Léelo en la edición digital de Saltillo 360
Publicado el 27 de septiembre de 2020
Por César Elizondo Valdez
Siempre en busca de señales, sintonizo una película
que promete y me siento a verla. La historia camina bien de mano de la
gastronomía con innumerables escenas donde los protagonistas dan cuenta de
suculentos platillos y postres. Con la digestión luchando contra un ceviche de
atún, nada de lo que veo en la pantalla despierta en mi algún deseo culposo... hasta
la aparición de una dama fumando.
Soy
fumador social, y como el distanciamiento social se me da bien desde antes de
la pandemia, no hay cajetillas en casa. Continúo viendo el filme; más o menos, siete
escenas de comida por una de alguien fumando. Cualquiera que disfrute de un
cigarro ocasional sabe que algo se dispara en el cerebro cuando vemos a través
de la pantalla a un personaje dar largas caladas a un cigarrillo.
Termina la cinta. Igual a tantas cosas de mi
vida, el control remoto no funciona bien, la pila se está acabando. Me levanto
del sillón sin hacer ruido para no despertar al rey de la casa, el perro. El
proceso mental es automático para dar con una excusa que me obligue a ir a la
tienda: debo conseguir nuevas baterías para ese control. Antes de salir, otra
solución perfecta se suma a mi plan: iré caminando.
Llevo
una docena de metros andados cuando miro al suelo. Descubro que tengo puestas
las ridículas chanclas para las cuales no existe un sustantivo sofisticado, entonces,
las sigo nombrando por antonomasia: las crocs. Ni siquiera considero la idea de
regresar y me justifico pensando que no he salido en pijama.
En distancia
lineal, la tienda de conveniencia está a unos cien metros de mi hogar. Pero, no
tan rápido, vaquero: la colonia donde vivo cuenta con una barda perimetral que
no la tiene ni Trump. Debo rodear un buen tramo para después regresar por fuera
del muro hasta llegar a la tienda. No me quejo, pues tanto vecinos como
autoridades han decidido que la promesa de seguridad se antepone a la garantía
de libre tránsito.
Todo
el camino saboreo el cigarro que, con calma y al aire libre, fumaré mientras
regrese. También me pregunto, igual a todos los días, qué me querrá decir la
vida con todo este rollo que vivimos desde marzo. Es que yo me siento bien, además
de ser bastante torpe para entender los mensajes cifrados de la existencialidad,
o para ver las señales.
Apenas cruzo las puertas de cristal, un
reflejo instintivo no anticipado por Darwin lleva mi mano derecha a un bolsillo
de la camisa, luego la izquierda va al otro, y después van en sucesión a los
cuatro bolsillos de mis jeans. Repito en dos ocasiones los movimientos con ritmo
acelerado, como coreografía de la Macarena, y el horror se hace presente: no encuentro
mi cubrebocas.
—¡Fuera de
aquí, no puede entrar sin cubrebocas!
Me cubro
la boca con una mano e intento mi cara de ojos rogones.
—Por favor,
sólo vengo a comprar unos cigarros.
—No se
puede, hay cámaras de seguridad grabando y me despiden si lo atiendo así. ¡Sálgase,
pero ya!
No pienso pasar a la posteridad como “lord-cigarros”
y salgo sintiéndome Quasimodo. Lo primero que veo es la interminable muralla
que habré de rodear para sentirme de nuevo en casa. Maldito tapabocas, desgraciada
pandemia, estúpidos muros. Ahí encuentro las señales.
cesarelizondov@gmail.com
https://www.saltillo360.com/hoy-se-habla-de-una-ida-a-la-tienda
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