Publicado el 26
de noviembre de 2017
Por César Elizondo Valdez
Escucha cómo el cuerpo rueda en la caja de la destartalada camioneta,
entrecierra los ojos y se encoge de hombros cuando calcula que va a chocar
contra la orilla: ¡pum¡ El golpe seco del cuerpo sin vida asemeja a la nota de
un bombo de pedal, el tambor más grande de la batería.
A sus trece
años y muy corta estatura, utiliza un par de almohadones sobre el asiento del
vehículo para alcanzar a ver a través del parabrisas. Le parece injusto y muy,
muy pesado hacer solo el trabajo de darle “cristiana sepultura”. Observa por el
retrovisor la caja de la camioneta como para cerciorase que el cuerpo sigue
ahí; ahí está, tal como le ayudaron a envolverlo en bolsas plásticas de basura
y luego con sacos de ixtle.
Toma la
siguiente curva más abierta y a menor velocidad. El bulto ya no se mueve y esto
lo hace sentir mejor, menos culpable. A pesar de ser apenas un adolescente sin
mucho bagaje en vida, por su mente se suceden argumentos aprendidos en un
parvulario católico, con datos duros de la ciencia que escuchó alguna vez en la
escuela, y con lo que él aún no sabe, pero que es filosofía propia al tener una
conjetura de las cuestiones de la vida, y de la muerte. Las tres formas de
pensamiento le dicen sin lugar a dudas que ahí atrás solo viaja materia, y él prefiere
creer que algo entendido como alma debe estar en otro lugar, en otra dimensión,
desde que llegó la muerte.
Abandona el
pavimento y sigue un camino de terracería que avanza hacia el norte al pie del
cerro. El clandestinaje de lo que esta a punto de hacer le dice que no son
horas de andar sepultando cadáveres, pero ni de loco esperaría a la noche para
realizar esa tarea.
Escoge un
solitario paraje y se estaciona. Saca de la camioneta pala y talache, y se
dirige hasta la parte más baja de la ladera. Luego toma el talache, lo levanta
con ambos brazos por encima de su cabeza y descarga toda su fuerza sobre un
punto al azar sobre el suelo. Los primeros picotazos se hunden sin dificultad
en la tierra árida, pero luego de unos intentos empieza a sentir como la
herramienta retumba en sus manos a cada golpe: ha llegado a donde hay piedra.
A cado
intercambio entre talache y pala, el trabajo se hace más pesado y lento. La
sensación de soledad es cada vez más emotiva y menos física. La piedra que él
conoce como almendrilla va cediendo poco a poco, pero el pozo no puede ser
superficial. Una lágrima escapa de sus ojos.
Han pasado más
de cincuenta minutos de estar picando y palando piedras y tierra. El sudor le
viene a los ojos y pica. Sigue incansable su trabajo, es lo que se espera de un
mozo sano y fuerte como él. Ya no sabe si atribuir las esporádicas lágrimas a
la impotencia o al maldito sudor.
Cuando considera que el pozo tiene el tamaño
adecuado, va por el cuerpo. Se da cuenta que ha dejado muy lejos el vehículo de
la tumba y que es imposible acercarlo más. Por un momento piensa en hacer otro
pozo junto a la camioneta, pero en el acto deshecha esa posibilidad. Abre la
caja de la vieja pick up y estira el
cuerpo hasta la orilla. De inmediato entiende que no lo podrá cargar. Vuelven a
aparecer lágrimas. Empuja el cuerpo para que caiga al suelo y el golpe sordo le
estremece, aunque sigue pensando que es solo materia.
Con muchos
trabajos lo arrastra hasta el pozo. Con pocas fuerzas, sin considerar ningún
sentimiento y si perder tiempo, siente alivió al arrojarlo. Al fondo, puede ver
que la cabeza ha quedado mal recostada contra una pared; su primer impulso es
bajar a acomodarla, pero ya no tiene ánimo para nada y así lo deja. Mecánica y
torpemente se persigna, reza un atropellado Padre Nuestro al tiempo que se
cuestiona por el alma y la materia. Y luego toma la pala.
Con la
primera palada de tierra que arroja sobre el cuerpo se le viene un torrente de
lágrimas que ya no puede contener, que ya no quiere guardar, que bien sabe,
tiene que soltar. Y así se despide para siempre de Lester, su adorado
perro.
cesarelizondov@gmail.com
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