Publicado el 09 de Febrero de 2014 en Revista 360 de Vanguardia
Sucedió
hace algunos años y aún no sé cómo llamarlo. Me desperté, y lo primero que vi
fue al segundo de mis hijos mirándome fijamente con esos gigantescos y oscuros
ojos que cuando quieren se tornan bondadosos y cuando quieren taladran hasta tus
más profundos pensamientos. Esperaba a que mis parpados se abrieran para
anunciarme, triunfal, que se le había caído un diente. El primero en su
corta vida. Me lo enseñó como quien presume una joya y me dijo que por la noche
lo pondría debajo de la almohada, que con seguridad el famoso Ratón Pérez le
traería algo.
Luego
durante el día, tuve múltiples ocasiones de elegir mi estado de ánimo. Lo
primero que uno ve cuando sale de casa es algún vehículo de reciente modelo que
no podría darse el gusto o el lujo de pagar, y es entonces que surge
la envidia, la que por más que queramos matizar con adjetivos como buena o
sana, llanamente es envidia. Pero, como cualquier otro clase mediero me digo
que soy afortunado por tener en que moverme y que la finalidad de cualquier
vehículo es transportarnos. Escojo sentirme bien con la vieja camioneta que conduzco
y a la que le faltan más letras de las que tiene el alfabeto para que pase a
ser mía. Pero no me siento fracasado.
Más tarde en
el trabajo fui víctima de la avaricia. Esta me lleva a hacer cosas a favor del
capital sin apenas reparar en la humanidad
y carente de sentido social; me escudo en el pensamiento de que para eso
recibo un salario y con eso queda saldada la deuda moral.
En el mismo
horario de labores me persiguió la pereza disfrazada de virtud. Buscando
siempre la manera de hacer más rápido las cosas, no en un afán positivo de avanzar
más, en realidad buscando la manera de terminar más temprano para irme a casa y
descansar. Con todo y eso, nunca me sentí fracasado, pues soy de naturaleza
humana.
Durante el
almuerzo y casi sin darme cuenta me rendí a otros dos pecados: A pesar de estar
excedido en peso y de haber hecho un pacto para mejorar, el antojo me ganó. No
solo llene mis necesidades, me excedí como ninguno, sucumbiendo claro, ante la
gula. Ahí mismo, hojeando el periódico me enteré de más ejecuciones de
inocentes por todo el mundo perpetradas en nombre de la libertad, la religión, la
política o más estúpidamente, el dinero;
y fue entonces que experimenté ira. Pero no soy culpable directo de lo
que pasa en el mundo, esa no es mi culpa, es un fracaso global. Y por el lado
de la gula, unos kilitos de más no me hacen un fracasado.
Por la
noche, antes de dormir rezamos en familia. Cada quien pidiendo por lo que
necesita y cada uno agradeciendo por lo que se tiene. Mi hijo, por supuesto,
rogándole a Dios para que el Ratón Pérez encontrase nuestro hogar y le dejase
algún regalo. Mi esposa suplicando porque la plaga de ratones del vecino no encontrase
nuestra casa.
Una vez en
la cama y justo antes de quedar dormido, reflexioné sobre mis acciones de ese
día. Como cada noche, no pude dejar de sentirme satisfecho por haber cumplido
con los deberes desde mi muy particular, endeble e incompleta escala de valores; apareció por
supuesto, la soberbia. Y fue tanta la soberbia, que fui incapaz de prever el
fracaso.
Si usted
realizó las cuentas sabe que aún falta un pecado, ese detalle lo guardo porque
soy un caballero, pero debe usted saber que probablemente lo hice, claro que
con mucho amor, y con eso salvé el
pecado.
Y al otro
día por la mañana, al despertar, lo primero que vi fue al segundo de mis hijos
mirándome fijamente con esos enormes y oscuros ojos que a veces se tornan
tristes, esperaba que abriera mis parpados para anunciarme decepcionado que el Ratón
Pérez había olvidado pasar a dejarle algo a él. Y fue en ese momento que pude
sentir como el gran fracaso invadía todo mi ser, y desde entonces me sigo
preguntando: ¿Cómo nombro a ese pecado?
cesarelizondov@gmail.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario