Publicado en Domingo 360 La Revista, de Vanguardia, el 19 de Abril de 2015
Cada persona que pasaba junto al féretro no podía creer lo que sus ojos veían: Aquel respetado hombre había sido enfundado en la camiseta de su equipo favorito de fútbol para las honras fúnebr
Si un perfil era asociado con aquel cadáver era el del hombre de oficina, con traje oscuro, serio y comprometido con los demás. No era el anónimo hincha que los domingos se transformaba a quien la gente había conocido, le restaba estatura a su memoria aquella prenda tapizada de anunciantes y colores chillantes, atuendo que incluso algunos conocedores pudieron identificar como de una calidad inferior a la que las marcas oficiales ofrecían, era lo que se conoce como un producto alternativo o similar, aunque sin llegar a ser pirata.
Pero eso pasaba a segundo término cuando veían a los deudos. Sus hermanos, la viuda y sus hijos varones no podían ocultar el dolor; era evidente que el tipo dentro del ataúd había dejado en ellos ese hueco que jamás puede ser reparado. Sólo la menor de sus hijas tenía en su cara algo parecido a una sonrisa. No, no era una sonrisa, pero era un reflejo del rostro que claramente denotaba orgullo, satisfacción, o la tranquilidad de saber que se hizo algo correctamente.
Pobrecita,- susurraban algunos- no entiende que su padre ya no estará para ella y que jamás podrá hablar con él. Y él, ¿En que estaría pensando al pedir semejante capricho para su adiós?- se preguntaban otros-, seguro que ni pensó en la última imagen que sus hijos tendrán de él. ¿Vale la pena entregarse así a un equipo o afición? ¿Habría en el sepelio algún directivo, entrenador o jugador de aquel equipo?. Todos sabían que la misma respuesta aplicaba para ambas preguntas: No.
Tampoco correspondió la homilía que más tarde ofreció el párroco en misa. Nada de lo que el sacerdote decía parecía acomodarse a la vista de un simple mortal dominado por sus pasiones cuya última voluntad fue ser enterrado con aquella suerte de disfraz. Las miradas iban del difunto a la familia, de la folklórica camisa de fútbol a la negrura de los ropajes en los demás. A las palabras de agradecimiento de un miembro de la familia, siguieron las lágrimas de aquellos pocos que las habían podido guardar pero que algo les decía era la última oportunidad de soltarlas a tiempo. Casi todos lloraban, a excepción de la menor de las hijas; seguía en esa especie de trance que le daba un aura de paz.
Ya en el panteón, los sepultureros invitaron a la concurrencia a dar una última mirada antes de cerrar para siempre aquel ataúd de aquella página de aquella vida. Aún en ese momento, para casi todos seguía pareciendo absurda la petición final de un hombre serio. Pero ahí estaba esa joven, la menor de sus hijas, pensando en aquella Navidad de años atrás cuando aún era una niña e insistió a su madre que la llevase de compras. Recordó entonces como estiró lo más que pudo sus ahorros para completar el obsequio perfecto para su papa: Un yérsey de su equipo favorito. Recordó también la feliz mirada de su padre al desgarrar la envoltura de aquel regalo y las palabras que ese hombre había dicho en aquella ocasión: No tengo certezas ni los porqués de la vida, pero para el día de mi muerte si tengo una certeza y un porqué. Sé que ropa voy a utilizar para mi funeral, y lo haré porque simboliza el mejor regalo que cualquier persona pueda recibir.
Y cuando cayó la primer palada de tierra sobre el ataúd, otro involuntario reflejo hizo que apareciera una sonrisa en el rostro de aquella muchacha. Jamás imaginó que el regalo para su padre le fuera devuelto de aquella forma que se sentía tan reconfortante dentro de sí. Y mientras ella recordaba felizmente cómo había sido su relación con su padre, los demás continuaban preguntándose los porqués de un burdo ropaje.
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