Publicado el 25 de febrero de 2018 en Círculo 360, de Vanguardia
Por César Elizondo
Valdez
Mi amigo y compañero de página, Jesús R. Cedillo, fue
quien me platicó de ella. “Es algo para probar antes de morir”, me dijo en
alguna ocasión el poeta. También conocida como el diablo verde, el hada verde o
absenta, es un licor a base de ajenjo que desde el tramo final del siglo XIX y
hasta principios de este milenio estuvo prohibida en casi todo el mundo. Una
leyenda cuenta que Van Gogh estuvo bajo sus influjos cuando cercenó su oreja; otra
historia dice que solo así, Hemingway se atrevió a enfrentar una vaquilla dentro
del ruedo en algún lugar de España donde no se vetó la peligrosa bebida.
La conocí en
unas vacaciones meses atrás. Mientras las damas terminaban de arreglarse, me
encontré con mis amigos en un estratégico oasis del hotel en el que nos
hospedamos. Al leer el menú de bebidas, mis ojos tropezaron con el seductor
nombre por el cual pregunté tantas veces con infructuosos resultados en bares y
pubs, en tabernas y cantinas, en mercados clandestinos y reconocidas tiendas de
vinos.
Había que probarla. La versión moderna no alcanza los
casi noventa grados de la de antaño para inspirar como lo hizo con Baudelaire, Manet,
Rimbaud, Oscar Wilde y otros. Pero te puedo decir que, observar el goteo por
gravedad del agua helada desde una especie de vasija cristalina a través de un
minúsculo grifo, para deshacer un terrón de azúcar sobre una cucharilla
perforada, que a su vez descansa sobre el borde de una copa globo, cuyo
contenido tiene algo de sabor anisado, que se convierte en lechosa alquimia al
contacto con el azúcar que cae diluida con el agua fría, es en sí una
experiencia por la que valió la pena visitar ese bien situado barecito.
¿El precio? similar al tequila que alguien ordenó y apenas
por encima a la cerveza de mi compadre. Con respeto, preferí marear a la
infusión con espaciados y largos bamboleos de la copa antes que su contenido
provocase en mi los efectos por los que fue juzgada y condenada al ostracismo comercial
y repudio social tantas décadas. Me retiré satisfecho de haber probado algo
diferente, aunque un tanto desilusionado por una sensación que nunca llegó, o me
negué a experimentar.
Pasaron los meses. Y resulta que voy a un restaurantito
de alitas aquí en mi Saltillo, y así, como no queriendo, le pregunto al mesero
si conocen el licor de absenta. Pues sí, si lo tienen. Ya aterrizado, me lo dan
sin la parafernalia de aquel barecito gran turismo del destino vacacional.
Igual, me voy despacio y con miedo en la ingesta del demoniaco brebaje. Y otra
vez nada. Ni chamánicas alucinaciones, ni llegó la inspiración para escribir un
octosílabo, ni se apareció un engendro verde, ni se me aclararon las ideas.
Quizás sea la cantidad. O quizá aquellos pintores,
escritores y demás artistas que habitaron el mundo hace 150 años, tenían los
sentidos más despiertos para saber apreciar las cosas. O tal vez, con pasmosa
simpleza y terrible decepción, habrá uno de aceptar la ausencia del propio
talento para lo artístico, y para lo bohemio. No lo sé. Pero seguiré buscando en
mis periplos una fórmula más exacta de la poción, una que me acerque un poco
más a lo experimentado por esa gente de siglos atrás con el hada verde. Por lo
pronto, en mi próxima visita a ese restaurantito de alitas, aumentaré la dosis.
cesarelizondov@gmail.com
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