Publicado el 02 de Marzo de 2014 en Revista 360 de Vanguardia
En
la primera escena de la película aparece Rita llorando amargamente mientras
sostiene el cuerpo inerte de su hijo que ha sido baleado, asemeja a la imagen
de La Piedad. Caos total cuando cientos de personas no saben a ciencia cierta
lo que ha pasado en un evento para toda la familia dentro de un sitio público,
han atestiguado la muerte de varios inocentes.
Los sicarios no iban por ellos, pero estaban
en el lugar y era el momento incorrecto; las sorpresivas ráfagas fueron
repartidas indiscriminadamente ya que para liquidar a quien debían era
imposible hacer tiros de precisión en medio de tanta gente. El fin justifica
los medios. Una sola bala cuyo precio en el mercado negro cuesta un poco más de
un dólar fue suficiente para acabar con la vida del hijo de Rita.
La película corre hacia atrás, y entonces
vemos como la bala abandona limpiamente el cuerpo del niño y regresa hasta el
cargador del rifle automático entrando por el cañón. De la mano del asesino
pasa a una caja llena de municiones que le fue entregada antes de abandonar su
guarida.
Dentro de su escondite, las armas y
consumibles salieron de una pequeña bodega llena de granadas, perdigones,
equipos de comunicación y demás artefactos utilizados por el crimen organizado.
Contiguo a ese cuarto se encuentra una pequeña habitación habilitada como oficina
de cuyo escaso mobiliario sobresalen un viejo escritorio de lámina y algunos
gabinetes repletos de fajos de billetes. Por esa oficina se cruzan macabras
historias, confluyen muchas que tienen distintos orígenes a la de Rita, y
terminan otras con similitudes en la tragedia final.
Semanas antes y sentado ante su también oxidado
escritorio, el encargado de la lúgubre oficina tomó varios fajos de billetes de
los gabinetes para hacer el pago de las balas a quien se las consigue. De ahí,
nuestra película toma otro rumbo hacia el pasado y deja de seguir a una bala
para continuar su decurso con el fajo de billetes que la pagó.
Ese
dinero llegó a aquella casa procedente de la calle, entre el fajo iba un
arrugado billete de veinte pesos marcado con una cita bíblica: Quien se opone a
la autoridad se rebela contra un decreto de Dios, y tendrá que responder por
esa rebeldía. San Pablo, Rom 13, 2
El maltrecho billete fue recolectado unos
días antes a un comerciante que tiene algún tipo de sociedad con los moradores
de la casa. Este es un distribuidor de películas y discos piratas que a su vez
tiene una red desde dónde atiende a pequeños puesteros y a comercios establecidos
para que hagan llegar hasta los consumidores su mercancía. No hacia mucho,
había reñido con uno de sus clientes que le había entregado aquel billete
marcado, pues corría el riesgo de que nadie le aceptara ese dinero como pago.
Ese penúltimo eslabón mantiene el contacto
con el consumidor final. Y unas horas antes de hacer el pago por lo que debía,
el último vendedor había recibido ese billete de la mano de un comprador que
había adquirido un cómico filme de Walt Disney. Ese consumidor final de la
piratería, del contrabando y de los giros negros, era Rita.
Lo
más triste de la película de Rita es aparecer en ambos extremos de la historia,
mientras que la mala suerte de unos pocos inocentes es estar solo en el trágico
final. Pero el pecado de la mayoría de nosotros es ser quien inicialmente
suelta ese arrugado billete en cualquiera de esos oscuros pero muy populares
caminos que confluyen antes de la tragedia final en ese viejo escritorio de esa
habilitada oficina.
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