Publicado el 27
de octubre de 2019
Hoy regresé a
lo que fue un importante lugar de esparcimiento durante mi niñez. Me pareció
tan grandioso en lo simbólico como pequeño en dimensión el resbaladero donde
tantas veces me figuré estar en la cúspide del Everest, sobre la superficie lunar
o encima de una colina con una espada en la mano. Y si he de serte sincero,
diré que aun a través del lente de la nostalgia que lo bonito lo agranda y los
defectos descarta, ese espacio de vivencias infantiles me pareció mejor
conservado a como lo recordaba.
¿Lo puedes
imaginar? Herencia de no sé cuándo, tenía a mi disposición una biblioteca
incrustada ahí adentro entre empedrados y fuentes, en medio de muchos árboles
de hoja caduca y de otros que no deshojan, y un puñado de frutales. Era terreno
vedado por autocensura en aquellos años: le temía más a romper el silencioso
palpitar de una biblioteca que a romper la inocencia intentando robarle un beso
a las niñas con quienes alguna vez compartí columpios en las tardes veraniegas
o en mañanas de domingo.
En un tiempo
mi padre fue funcionario público y absorbí la información que él veía y leía de
periódicos locales, razón por la cual en variadas ocasiones pude reconocer la
adusta visita de gobernadores y alcaldes, diputados y senadores, a ese remanso
de paz y bellas coplas de pájaros que por unas horas se convertía en un recital
de grillos, cuyo sonido asemeja tanto al de los alacranes. Y créeme, ahora
hasta notas musicales escuché.
No corrían
los tiempos de hoy, y no era mal visto tener animales en cautiverio. Por
supuesto, hubo una jaula que fue alternada vivienda de un águila y de un buitre
negro, de osos y venaditos, de zorros y de coyotes, y quien sabe que tanto más.
Llegaron con plumajes y apostura, con la mirada salvaje, con sus colmillos y pieles;
y cuando se los llevaron, salieron con párpados derrotados, dientes chatos y
sin garbo, con sus plumas apagadas o un triste pelaje ralo.
Como un relojito
suizo, justo al cumplir los doce años, cuando la vida comienza a tomar la
velocidad de la fórmula uno en los sinuosos caminos de una bicicleta de
montaña, a mis padres les dio por cambiar de domicilio, y el hogar se fue
conmigo, pero la casa ya no. Seguro que en la mudanza se perdieron tantas cosas:
yo no puedo presumir de pericias juveniles evocadas por Cortez a la sombra de
su árbol, simplemente no sucedió igual en mí caso como seguro les pasó a otros.
Atrás quedó también el viejo estanque de pocos patos y alguna muerte, sucedió
en la madrugada de un funesto día para una familia saltillense mientras
nosotros vacacionábamos.
Y hoy, en ese
regreso a lo que fue el patio de la casa de mi infancia, no me ganó la añoranza
para medirme en altura con el gran resbaladero, no fue que me haya estirado, el
mundo se comprimió. Pero me fue imposible evitar otra cosa: hurgué hasta el
fondo de esos bolsillos que cuando niño guardaron de tuercas y corcholatas, y
hoy parecen coladeras, no fue tanta la penuria y aparecieron diez pesos; fui
hasta el borde de una fuente, y con más escepticismo que con la ciega
esperanza, en contra del raciocinio pero a favor de la fe, pedí por un montón
de intenciones, y entre todas ellas, pedí en especial por ti, que los domingos
me lees y eres por quien escribo. Lancé el dinero hasta el fondo.
Ahí duerme mi
moneda en el patio de mi casa, en el fondo de una fuente, de la Fuente de las Ranas.
Si, yo viví en la zona centro de la ciudad de Saltillo, habité en casa modesta,
pero el patio de esa casa, era toda la Alameda.
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