Publicado el 02 de Agosto de 2015 en Revista Círculo 360 Domingo, de Vanguardia
Sin la mínima idea de a que se debía todo aquello, por
la mitad de las llamadas vacaciones largas estaba impaciente por que me llevaran
hasta aquella suerte de feria: juegos mecánicos y de destreza, fritangas y
dulces, rifas y lotería, tiro al blanco y todo lo que igual encontrábamos meses
antes en la Feria del Pequeño Comercio de Saltillo y que había desaparecido de
la Feria Estatal truncada por aquella trágica muerte de un volador de Papantla.
Ahhh, y por ahí andaba también la gente en el atrio de Catedral entrando y
saliendo de la aledaña Capilla del Santo Cristo.
Época en la que el término o figura del uso
de suelo no existía o no era aplicado permitiendo toda clase de excesos y
desproporciones urbanas; pero si bien el uso de suelo alrededor de los templos
era laxo y ambiguo, los usos y costumbres alrededor de la Iglesia eran igual de
marcados a los de hoy.
Desde la ultra-ortodoxa formación religiosa
de una escuela católica, vacunado por dogmas que se entendían por rígidos cánones
más que por rumiadas razones, el Chicharito Moldingo (o sea yo) no veía
relación entre la pagana fiesta popular y la ciega veneración religiosa de
principios de agosto en el centro de su ciudad, manifestación de fe tropicalizada
regionalmente, solo comparada en forma proporcional con la celebración que en
todo el país tenemos del doce de diciembre. De hacer una conexión lógica entre la
frívola festividad de la calle con la sacra efemérides religiosa dentro de la
capilla y entendiendo que una era producto de la otra, cualquier niño o fundamentalista
se convertiría en el encabronado Jesús que arrasó como chivo en cristalería con
los puestos de los mercaderes expulsándolos del templo.
Pero jamás sería mi estilo. Así que me
la pasaba en los juegos hasta el anochecer y luego caminábamos por la calle de
Victoria de regreso hasta la casa, pasando antes frente a la iglesia de San
Esteban y el pulcro edificio del templo “El Mesías” de la Iglesia Metodista.
Años después y mientras estudiaba mercadotecnia, pensaría que desde un punto de
vista comercial, a los metodistas les faltaba mucho para ganarle el mercado a
los católicos; y dentro del catolicismo saltillero, el director de San Esteban
habría de aprenderle mucho a aquel que de facto fungía como gerente de la
catedral, experto también por cierto en relaciones públicas estando siempre muy
cercano al poder del César negociando lo que le correspondía a cambio de llevar
la fiesta en paz. Pero claro, en las cuestiones de Dios que manejan los hombres
no tienen cabida ni lo comercial, ni las relaciones públicas. Deja de reír,
lector.
Y
en el pasar del tiempo que ha sido un pequeño paso para un hombre pero un gran
saltillo para nuestra ciudad, alrededor de cuatro décadas han pasado desde que
en mi niñez esperaba ansioso la mitad del verano para ir a los juegos por la
calle de Hidalgo sin otra expectativa que la diversión. La suerte de nacer
privilegiado en oportunidades económicas me ha llevado a conocer otro tipo de
ferias y parques de diversiones a lo largo
de mi juventud y edad adulta. Hoy ya no espero anhelante la mitad del verano
como lo hacía cuando niño.
Hoy hago lo posible por ir a caminar por
los callejones y calles que rodean la catedral durante algún día del novenario
dedicado al Santo Cristo de la capilla. E imposible es no agradecer que en ese
lugar me uniera en matrimonio con La Mujer, pero ese tipo de agradecimiento se
finca en una especie de estrato físico o material. Porque no me queda duda que aquello
haciendo las veces de pegamento para que nuestro espíritu no se despedace ante
los golpes y reveses de la vida, no es un templo lleno de imágenes y bancas, o
la figura de indescifrable materia que los fieles tocan y besan y ni siquiera
los ritos que en toda religión existen. No, pienso que todas esas cosas y rituales
son solo vehículos para acercarnos a aquello que es incomprensible pero que
todo ser humano busca en algún momento dado de su existencia terrenal, y los
más suspicaces lo buscan en el momento de la inminente muerte o en ese
recóndito rincón de su cerebro dónde solo ellos pueden entrar.
Poco sé y nada he estudiado de los
supuestos milagros de personajes (¿Cómo más podría llamarlo?) como nuestro
Santo Cristo de la Capilla. Pero durante cada novenario en que recorro las
calles del centro de Saltillo para llegar hasta ahí, no hago más que constatar cuantos
tantos de individuos seguimos aferrados a la promesa de un futuro redentor, y
esto hace que logremos de esta misma vida y de este mismo planeta un mejor lugar
en dónde estar, a pesar de todo lo negativo que sucede en el mundo y nuestras
ciudades. Para mí, ese es el milagro de las religiones.
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