vida. En voz muy baja, casi imperceptible, sólo atiné a decirle esto al patrón:
uno-dos-tres-por mí y por todos mis amigos, para que seamos salvados. Amén.
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