Publicado el 17 de
diciembre de 2017 en Círculo 360, de Vanguardia
Por César Elizondo Valdez
Además
de nieve, algo flota en el ambiente que él no sabe descifrarlo. Se maravilla en
un principio por la vista desde la ventana de su casa durante una mañana
envuelta en blanca y suave nieve, cayendo al ritmo de un buen poema. Pero de
inmediato se dice que ya no nieva igual a cuando él era un niño.
Desde la
comodidad de un techo, abrigo y calefacción, le es sencilla la decisión de
salir a trabajar mientras la familia sigue dormida. Tras un estéril tinazo de
agua que no le hace ni cosquillas al hielo pegado en el parabrisas de su auto,
entra por las llaves del vehículo de su esposa, quien tuvo la precaución de
dejarlo bajo techo y por eso se encuentra libre de escarcha.
Un
agradable sentimiento le asalta cuando nota sin huellas de neumáticos al camino
sobre el cual avanza, no se atreve a comparar la imagen con referencias a
virginidad, pero lo piensa. El cotidiano recorrido habrá de llevarlo a los
cuatro puntos cardinales de Saltillo, además de surcir caminos por zonas
comprendidas entre esos puntos.
Los puentes cerrados por la autoridad con el
fin de evitar accidentes le obligan a ir por las laterales. Escucha en un programa
de radio las opiniones de la gente: unos dicen que ahora se nota la necesidad
de los puentes y habremos de canonizar a quien los hizo, otros dicen que, a ese
costo, bien se pudo techar y climatizar la ciudad entera; unos se quejan de las
leyes de oferta y demanda cuando la tarifa dinámica de Uber entra en servicio,
otros acusan a la mayor parte de los concesionarios de tarifa regulada, a
quienes al parecer, les dio mucho frio salir a trabajar.
El tránsito
por las orillas de los puentes apenas se mueve. En la desesperación de llegar a
nada, a dónde tampoco habrá movimiento por la desquiciada capital coahuilense,
se adentra entonces por donde corre la sangre de los pueblos, por las venas de
su ciudad, por las arterias de vida, por las calles aledañas, por dentro de las
colonias.
Y ante él se
devela un oxímoron: el cálido rostro de una nevada. Conforme recorre las
calles, comienza a tener conciencia de un mundo invisible para quienes
transitan por los puentes. Decenas, cientos, miles de niños que no fueron a la
escuela para protegerlos del frio, corren, se recuestan, maromean y juegan
felices en la nieve. Igual, cientos de familias salen de sus hogares para
construir al fugaz mono de nieve, quien, al tiempo de morir en materia por un
deshielo, renacerá en leyenda por la calidez de un recuerdo.
Cautivado
por el festivo ambiente de la ciudad lejos de las caóticas vías rápidas,
intenta contactar a los suyos para compartir el momento que desde su niñez no
se ha repetido en esa escala. Y se da cuenta: nieva igual que en su niñez, es
solo que ya es un adulto. Se preocupa cuando pasan los minutos y nadie contesta
a sus llamados por teléfono y redes sociales; han pasado más de dos horas desde
que salió de casa y ya deberían estar despiertos.
Regresa a
casa y, para su sorpresa, todos están afuera, haciendo lo mismo que vio en las avenidas
llenas de vida por toda la ciudad. Se integra al juego, al desenfado; se deja
llevar, se permite ser niño, accede a que el perro le bese e incluso, se recuesta
para observar como caen, como flotando, los blancos plumajes de una ordinaria lluvia
que, gracias a las inclemencias del tiempo, hubo de transformarse en la belleza
de nieve.
No es algo que flote en el ambiente lo que
le maravilla de la nevada, es más bien algo que falta en esa atmosfera, algo
que nadie echa de menos mientras disfruta de la nieve: están faltando los
iphones y los mensajes, los gadgets y las redes sociales, las poses y los
vacíos. Y le da otra vuelta al pensamiento para darse cuenta de que no, no es
la nieve lo que hace tan feliz a la gente en ese día. Debe ser otra cosa. cesarelizondov@gmail.com
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