Publicado el 15 de mayo de 2020
Por César Elizondo Valdez
Dadas las actuales circunstancias, se figura a si
mismo como un furtivo Sean Connery o Steve McQueen en una de esas historias de
ladrones, hasta el insólito clima brumoso pone su parte para eso. Demasiado
tarde se percata de no traer puesto el cinturón de seguridad. Ha llegado hasta
el retén y alcanzó a pasar la mascarilla del cuello a la boca; se asoma fugaz
al espejo retrovisor, y su reflejo, ahora sí, asemeja a un bandido de película western
más que al citadino de pandemia universal.
Por instinto, al hacer alto total ante el agente voltea hacia el asiento contiguo donde está el periódico, y se fuerza una sonrisa que nadie observa debajo del cubrebocas al ver una fotografía donde aparecen gobernantes, médicos y encumbrados empresarios con indumentaria facial similar a la suya.
—A ellos les sienta bien— dice apenas murmurando. Con las
cejas enarcadas regresa su mirar hacia el agente y percibe en él la misma identidad
de la fotografía y el espejo.
El tránsito le indica con impaciente ademán que
circule, así como director de orquesta cuando marca un tempo vivo. Se le
suaviza la cara al superar el retén y le envuelve la ironía de la exigencia a enredar
el rostro en una fétida máscara mientras el cuerpo se expone sin amarres ni
seguros. Batalla para respirar normal al tiempo que unas gotas aparecen y
descienden por su frente; va de nuevo el tapabocas al cuello.
Llega al centro comercial y otra vez a detenerse ante el franjeado amarillo. Atraviesan familias enteras con carritos repletos de mercancía varia, no del todo abarrotera. Luego, pasa de largo la puerta principal del supermercado, aparca en la soledad del estacionamiento del lado de los locatarios, se estaciona en el primer lugar, inmediato a los pintados de azul.
No
hace un repaso mental de lo que viene a continuación, lo tiene bien aprendido.
Baja del auto, mira en todas direcciones para saber que nadie le sigue y se
encamina sin disimulo y con descaro a una de las puertas de servicio.
Empuja la barra horizontal de la puerta, ésta cede. Sus ojos se ajustan rápido a la leve oscuridad, brota en sus brazos sin mangas la piel de gallina y le tiritan los dientes al adentrarse en el grisáceo pasillo de bloques sin acabados ni aislantes. Camina y empieza a contar: una trampa para ratas, un acceso, otra trampa, segundo acceso, tercera trampa, y ahí está su puerta.
Gira de nuevo su mirada en todas direcciones antes de acercarse a la
puerta, sin dejar de mirar a izquierda y derecha da un par de pasos al frente
para llevar sus manos al candado, a puro tacto encuentra las cavidades
necesarias, no necesita ver lo que hacen sus dedos para esta parte del trabajo; se escucha el chasquido de las trabes para liberar el arco del candado chino.
Se introduce en el localito, cierra la puerta tras de sí. Checa su teléfono
móvil, desliza su índice por la pantalla de una aplicación a otra y desde
arriba hacia abajo; no tiene mensajes nuevos. Activa la lámpara de su teléfono
y se dirige a donde debe estar el dinero. Abre sin problemas la tapa de un
costado de la caja registradora, con sus dedos expertos encuentra la palanca
que libera por mecánica el cajón de la gaveta, jala de ella y aluza. Encuentra el resplandor del dinero.
Sale de ahí con igual sigilo. En el trayecto de
regreso ve en un baldío a las mismas personas de la imagen del periódico
entregando despensas para acortar las distancias entre los ricos y pobres,
entre pandemia y tornados, entre elección y elección. Más allá observa grandes
negocios abiertos con pancartas donde ostentan sus tecnicismos legales para seguir
operando, y por andar de mirón, por poco choca con un autobús de transporte
de personal llevando gente a la industria.
Llega a lo que
llaman hogar y le entrega el dinero a su pareja. Ella lo cuenta una y otra vez
en franca urgencia y sus ojos pardos desorbitan mientras se inyectan de sangre.
—¿De verdad es todo lo que nos queda? — pregunta.
—Si, se acabó la caja chica.
Ya no se figura a Connery o a McQueen, ni a ladrón de
cuello blanco, es solo un microempresario.
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