Publicado el 16 de Febrero de 2014 en Revista 360 de Vanguardia
Hipotéticamente, ¿A quién confiarías
la formación de tus hijos? ¿A un ludópata, al alcohólico, al que consume
drogas, a un sacerdote, al macho, al homosexual, al güevon?
Por supuesto que son estereotipos sujetos a mediciones, pero en mayor o menor grado
cada uno de nosotros tiende a distintas debilidades.
¿A
dónde vamos a parar? Se preguntan los conservadores. ¿Por qué no? Preguntan los
liberales. Habría que partir del hecho de que ambos extremos tienen sus buenas
y poderosas razones para inclinarse por una u otra vía en el tema de matrimonio
entre personas del mismo sexo y el derecho (o responsabilidad) de adoptar por
parte de los mismos. Meternos al detalle de las leyes y reglamentos que norman
estas acciones sería ocioso desde el punto de vista social, ético o moral; esos
pormenores son cuestiones meramente legales.
En
una visión moralista habrá quienes desechen cualquier tolerancia desde el
argumento de la anti naturalidad de la unión sexual entre el mismo género, y
por ende, la falta de credibilidad o valores para educar. Y desde el lado
liberal otros dirán que en muchísimas más ocasiones de las que desearíamos, el
matrimonio convencional ha sido un auténtico calvario para las parejas y el
peor de los infiernos para los hijos.
Pero, ¿No es antinatural también la forma en
que procesamos y conseguimos los alimentos? ¿Es siempre natural la forma en que
engendramos un nuevo ser o como negamos a otros la posibilidad de la vida? ¿El
matrimonio gay es garantía de no caer en los mismos errores que la unión entre
diferentes sexos? ¿Es la homosexualidad una condición que evita caer en los
vicios y problemas de los heterosexuales?
El problema con quienes no aceptan la
diversidad por cuestiones religiosas, filosóficas, naturales o de posición
social, es más parecido a la forma de Hitler que a la forma de Cristo, por
citar ejemplos de hombres que cambiaron el rumbo de la humanidad y que
ciertamente tenían seguidores. El problema con quienes ejercen su sexualidad más
allá de la libertad que las costumbres tradicionales aceptan, es que exigen los
derechos que por su condición no deben de perder, pero se niegan a aceptar que socialmente
su condición debe ser tratada de forma tan especial como la del alcohólico, del
drogadicto, del ludópata, del macho, del sacerdote, del güevón. No se les excluye de
la sociedad, pero se les exige no contaminar ambientes.
Es un estilo de vida escogido en dónde merece
ser reconocida su existencia con los derechos que esto conlleva, pero también
habrían de aceptar que no hay porque reconocer virtud en algo que no es visto
con buenos ojos por una aplastante mayoría cuando la ciencia ha establecido que
la homosexualidad es cosa de elección y no de nacimiento.
La unión entre dos personas de edad adulta
no tiene por qué afectar a la colectividad siempre que respeten los códigos
sociales establecidos, para lo cual desde un principio, y por más dudas o prejuicios
que alguien tenga, les asiste el beneficio de la duda.
Pero la adopción implica a una tercera
persona que no tiene opción de elegir (al igual que para una adopción
convencional), y ahí es donde la más conservadora ala de la sociedad le pide a
los liberales que también ellos extiendan el beneficio de la duda a los
matrimonios convencionales. Y que si su deseo es dar amor y protección
incondicional a un ser indefenso, empiecen por aceptar que lo mejor siempre
será ser el niño común de la escuela, rodearlo de ambientes propicios, darle
una infancia normal, con un hogar convencional, en una familia no disfuncional.
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