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       Publicado el 29 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

   Por César Elizondo Valdez

Fue en una noche fría y oscura. Me encontraba arrodillado, agachado, inmóvil; desesperado por encontrar un silencio absoluto que se antojaba imposible. Pensé que los latidos de mi corazón serían los delatores, me parecieron como grandes campanadas en medio de la silenciosa noche, o cómo el fuerte y ruidoso sonar de los tambores de guerra en el campo de batalla. Sabía que si levantaba la cabeza o hacía cualquier movimiento sería descubierto con las consecuencias que eso acarrearía. Agazapado, temeroso y con el sentido de la vista anulado por la oscuridad y el propio escondite, solo lo escuchado me dio una idea de que hacer a continuación.

Luego de unos minutos de relativo silencio, y después del alivio al oír alejarse y desaparecer el sonido de las pisadas de quienes me buscaban, tuve el arrojo de levantar un poco la cabeza y enderezar el cuerpo. Por arriba de mi escondite miré y luego que mis ojos se habituaron a la oscuridad comprobé que no había nadie cerca. Supe que era mi oportunidad y no perdí más tiempo en ponerme a salvo. Salí corriendo a toda velocidad, tanta que resbalé y caí de bruces porque mis zapatos no alcanzaron a tener tracción sobre la tierra; me levanté como pude y continúe mi correr hacia la salvación. Pero, como habría de suceder para ser digno de ser contado, me descubrieron y aquello se convirtió en una frenética carrera. Te podría describir de forma hollywoodesca, en cámara lenta y con lujo de detalles como fue que llegué primero a mi destino para ponerme a salvo antes de que ellos me atraparan, pero ese no es el tema.

Así fue que llegué a toda velocidad hasta lo que era la base, y grité a todo pulmón para que los demás miembros de mi equipo escuchasen: ¡Un-dos-tres-por mí y por todos mis amigos!

Ya sabes: era la señal de que todos podían salir de sus escondites, estaban a salvo. Democrático juego de niños al alcance de todos los mexicanos que quizás en la juventud tuvo sus variaciones un poco más subidas de tono, de acuerdo a la edad.

Así pasé las vacaciones de Semana Santa durante la infancia y lo mismo era jugar en el rancho de los Gonzalitos entre media centena de primos y agregados o hacerlo en la céntrica privada aledaña a la Alameda, en el Club de Leones o en la escuela, en las fiestas de cumpleaños o en las posadas, después de los partidos de fútbol o mientras los mayores atendían misa.

Y aunque prefería andar tras el balón, jugué bastante a las escondidas con mis hermanos, primos, amigos del barrio, compañeros de escuela, hijos de los colegas de mis padres y aun con perfectos desconocidos. Pero a la hora de tocar la base, el grito nos unía a todos en una sola definición que muchos han dicho, es lo que escogemos en la vida más que lo que nos ha sido propuesto: amigos. Una y otra vez se formaban nuevos equipos y terminabas por salvar o ser salvado por nuevos o renovados amigos; metáfora de la edad adulta.

Pero recientemente me topé con una especie de déja vu. Igual a cuando me escondía en mi niñez, de rodillas y en silencio, en la oscuridad de una noche sin luna, me encontré sin saber que decir, ni como actuar. La ignorancia, que siempre aparece ataviada de torpeza, no me dictaba la forma de orar, de pedir, de confesar. Prestarle demasiada atención a quienes su basto raciocinio, intelecto y soberbia no les alcanza para admitir lo incomprensible, era un fantasma durante mi madurez. Pasaron muchos minutos y más que rezar parecería que simplemente descansaba, lo que también era verdad.

Luego y sin saber porqué, repentinamente algo hizo que me levantara. Aun compartiendo el concepto que tienen algunas religiones distintas a la que profeso en cuanto a la adoración de imágenes, figuras u objetos como una práctica sin sentido, me fui acercando al altar.

Subí los pequeños escalones para luego rodear el altar y llegar hasta la pared posterior del templo. Y llegué ante Jesús crucificado. Acerqué mi mano hacia aquella figura de yeso, toqué los pies de Cristo clavados sobre la cruz, y al hacerlo, sin lugar a dudas brotó de mí la más sincera y pura oración que hice en toda mi vida. En voz muy baja, casi imperceptible, sólo atiné a decirle esto al patrón: uno-dos-tres-por mí y por todos mis amigos, para que seamos salvados. Amén.




cesarelizondov@gmail.com

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