Publicado el 06
de octubre de 2019
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Todo comenzó
cuando acudí al masajista luego de cargar la maleta de equipaje: nadie me avisó
que a cierta edad debí hacer estiramientos y calistenia antes de vaciar
garrafones, para subirme a un caballo o cambiar la llanta al coche. Hubo un
tiempo feliz en el que mis articulaciones y músculos estuvieron dispuestos para
pasar de cero a cien con el único preámbulo de la voluntad para hacer algo.
Es el trágico
momento donde llega la conciencia del cráneo lleno de canas y una cara con arrugas,
cuando ya no solo necesito anteojos para leer las letritas de los contratotes,
sino hasta para ver los canales de adultos en la televisión de paga. Es cuando
también sé que la letra de los contratos nace muerta para algunos y un simple apretón
de manos basta y sobra para otros, y que los canales para adultos sirven solo a
los pubertos. Pienso que cada cana es un surco de experiencia y que las arrugas
son el color de las risas, y que el grisáceo cabello ahuyenta a los timadores y
que el arado del rostro esconde además, lágrimas rancias.
Camino con
menos prisa para pisar con firmeza, no compro más fantasías y busco vender
conciencia, el tiempo ya no es mi aliado y se convierte en verdugo, no hay más
cupo para enfados, ni para obviar desengaños, lo que me molesta ignoro y al traicionero
descarto; ya no corro a guarecerme en una tarde lluviosa y disfruto más del sol
cuando se muestra radiante. No hago caso a lo que digan, me ocupo de lo que soy.
Mi referente en
la historia ya no es el truncado Kennedy universal, sino el longevo Mujica del
litoral, el virtuoso y joven Mozart dejó de asombrarme tanto al ver las glorias
tardías del perene Saramago. No más Morrison o Hendrix, ni Mercury o Kurt
Cobain, mi paradigma de hoy se parece más a Jagger o al McCartney siempre light.
Y en cuestiones religiosas, ya le rezo más al padre que al hijo crucificado.
Encuentro mejor
sabor en las uvas destiladas y en la nata fermentada que en la leche del
estante o la fruta verde y dura. Dejo de perseguir al marranito encebado para
ceder al sereno de tener pájaro en mano, me duermo contadas horas por no perderme
la vida, consumo poco de todo, pero me gusta pagar el precio por ver el buffet
entero. Ya no presto mis oídos a los incesantes ruidos de negras noches pasadas.
En el futuro hay un corte de género femenino, me
guiña el ojo y me llama, me dice que de ser gato ya habría perdido tres vidas,
capto al aire la advertencia y agradezco su desidia; yo le ruego por más
tiempo, sé que un día me va a casar y no ha de soltarme jamás. Claro, a menos
que exista Cristo.
Y salí del
masajista dispuesto a cambiar mis hábitos: compré un veliz con llantitas y tiré
lo que no sirve, me deshice de tiliches y de la ropa andrajosa, de los discos
de vinilo y las cartas sin enviar, me quedé con quince fotos y el rollo de hilo
dental, una tercia de cronopios y un cuchillo de metal.
No intento
cargar en vilo y busco un puntal en todo o cuña para que apriete, ya no salto
sin arnés ni soy aval de vivales. Si, quizá mi vista no es la misma y los ojos
me traicionan, pero en mi mirar hay brillo, y tal vez no vea muy claro, pero
cuando quiero observo, y observo con nitidez.
“A media vida”
le llaman al sitio adónde estoy, no ha de ser por aritmética pues pocos llegan
a cien. Inicia el segundo tiempo de este juego desigual, donde al pisar cancha pierdes,
no importa tu habilidad, la cuna donde naciste o la virtud aprendida, hay un
túnel al final por el que todos nos vamos: es el precio de jugar.
Estoy en
medio del juego, me apegué a buena estrategia para la primera parte, ha pasado
el escarceo y errores de ejecución, he marcado cuatro tantos pero he sufrido reveses.
Y viene lo complicado: vivir más con menos vida; que crezcan las emociones con
el tiempo en regresión. Pero es una paradoja cuando voy en deterioro, ¿cómo subir
en bajada? Ya lo entiendo, ya lo veo, no juego contra la vida, el partido es
contra mí y encontré cómo enfrentarlo, es con táctica sencilla, es clara y original:
que, ante el decadente cuerpo, se revele el intelecto.
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