Publicado el 22 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia.
Paralela a la famosísima Ocean Drive en
Miami Beach se encuentra Collins Avenue, vía que alberga a las tiendas con las
marcas más prestigiadas de ropa, calzado y accesorios. Fue ahí donde reconocí
por primera vez a aquel pobre y manipulado tipo de hombre. Lo descubrí mientras
él pensaba que nadie lo observaba mirándose al espejo y reflejándose a través
de los cristales de los aparadores. Vi cómo se colgaba una y otra prenda
buscando entre todas ellas un satisfactor o aprobación que por alguna extraña
razón le faltaría a su existencia. Se veía a todas luces como un turista:
Lentes oscuros, bermudas debajo de las rodillas, una guayabera pasada de moda y
una vieja cámara fotográfica colgando del cuello. Se notaba entusiasmado,
observaba boquiabierto todo lo que aquellas firmas de diseñadores tenían para
ofrecerle; a pesar de aparentar cierta madurez en su físico, la mirada de sus
ojos verdes al quitarse las gafas era igual a la de un niño ante el árbol
navideño repleto de regalos.
Durante esos años tuve la oportunidad de
visitar diversas ciudades del extranjero y de nuestro país. Las agendas de
trabajo siempre dejaron espacio para conocer las zonas comerciales, los viajes
de placer todavía más se prestan para lo mismo y durante las vacaciones
familiares es prácticamente obligado repetir el ritual. Sin importar el lugar a
dónde pude ir, indistintamente volvía a ver a aquel tipo de hombre transformado
en un ser al que tradicionalmente asociamos a la mujer: El consumista.
Lo mismo lo vi en la 5ta Avenida de Nueva
York que en Plaza Andares de Guadalajara; en la costa oeste norteamericana en
Rodeo Drive de Beverly Hills y Market Street de San Francisco o en el centro de
nuestro país en Polanco por avenida Masarik y en Santa Fe. A orillas del lago
Michigan en la Magnificient Mile de Chicago o en el Caribe mexicano por la
avenida Kukulkan de Cancún; en los escaparates de los hoteles en Las Vegas así
como por la calzada del Valle de San Pedro en el estado de Nuevo León. Con
mínimas diferencias, aquel tipo de hombre era el mismo en el Mall de Gallería
de Dallas que a quien también frecuentemente me he topado en Galerías Saltillo,
Plaza Sendero y La Nogalera. Y más aún, los dependientes de las tiendas
parecían el mismo en cada local del mundo, la mercancía en todas partes era
igual y los pendones con las fotografías de los modelos que adornan las paredes
eran simples copias repartidas en cada sucursal dispersa a lo largo y ancho del
planeta.
Y cada vez que veía a aquel pobre tipo,
no dejaba de importunarme un sentimiento de culpa por conocer desde las mismas
entrañas la forma en que se manipulan los mercados para el consumo comercial.
Mis años en la universidad estudiando mercadotecnia y más de dos décadas
dedicándome al comercio habían formado en mí una idea muy clara de cómo es que
las grandes corporaciones manejan la psicología humana para llevar al
consumidor a dónde ellos quieren en vez de ir ellos a dónde el consumidor
disponga. Diversa bibliografía sobre casos empresariales (la más recomendable
sobre el tema: Deluxe, de Dana Thomas y editorial Tendencias) no había más que
acentuado mi convicción de la triste forma en que al consumidor se hace sentir
especial cuando adquiere una prenda que se produce por cientos de miles para un
tanto igual de personas que, atrapados dentro de una paradoja, buscan ser
originales al sentirse dueños de un artículo que perciben como especial, único
y particular.
Y así llegue durante mi última salida al
hotel dónde me hospedaba. Preocupado, desanimado y decepcionado de la forma en
que el consumo de aquel pobre tipo de hombre que tantas veces había visto era
dirigido a su antojo por individuos que sí conocían del lujo de la
exclusividad, por personajes que jamás usarían los artículos que sus tiendas
ofrecían, por empresarios que vivían en una escala económica muy superior a lo
que el consumidor promedio apenas pueda imaginar.
E Ingresé al cuarto de baño. Harto de
atestiguar tanto consumismo abrí el grifo del agua y la dejé correr hasta que
salió bien fría, entonces fue que me lave la cara. Y cuando levante la vista…
ahí estaba otra vez: Reflejado en el espejo del lavabo reconocí a aquel pobre y
manipulado tipo de ojos verdes que tantas y tantas veces había visto reflejarse
en los espejos de las tiendas y en los cristales de los aparadores.
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