Redada en el campus (2 de 2)

 

Brownies, munchies, dealer y vapes son palabras que te pedí preguntaras a qué se referían en el léxico cotidiano del siglo veintiuno, es cultura general. Sigamos pues con la crónica de la redada en el campus.

Para ello, habremos de repasar a nuestros personajes, a saber: el muchacho emprendedor, el escuadrón de policía, maestros, alumnos y mirones de la universidad. Y hablando de universidades, debo omitir aquí, por no venir al caso, la frustración que sentí meses atrás cuando un alto (más por el físico que por su desempeño) funcionario de la UAdeC intentó explicarme cómo es que los aspirantes a cursar ahí una carrera, son unos genios que sacan cien limpio en sus pruebas de admisión, sin responder a la interrogante de cómo es que se blindan de transas en esos exámenes aplicados en línea, porque, a decir verdad, se me hace muy increíble que solo puedan ingresar auténticos sabios omniscientes, ni Harvard, caray. Así la máxima casa de estudios (con minúsculas, por favor). Por supuesto, debí utilizar algunas influencias escalones más arriba si de verdad quería lograr algo, ya que ese gris funcionario no pudo arreglar ni un nescafé. Pero ya me desvié del relato, amén de revivir el encabronamiento.   

Volviendo a la historia inspirada en hechos reales, tenemos a un estudiante arrestado por la policía. Sucede que semanas atrás, apretando tuercas sin poner tornillos, llegó a oídos de los altos mandos policiacos que dentro de cierta universidad, existía un alto índice de consumo de mariguana en las presentaciones que, dicen, no dejan el ambiente oliendo a concierto de Guns N´ Roses. Sin esperar respuestas para averiguar si el asunto era de competencia privada, de salubridad, de legalidad o académica, el operativo para cazar a un presunto dealer se activó.

Sin duda puedes visualizar un escenario: enormes camionetas para todo terreno irrumpiendo en el campus, con sirenas a todo volumen y luces estrambóticas por torretas, patrullas blindadas brincoteando entre los topes del estacionamiento, oficiales con uniforme, chalecos blindados, armas automáticas y rodilleras de guerra. Por otro lado, maestros suspendiendo clases, un director saliendo del sanitario sin lavarse las manos, la asistente del director llorando, el conserje divertido por una fisura en la cotidianidad, estudiantes compartiendo todo por redes sociales en vivo, alumnos deshaciéndose de sus vapes o pens con THC en jardineras, techos y retretes…y nuestro protagonista, paralizado a medio jardín con su caja de pastel bajo el brazo, con los brownies que le quedan.

Complicado. No me taches de loco hasta el final, porque sí me pareció injusta la forma en que a ese alumno le cortaron las alas de emprendimiento. Ya te lo había platicado: no llegaron al cuartel, comandancia o cómo se llame todos los brownies (con la receta de la dulce abuelita) que estaban en la caja.

Más tarde por la noche, el director de la escuela discutía con su homólogo de la corporación policiaca, no por levantar al chico, sino por invadir su universidad. Los reporteros estaban listos para una nota sensacionalista al haberse generado dentro de un plantel privado, abogados por doquier, jóvenes de todas partes, mirones al por mayor… y nuestro protagonista rindiendo declaración.

Casi a la media noche, un confundido agente salió de la sala de interrogatorio con la declaración más inocente que se pudo haber imaginado para el caso: resulta que nuestro protagonista emprendedor, observó durante meses una marcada necesidad de sus compañeros que utilizan los famosos vapes o plumas de mariguana. Se dio cuenta del insaciable apetito que en los consumidores se despierta, munchies es cómo le llaman a esa reacción o a lo necesario para aplacarla, y vio la oportunidad de sacar algo de dinero atendiendo esa demanda. Por desgracia para las autoridades, alguien pensó que sus brownies eran la droga, cuando simplemente los cocinaba para venderlos cuando los munchies se hicieran presentes en el metabolismo de otros estudiantes. La receta de la abuela no podría ser de otra forma…¿o sí?.














Redada en el Campus (1 de 2)

 

Poco falta para que Disney, Marvel o Pixar digan que sus películas están inspiradas en hechos reales: claro, un hecho real es que los periódicos existen y en ellos trabajan hombres inseguros con cierta nobleza adentro, pero de ahí a que un Clark Kent se convierta en Superman, Estaca Brown, como decía el cronista. Lo mismo pasa en los libros de historia, de contabilidad o hasta en los tomos del registro público de la propiedad: se basan en hechos reales, pero quienes los editan podrían llevarse un Oscar por maquillaje.  

Entonces, de ahí que todos nos tomemos licencia para adornar las historias, desde el número y atributos de las pretendientas que tenía el abuelo, hasta el chiste del único ser que continúa creciendo después de muerto: el pez, pues cada vez que el pescador cuenta la historia, lo agranda un par de pulgadas. Pero ya fue mucha introducción y nada de especulación. Vuelve a leer la última línea, que no te engañe el subconsciente. En fin, ahí va la historia de hoy, por supuesto, inspirada en hechos reales:

Antes, un paréntesis. Entre las muchas técnicas para iniciar un relato, se puede escoger por hacerlo de manera cronológica, es decir, algo así como empezar con Lucy (la australopithecus más célebre) para alargar el cuento hasta nuestros días, pasando por el arca de Noé y el arco del triunfo, por el machismo y el feminismo, por los Beatles y el Volkswagen, por el PRI y los dinosaurios, aunque parezcan pleonasmos; pero esa forma es harto aburrida. Por eso, en la actualidad muchos escritores prefieren iniciar la historia “in media res”, que no tiene que ver con cortes de carne vacuna ni nada por el estilo, sino que significa más o menos “en medio del asunto”. Cierto que la Biblia sería más atrapante para leer si empieza con un tipo todo madreado cargando una cruz por las peatonales aledañas al mercado Juárez mientras los demás le arrojan piedras, en lugar de la anestesia literaria llamada génesis o el primer episodio del nuevo testamento, ese que da origen a Santa Claus.

Dicho todo lo anterior, suprimiré los pormenores de nuestro protagonista y cómo fue que la vida lo llevó, junto con toda su mercancía, a ser levantado por un impecable operativo policial dentro de las instalaciones de la universidad. Mejor iniciamos con un soleado día en los jardines del campus.

Voy a obviar también, el juicio ético-moral que deriva de comercializar cosas por debajo del agua en un espacio dónde, se supone, solo aquellos que han obtenido una concesión para vender, pueden hacerlo. Tampoco hablaré de la ventana de oportunidad que dichos concesionarios dejan abierta cuando no tienen la libertad o visión para ofrecer a sus clientes distintos bienes en diferentes horarios, sitios y situaciones. Dejemos la moralina atrás y centrémonos en los hechos, pues.

Imagina entonces, a un muchacho de unos veinte años, esposado, rodeado de policías armados, ante la atónita mirada de maestros, compañeros y mirones. A su lado, sobre una banca del campus, está una caja para pasteles, y adentro, quedan todavía algunos brownies que él preparó la noche anterior con una receta aprendida nada más y nada menos que…de su abuela.

Spoiler: no llegarán a los separos de la policía la totalidad de los brownies que estaban en la caja, alguien o algunos tomarán una muestra con quién sabe qué fines, lo que, al final del día, terminará en una terrible discusión y acusaciones de la familia del imputado hacia las autoridades. Vaya desfachatez.

Por este domingo, se acabó el espacio. La próxima semana entrego la conclusión de esta historia inspirada en hechos reales, te garantizo un final al estilo no-lo-vi-venir. Por lo pronto, te dejo una tarea para que te familiarices más con el tema y tengas un mejor contexto para el desenlace: pregunta por ahí con tus hijos o tus padres, amigos y familiares, por las distintas recetas de los brownies, el significado de munchies, vapes, y demás terminología bastante extendida en nuestros círculos y días.  














El Súper Bowl y la señora Kelce

 

Igual a cada domingo de Súper Bowl, independientemente de tu comprensión de este deporte, te daré algunos datos interesantes para atender durante la transmisión. También hallarás aquí un pronóstico infalible para el final del partido, una predicción que al cumplirse, tendrás la oportunidad de ver un fenómeno del cual ni siquiera tienes conocimiento. Ahhh, y te plantearé una duda, un pequeño dilema moral. Por lo pronto, lo único seguro es que al final del día, un equipo celebrará el campeonato entre pirotecnia y canciones con familiares y amigos, y el otro se dispersará para curar sus heridas, en medio de esa penumbra y silencio tan necesarios para templar el carácter.

No te voy a estafar con una historia que ya conoces si eres seguidor de la NFL o que escucharás hasta el cansancio, por primera vez hoy, si perteneces a quienes ven el Súper Bowl porque de lo contrario se quedan en solitario este domingo: es la primera vez que dos hermanos jugarán en equipos contrarios en esta instancia.

Te digo, eso sí, que antes se han enfrentado hermanos como entrenadores en jefe, que otro par de hermanos resultaron campeones en un mismo equipo, y que un ex jugador de esta liga tuvo dos hijos que fueron reconocidos como el jugador más valioso en distintas ediciones. Todo eso lo puedes googlear, pues aquí solo va como nota de color. No, no es discriminatorio, así se le llama a cierta forma de información.

En lo técnico y aburrido, pero al final acertado, ahí te va lo que debes saber: en el fútbol americano, igual a la mayoría de los deportes, la mejor defensa es la que termina ganando los campeonatos. Sí, los goles, las canastas y los knock outs hacen el negocio, pero aguantar la embestida de los rivales es lo que consigue trofeos. También, todo competidor sabe que no se debe disparar en su propio pie, traducción: castigos y perder la posesión del balón son suicidios deportivos. Y muy importante por el desgaste físico: tener la posesión del balón más tiempo que el contrario deshace a las defensivas, es más demandante reaccionar que accionar. Y en todo lo anterior, las águilas de Filadelfia tienen mejores números que los jefes de Kansas City. En el papel, ganan las águilas. Pero…siempre hay un pero:

Además de que el director de este periódico es seguidor de Kansas City, tengo un par de argumentos para pensar que pueden ser campeones: primero, algo que los gringos llaman Strength of Schedule Power Rating, que habla del nivel de los contrarios a los que cada equipo enfrentó, y ahí encontramos que los jefes tuvieron un calendario muy difícil y las águilas uno muy cómodo, lo que origina los números del párrafo anterior. Segundo, ese intangible que en toda competición existe, y que se llama jerarquía; y en este último lustro, Kansas City es el equipo jerárquico de la NFL. Es como Beyoncé a los Grammys, Spielberg al Oscar, o Chumel al Twitter. 

Pero en fin, una sola jugada puede destruir desde el principio un plan de juego o una genialidad definir el partido más allá de las estadísticas; además de que se acaba el espacio y te debo una profecía.

Mi pronóstico infalible para el final del partido dice que verás a la señora Kelce llorando, y presenciarás ahí un raro fenómeno: por uno de sus ojos brotarán lágrimas de alegría por un hijo que será campeón, y por el otro derramará lágrimas de tristeza, por el hijo que no será. Dilema: si tu fueras la señora Kelce, ¿con cuál de tus hijos te irías a cenar hoy?




Con unos kilos de más



Ya sea que nos conozcamos personalmente o que a través de mis columnas tengas una opinión de mí, te habrás enterado de que modestia, vergüenza y buen gusto son cualidades que no me acompañan. Dicho lo anterior para no sorprenderte con mi colaboración de hoy, te cuento de qué se trata. 



Luego de exprimir la vida en gerundios desde siempre, toca el tiempo de visitar a un montón de profesionistas cuyas especialidades terminan su etimología con la palabra logo. Un examen médico de rutina se convierte en un minucioso tour por todas las áreas del hospital, y la interminable sucesión de cuestionarios lo hacen a uno sentir ante el confesionario de Fátima o los separos de la policía judicial.



Más o menos salgo bien librado de mi encuentro con cada especialista, todo aparece en orden dada mi edad y entorno de vida. Cardiólogo, neurólogo y andrólogo se explayan un poco más conmigo debido a los temores que me acechan de padecer enfermedades en esos órganos o músculos gracias a una genética implacable con mi ascendencia.



Al último, un médico general saca una tabla comparativa y me informa que, lo único por atender de momento, es un ligero sobrepeso. Le explico que desde hace tiempo asisto con regularidad al gimnasio, con largas calcetas blancas y anteojeras de caballo Budweiser por no parecer sugar daddy, silver fox o simple viejo rabo verde. Le digo que tras muchos meses de andar en la caminadora a velocidad burocracia, y de levantar en peso la barra con unos disquitos que me recuerdan a aquellos de 45 revoluciones por minuto de las tornamesas de mi niñez, apenas perdí un par de kilos.



Él responde con una letanía de términos y causas, lo único que medio entiendo es que, además de alojar entre mis intestinos pastel de mi primera comunión sin digerir y media pizza Giovanni, dependiendo de la edad, hay músculos, órganos y huesos que se van endureciendo o agrandando con el paso de los años, y por lo tanto, ahí se ganan kilos que no tienen mucho que ver con obesidad. Me despide con la sugerencia de alimentarme con más pastura, bajarle un poco a la carne, al tabaco y destilados. Por supuesto, le digo que lo haré, pero en mi interior ya lo estoy mandando a la shingada y antes de salir de la clínica me deshago de la hoja con recomendaciones.



Regreso a casa y repaso mis entrevistas con andrólogo, neurólogo y cardiólogo. Recurro a mi concepto favorito en cosas de pensamiento y sentimiento, ese donde corazón y cerebro son los tangibles de postulados científicos y religiosos, para llegar al híbrido intangible que da la razón a ambos: la conciencia.



Concluyo que para perder ese pequeño sobrepeso acumulado por lustros, habría de sacrificar tamaño de los órganos y músculos que atienden los tres doctores. Lo tengo tan claro como un niño que decide entre brócolis o caramelos, y resuelvo que ni por error sacrificaría algo de eso. Dios, la naturaleza o la vida me dotaron con dos de esos tres órganos muy grandes y cumplidores, grandes en realidad. Y el otro de ellos, pues me parece que debe estar en el promedio mundial, incluyendo pigmeos, negros, santos, científicos y delincuentes; sería estúpido reducirlo.



Así que, no pienso achicar mis cosas, me quedo con sobrepeso.




Cuidado con lo que deseas

Dicen que si lo visualizas, sucede; aunque no siempre ocurre como lo soñaste. También, en otro tema, alguien dijo alguna vez que todo el que se mete de empresario es por hambre vieja. Y en edad próxima a dónde otros se jubilan, aún no distingo si escogí ser autoempleado por demostrar no-sé-qué cosa, o por ese inmaduro recelo a rendir cuentas, o temor a ser incompetente, o de plano porque había aprendido un noble oficio.

El asunto es que siendo muy joven, gracias al crecimiento industrial de Saltillo y una competencia mundial que aún no llegaba a la ciudad, aunado a mi situación sin compromisos, y sí, con un hambre vieja de tiburón encaletado, las cosas se me acomodaron bien en el ámbito empresarial.

Cosa común entre los aventureros, tomé como referencia a la empresa que en ese entonces se encaminaba a ser líder nacional de mi giro. Una compañía nacida en Monterrey, cuyo fundador había tenido la sabiduría de, además de adecuar a la época un modelo de negocio exitoso, saber abandonar a tiempo un barco llamado Confía que hacía agua sin que nadie más lo notara, esto último con la opinión de “los expertos” en contra.

Esa hambre del empresario es distinta en cada caso, ya sabes: cada cabeza es otra barbacoa. Facturación, posición en el mercado, número de empleados, metros cuadrados, influencia política o social, rendimientos… en fin, un listado interminable de factores son los que pueden mover a una persona de negocios.

Entre mi hambre vieja y la referencia del líder en mi gremio, en algún momento cuadré una ambiciosa estrategia desde mis condiciones y análisis con miras a medirme en el futuro con ese líder tan respetado tanto por competidores, como por clientes, proveedores y prestadores de servicios.

Luego vinieron candidatos a la presidencia asesinados, devaluaciones, cambios de régimen, crisis económicas recurrentes, narcoviolencia, competencia lava-dinero y competencia lava-nombres, nulo gasto gubernamental, pandemias, y un sinnúmero de pendejeces más propias que ajenas. Total, que a través de los años, igual a cualquier empresario, tanto ese líder como yo, tuvimos que ajustarnos a las circunstancias para seguir trabajando. En el inter de tantas vueltas de la vida, en distintas ocasiones tuve la oportunidad de convivir con el fundador, socios y trabajadores de esa empresa, quedándome siempre con lecciones y aprendizajes no solo aplicables a la empresa, sino también a mi persona.

Para cuándo acordé, pasaron treinta años de haber tomado como referencia a una empresa fundada y operada por gente trabajadora y visionaria, inteligente y arriesgada. En el transcurso de esas tres décadas, otros proyectos y múltiples problemas alejaron mi atención de esa meta por medirme en metros cuadrados con esa corporación que nos enseñó tantos caminos alternos y variados enfoques a sus competidores. Si me diera por quejarme, diría que mis sueños de grandeza terminaron en pesadilla, pero tampoco es verdad.

Y en estos días de enero, con profunda tristeza me entero de la liquidación de ese negocio que fue punta de lanza para lo que hoy es el mercado nacional. Y no puedo sino sentirme incómodo y burlado por la vida, porque al final, esa estúpida meta de medirme con el más grande será rebasada al continuar operando desde mi modesto nivel mientras ellos desaparecen; pero ese no era el plan, no es agradable ver a tu inspiración morir, no es edificante ver un árbol caído. No tiene gracia ni mérito elevarse ante la desventura de otros.





La prueba de los boleros

 

Malo para las ciencias exactas, lo que no aprendí de perspectiva en las aburridas aulas, lo asimilé sin metodología en los vericuetos de Saltillo. Por supuesto, ya no fue una perspectiva de rigor arquitectónico, fue mi libre interpretación del mundo.

Procurando una visión aterrizada situándome en punto medio, en algún momento escuché que, así como el más pudiente de esta ciudad capital se convierte en uno más cuando abandona el terruño, igual, al rey del baile canchero le salen dos pies izquierdos al danzar sobre parquet.

Por ello, crecer en una zona urbana con menos de la mitad de habitantes de los que hoy la hacinamos, en una época en la que subir por el bulevar pedaleando mi Bimex roja no era un riesgo a la salud, o cuando tomar la ruta Cinsa o el Águila de oro era un viaje entretenido, a muchos privilegiados nos dio la oportunidad de experimentar lo mejor de dos mundos: la seguridad de un hogar con las necesidades cubiertas, y la libertad de explorar cada punto cardinal de un pueblo que negaba ser ciudad.

Así fue que hace unas semanas, para variar en velorio, un amigo recordó cómo una temprana y lírica comprensión de la inutilidad de perseguir una zanahoria que nunca apacigua el hambre, nos alejaba de la norma social en busca de experiencias mundanas. Bueno, mi amigo lo expresó en palabras más llanas, dijo algo así como que todo nos valía madre.

Reflexionamos entonces que desde la comodidad de solo tener que sacar adelante los estudios, pero también desde la independencia que teníamos al provenir de familias típicas del siglo veintiuno viviendo en el siglo veinte (ambos padres trabajando), nos era sencillo encontrar tiempo y lugares para idear estupideces. Una, quizá la más divertida de todas, fue La prueba de los boleros. No, no se trataba de cantar o componer cosas bonitas, nada que ver con Armando Manzanero y esos autores.

En esos bíblicos tiempos, el cauce y riberas respetadas del arroyo de “Los Ojitos” eran más amplios a lo que son hoy. Y ahí, colgando estratégicamente de las ramas de sauces, álamos y olmos, teníamos unas cuerdas de cáñamo que nos permitían hacer piruetas al estilo Tarzán para cruzar de un lado al otro el arroyo, en eso consistía “la prueba”. Algo curioso en lo que no reparamos al inaugurar dicha iniciación y que después resultó evidente, fue que, independientemente del clima y estación del año, el arroyo siempre llevaba agua: era un drenaje al aire libre. Literalmente, debíamos volar sobre la mierda. En aras de salvar la dignidad de mis amigos, tampoco voy a exagerar tanto, por eso diré que éramos entendidos del proceso de filtración en el agua rodada, y nuestro sitio estaba en el norte de Saltillo, es decir, en zona de baja densidad poblacional.

El asunto es que pasamos largas horas de nuestra niñez aferrados a una liana para cruzar de un lado a otro sobre un arroyo de aguas negras, con el punto máximo de diversión viendo caer a alguien dentro del cauce… y en honor a la verdad, tarde o temprano todos terminábamos metidos en el arroyo, chapoteando entre residuos de una esencia saltillense.

En ese período de la vida de pureza colectiva, solo éramos un grupo de niños limpios, sin miedo a ensuciarnos mucho. Al despedirme en ese velorio, alguno de los amigos me dijo que, para él, fue algo muy positivo ensuciarse así de niño, para no hacerlo de adulto.



Para lo que sirve un padre

 

—Y... ¿ganaste la pelea?,¿cuándo fue eso?— preguntó mi padre al no poder esconder los nudillos desgarrados cuando hundí mi cuchara en el plato pozolero.

Quise sumergir la cara dentro del puchero de res. A muy corta edad uno aprende que papá ni cuenta se da de los fiascos del amor y mamá jamás sospecha que peleaste en el recreo, al tiempo que la madre ve desde lejos la herida en el corazón y el padre reconoce las cicatrices externas porque parecen herencia.

Unos meses antes, sucedió algo que desembocó en esa charla.  

Lo bonito de ser opinador y no analista, es que tomas los hechos con el fin de conceptualizar, sin la necesidad del rigor en nombres y números, fechas y lugares para puntualizar o demostrar. Es posible que algunas cosas sean inexactas de lo que viene a continuación, pero la idea es esa, diría el Chapulín Colorado.

Era la época en la que, si de las clases de sexualidad que eran nuestro genuino interés no habíamos aprendido nada, menos entendidos éramos para otras cosas relacionadas con biología, pero nos apasionaba el deporte. Velasco era quien organizaba toda la cuestión deportiva en mi escuela. Aunque de mi generación salieron hasta unos campeones nacionales, supongo que la finalidad de Velasco era la formación humana más que la excelencia deportiva, porque cualquier entrenador actualizado dirá que si mezclas avanzados con principiantes, la tendencia será que los malos contagien a los buenos, nunca al revés.

Pero Velasco nos ponía a competir a niños de primero de secundaria sin cabello en las axilas, con bigotones alumnos a punto de entrar al bachillerato. Y bueno, siempre se me dio eso de ser como un cachorro chihuahua ladrándole a los rottweilers.  

Total, que ahí estaba yo, chaparro de nacimiento, con desarrollo tardío y doce años de edad, ganando un rebote perdido en el basquetbol ante un equipo de los mayores. Escuché a mis espaldas, a lo lejos, el grito de alguien pidiéndome el balón. Adiviné que estaba al otro extremo de la cancha, así que hice un movimiento como si fuera un atleta olímpico de lanzamiento de disco, y al voltear hacia el frente con la pelota saliendo de mi brazo con toda la inercia del cuerpo, me encontré con Moy (al día de hoy no sé si ese era su nombre, apellido o apodo), el alumno más alto de toda la secundaria, con los brazos en alto, listo para bloquear mi pase. Él era tan alto, y yo tan bajito, que estrellé el balón a la altura de sus costillas. Hasta aquí lo sucedido en la duela (es un decir elegante, jugábamos sobre asfalto).

Semanas más tarde, una de esas noticias que recuerdas toda la vida en que lugar y con quién estabas cuándo te enteraste, sacudió a toda la escuela: Moy había fallecido. Recuerdo a alguien decir que murió de cáncer pulmonar.

De regreso a la mesa con mi padre:

—No voy a hablar de eso Papá.

—No importa hijo, solo quiero saber si te defendiste bien. No te he enseñado a agredir, pero sí a defenderte.

—Es que no peleé con nadie. Yo solo le di de puñetazos a la pared. — y un torrente de lágrimas apareció.

A trompicones, llorando como cuando se carga una culpa, le expliqué lo que había pasado aquel día en la cancha de basquetbol, y cómo tiempo después Moy había muerto por lo que yo entendí que era una complicación en los pulmones.

Mi padre entendió a lo que me refería, me miró con esa expresión que parece exclusiva de las madres, me abrazó y me dijo algo más o menos así: No, hijo, estás muy equivocado, el cáncer de pulmón no se origina por un golpe en las costillas, la tragedia de Moy no tiene nada que ver contigo, no sé por qué, ni desde cuando vienes culpándote por eso, pero ya es tiempo de que lo sueltes.

No recuerdo haber jugado basquet o fútbol con mi papá, ni me enseñó a andar en bici o a calcular derivadas. Viví en aquella cultura, él cumplió con su papel al tiempo que mis amigos y primos, mis hermanos y vecinos, cubrieron esas necesidades. Tampoco lo recuerdo ahí durante adolescencia y juventud al surgir ciertas heridas, pero siempre supo estar, cuando vio las cicatrices.




Si no se publica, ¿no vale?

 

La consecuencia de mis actos de aquella noche encendió en mi interior la ilusión de escribir. Ya lo había leído en alguna publicación del cronista de la ciudad: existe un no-se-qué en el ego que algo se dispara ahí cuando uno ve impreso nombre, obras o pensamientos propios.

Tiempo antes de la democratización de los teléfonos celulares, llegaba de Monterrey cuando a las afueras de Saltillo observé las intermitentes de un auto en la orilla de la carretera. Estaba muy oscuro, aminoré la velocidad, puse las luces altas y ahí estaba un hombre mirando la llanta baja de su auto como Giancarlo Giannini cuando incendió su viñedo peleando con Keanu Reeves. En ese momento, el hombre me pareció llegando a la tercera edad. Hoy pienso que el tipo era un jovenazo: debió ser apenas unos años mayor de lo que yo soy ahora.

Me estacioné, me bajé y lo reconocí de inmediato: era Catón, ya desde ese entonces, editorialista multi publicado en todo México y más allá. Entre el intercambio de impresiones y saludos de él para mis padres y de mi para sus hijos, cambié la llanta de su Chevrolet color gris en unos quince minutos sin que mediara ni un momentito de incómodo silencio. Eso fue todo.

Pero resulta que un antecesor de Saltillo 360 en Vanguardia, fue un suplemento llamado Semanario, y ahí escribía Catón una columna dominical. Ese domingo se deshizo en elogios hacia mí. Todo el editorial trató del muchacho que, en palabras suyas, heroicamente lo había rescatado de una desesperada situación. Me fascinó su manera de plasmar un simple y cotidiano acto de empatía en una cuestión de heroísmo, y ahí decidí que mi oficio alterno sería escribir de las cosas grandes de la vida, desde las pequeñas vivencias del día a día. Durante toda la semana, cada persona con la que me encontré dijo haber leído sobre mi hazaña. Pero, ese no es el punto de esta columna.

Pocos días después, igual a todos los viernes de aquella bonita época, mis padres convocaron a sus hijos y parejas para comer en la casa paterna. Ya durante el postre, luego de un buen rato de platicar y darle muchas vueltas a la historia publicada por Catón, alguien comentó de algo hecho por mi hermano recientemente: se había zambullido en una alberca para rescatar a un bebé que, gateando, había caído en el agua bajo la supervisión de nadie. Quienes conocieron a Pepe ya lo imaginan: restándole importancia al hecho, mientras en broma se quejaba por haber arruinado sus botas y lo que traía en la cartera.

El acto de mi hermano no fue conocido por nadie, salvo por nosotros y dos o tres personas que lo vieron salir empapado de la alberca con una amoratada creatura entre brazos.

Hoy que la vida ha dado tantas vueltas y mucha gente se ha ido, lo primero que hago los domingos es abrir el suplemento de Saltillo 360 en Vanguardia, y sí, busco mi columna para echarle unas cuantas libras al ego de mi persona cuando veo nombre propio y artículo impresos. Pero luego busco más, y observo las fotografías de los jóvenes graduados, otros casándose o acompañando a los novios, unos bautizando a sus retoños con sus compadres a un lado, algunos emprendiendo o creando contenidos junto a sus socios; todos disfrutando de la vida. Y al ver esas fotos me pregunto, si alguno de esos jóvenes de hoy, es aquel bebé de ayer que mi hermano rescató de una segura muerte, sin que nadie publicase nada, sin que nadie se enterara, mientras yo me convertí en un héroe, con solo cambiar la llanta, de un agradecido escritor.




Sin temor al qué dirán

 

Lo confieso: en la intimidad de mi hogar, estando solo y de noche, hago algo que muchas almas benignas califican de indecente. Es que ya me vacuné al decir de los demás. Así va la historia:

Poco más de medio siglo partido por la mitad hace que tanto arraigos como usos y costumbres sean evidentes. Veinticinco años al amparo de mis padres, más otros tantos como jefe de familia (vaya micromachismo, pero bueno, es un decir), anidaron en mí un cúmulo de conductas colectivas que en la soledad siguen vigentes, más no inamovibles.

Abro el refrigerador y algo huele mal, así como al abrirme al psicoanálisis. Busco y busco con los ojos, nada encuentro a simple vista. Me voy a las letras chiquitas y ahí salta la evidencia: envases con fechas de caducidad vencidas, similar al recibo de teléfono, rentas, impuestos y más.

Lo malo de vivir solo, es sentirse multitask, ese anglicismo soberbio que etiqueta a los tullidos como un tipo Superman. Toca entonces la tarea de limpiar. Aquí va una nota al calce: paradoja de pobreza es quejarse de la vida, cuando hasta se te caduca la miel.

Lo bueno del desapego: uno elige su chiquero. Me hago de la vista gorda con los trastes por lavar, el cesto de ropa sucia va subiendo de nivel, y la cama destendida no es por rastros de un amor. Todo aguanta un rato más, menos lo echado a perder, eso sí va a la basura.

Es mitad de la quincena y los recursos son pocos, eterno mal de este mundo (otra nota: hasta pobres son los potentados: ese que viajó al espacio, les sembró necesidades que nunca podrán cubrir). Pero hurgando en las chamarras habrá un billete guardado. Mañana iré hasta el mercado a resurtir la despensa. Por ahora, a desechar.

Empaques muy coloridos, unos grandes y otros chicos, todos tienen algo adentro, pero no pienso arriesgar a que enfermen mi organismo; frutas que el tiempo pudrió, con su interior congelado; vegetales que vegetan, muy sonrientes ante mí; carnes frías, huevos rancios, pechugas muy inyectadas, y los sesos de algún buey, de los que mueren pastando en un corral bien cuadrado. En esto no cabe el utilitario dicho de “todo por servir se acaba”. Hay cosas que ni sirvieron, pero dieron la ilusión de tener todo cubierto, aunque jamás tomé de ellos una pizca de nutrientes. Ojo, no tiene culpa el envase, la cáscara o bolsa ziploc, yo los arrumbé guardados, y ellos son inanimados.

Total, que luego de limpiar el refri parece que me saquearon. Han quedado algunas cosas que aguantan muy bien el tiempo, supongo que los conservadores artificiales hacen posible esa magia. Entonces, tomo un bote de refresco que ya va por la mitad, un envase gigantesco, de dos-punto-cinco litros, y, sabiendo que nadie observa, que no llega al fin de semana cuando los hijos, familia y amigos podrían pasar por aquí, me despojo de los hábitos, de los usos y costumbres, y sin miedo al qué dirán, lo destapo y le doy un trago largo y pausado, directito del envase. ¿Para qué ensuciar un vaso, que yo tendré que lavar?




El Marranito

 publicado el 01 de mayo de 2022 en Saltillo 360, de Vanguardia.


léelo en la versión digital de Saltillo 360

La vista en el mercado no ha cambiado mucho desde su infancia. Hoy es un hombre maduro que pretende ser de roca, la verdad es que es de barro.

Es cierto, por sanidad, ya no encuentra el matadero donde tantas veces presenció la degollación, desangre y destace de los cabritos de leche a manos de cabriteros para colocar las piezas en una vasija, las entrañas en un cazo, y la sangre para fritada la vaciaban en bolsas plásticas. Pero en todo lo demás, el mercado sigue igual: con los puestos de comida, los vendedores de queso, las crudas carnicerías, las tiendas de artesanías.

Igual a otros años, en la primera semana de enero visitó el mercado con la intención de comprar un puerquito. De esos todavía hay. Tras un breve regateo y comprobar que todos los locatarios le daban el mismo precio, se decidió por un marranito que en algo se asemejó a una vaca: blanco con manchas negras.

Sabía que tarde o temprano lo necesitaría. Empezó a engordarlo con lo que le iba sobrando, también con algo de pretensiones. Es sabido que para gozar de algo bueno mañana, uno debe sacrificarse un poco hoy.

Se sorprendió varias veces en medio de una comida, en la amena sobremesa o en pleno brindis bohemio pensando en aquel cerdito. No diría que pasó hambre, pero durante semanas, siempre procuró guardar un poco para llevarle. No eran sobras propiamente, fue ajustarse el cinturón antes de caer en gula para engordar al cochino.  

Al llegar la primavera, su Princesa consentida le recordó que en cosa de un mes, llegaría a la edad adulta. Con la pícara osadía que poseen todos los hijos le preguntó a su papá si ya tenía su regalo.

 —Todavía no hijita, —respondió siendo sincero —¿ya sabes qué es lo que quieres?

—La verdad, aun no lo se. Pero pienso que me puedes dar dinero.

El hombre se guardó aquello. ¿Por qué regalar dinero?

Se sucedieron los días, no encontró que regalar. No se cumplen diariamente los dieciocho años de vida, además que a su Princesa, otras cosas le debía. No es que fuera un mal papá, era un padre igual a todos, con virtudes y defectos, pues los padres son así: blancos, con manchas negras, parecidos a la vida. Le dio vueltas al asunto sin dar con una respuesta.

Siguió cavilando en eso, pensó en varios escenarios por su falta de pericia: sacrificar al marrano para hacerle un buen convivio, pasar la fecha por alto, en fin, que con amor basta, o darle el cerdo completo, para que ella decidiera si disfrutar sus entrañas o seguir alimentándolo.

Lo que más consideró en la previa a ese cumpleaños, fue darle muerte al puerquito para festejarla en casa, con familiares y amigos, con vecinos y hasta el perro. Pero luego recordó que cuando hay celebraciones, el que organiza dispone del menú, música y gente, se regodea de anfitrión, y si es verdad que no es rey, por lo menos es gerente de una fiesta a su manera, mientras, el cumpleañero apechuga con una frágil sonrisa, aunque el convite no sea del todo a su gusto o el presente más deseado. Continuó engrosando al cerdo.

Total, que al hombre se le cerró el mundo para encontrar un regalo que demostrase en tangible el amor por su Princesa. Pero, dentro de tantas carencias con las que va por la vida, un reducto le quedó de algo que sabe hacer. Entonces, ya supo que regalar.

Días antes del cumpleaños, le escribió un tipo de cuento con estilo de papá: un relato fantasioso, un poco con la razón, otro mucho con cariño. Ese día, ya entrado abril, luego de abrazos y besos, primero le dio el escrito, después, un pingüino Marinela con una vela encendida, y al final, la alcancía del marranito de barro; blanco, con manchas negras, igualito a su papá.

cesarelizondov@gmail.com

HOY SE HABLA DE... EL MARRANITO - Saltillo360

El pésame más difícil

 Publicado el 27 de febrero de 2022 en Saltillo 360, de Vanguardia. 



Estoy en la fila para dar el pésame y me siento terrible.

No es que seamos muy cercanos. Compartimos una responsabilidad en el pasado y entablamos algún tipo de conexión. Él ignora el nombre de mis hijos y yo apenas me he enterado cómo se llamaba su primogénito. Pienso que para considerarse amigo hay que conocer los nombres de hijos, hermanos o padres de la otra persona, y viceversa.

Pero no es necesario ser amigo para encontrar afinidad y sentir las alegrías y desgracias de los demás. La atmósfera del lugar es muy densa, triste y melancólica. Cómo no serlo si se está despidiendo a un joven que un par de días atrás gozaba de salud. Mi pesar tiene dos lados, ambos de una tristeza tremenda: la obviedad del infortunio por la corta vida del difunto… y una plática que tuve con su padre.

La fila donde me encuentro se mueve con más lentitud a las otras. Madre, padre y hermanos reciben las condolencias de todos. Cualquier palabra sobra, una mirada y un sincero abrazo es todo lo que se puede hacer en estos casos. Abuelos, primos y compañeros de escuela son la extensión de un drama que nadie debería sufrir.

Hay cuatro personas delante de mí, somos los últimos en espera. Las otras filas se han deshecho. Nunca fue más atinada la palabra deshecho en una retórica. Quien está ahora con el doliente papá debe ser alguien muy cercano porque le habla mucho, con enorme fortaleza y con cierta autoridad. Escucho apagados sollozos provenientes desde cada punto cardinal del templo, pero allá adelante ya no hay más lágrimas, parece que se han secado. No sé si las lágrimas requieren de un tiempo para generarse o si el metabolismo las recupera continuamente.

La fila se acorta. Vienen a mi mente las cosas que hicimos juntos: trámites y proyectos, decisiones colegiadas, organizamos eventos, algunas charlas amenas y una conversación profunda. Esa conversación me está doliendo bastante. Sobre las escalinatas que van al altar, observo la fotografía de un sonriente muchacho con un porvenir glorioso.

Ya solo queda una mujer antes de mi. En los pocos segundos que mide un abrazo y tres palabras, repaso toda la doctrina recibida durante la niñez, los cuestionamientos de mi juventud y las lecturas de mi edad adulta. La mujer se despide por un lado y quedo solo, frente a él.

 

Nos miramos a los ojos. Y en lugar de llorar el, son mis ojos los que se anegan. No puedo dejar de pensar en aquella plática de filosofía, ciencia y religión: un intercambio de puntos de vista donde la argumentación fue para exponer perspectivas sin el ánimo de controlar, convencer o pontificar, un ir y venir de creencias y raciocinios, un peloteo entre la fe y los datos duros. Es por ello que me entristece hasta los huesos saber que este hombre, padre y esposo, no cree que exista algo luego de esta vida, y que cuando aquí se acaba, ya no hay nada más después. Espero que esté equivocado; y es que, por ambos, me duele tanto pensar como él.

Lo abrazo como nunca había abrazado a alguien en un funeral. Me despido con una frase hueca, y regreso cabizbajo, con el corazón molido y la conciencia frustrada. 




Super Bowl LVI para no iniciados

 

Publicado el 13 de febrero de 2022

léelo en Saltillo 360, de Vanguardia

Existen dos tipos de personas: las que siempre quieren estar del lado del ganador, y las que se inclinan a apoyar a los desfavorecidos (underdogs en jerga competitiva).


So pena de perder lectores hiriendo susceptibilidades, diré que los primeros son aquellos que le van al América, votan por el partido en el poder, y toman café con leche; mientras los segundos son los que prefieren películas como Karate Kid, le apuestan al TRI contra Alemania, y defienden al compañero de menor jerarquía de la organización en cualquier caso y circunstancia.


Este domingo no hay tal enfrentamiento. Hoy no veremos caer a un Goliath. El duelo de hoy enfrenta a un par de Davides disputando un campeonato que nadie pudo prever. Pero quizá ahí encontremos el filo interesante de una final que levanta poca expectativa dado el nulo palmarés de sus protagonistas en lo individual.


Pero… momento. Cuando digo que las estrellas de hoy no han ganado, me refiero a un Super Bowl dentro de la NFL. Un vistazo a sus hazañas deportivas personales, hace ver los logros de cualquier mortal como un desperdicio de vida. Nombres que escucharás repetir durante la transmisión del partido como Beckham, Donald, Apple y Chase, poco tienen que ver con Chevy, Iphones, el pato de Disney o el novio de Victoria, la ex-Spice Girl. Son atletas que se ganaron a pulso un lugar dentro de uno de los negocios más exigentes del mundo, pertenecen a la élite dentro de sus posiciones, pero no han alcanzado el título.


Y, al fin domingo, como diría Raúl Velasco: aún hay más. Tenemos underdogs dentro de los underdogs.


Uno juega en la posición más infravalorada de este deporte, es el enclenque pateador de los Bengalíes de Cincinnati, Evan McPherson. Si visualizas lo que es un vestidor, gimnasio, sala de juntas, fiestas y demás lugares comunes a los jugadores de fútbol americano, puedes imaginar el lugar que ocupa una persona que por definición, no tiene el físico de sus compañeros. Todos en un equipo saben el nombre de quien levanta más peso, quien salta más alto y quien corre más rápido, pero nadie recuerda el nombre de los pateadores. Pero este novato, viene con récord perfecto en los juegos eliminatorios, luego de una temporada llena de marcas y logros. Sería la historia ideal si su pie decide el partido.


El otro, es un blanquito que reta al status quo jugando de receptor para los Carneros de los Angeles, Cooper Kupp. Te invito a googlear su testimonio de vida, te aseguro que te inspirará él, y su pareja. Kupp lideró la liga en todas las categorías de su posición, algo sorprendente cuando vemos que otros tienen, por cuestiones anatómicas, más capacidad física para ese trabajo.


¿El plato fuerte? Los Quarterbacks. Por un lado verás al joven Joe Burrow, quien luego de una lesión que le truncó su temporada de novato, regresó para vencer a los mejores de su división y conferencia para llegar a esta instancia. En el otro bando estará Matthew Stafford, alguien que juega en la NFL desde hace rato; pero llegó a una de las franquicias más perdedoras en la historia del deporte. Sufrió derrotas durante doce campañas, hasta que la primavera pasada lo canjearon los Carneros, con el único propósito de ser campeones.


Pues bien, sólo queda decidir a quien vamos a apoyar: a los improbables Carneros, que con la experiencia de Stafford, Kupp y Donald salen como favoritos, o a los sorprendentes Bengalíes, quienes juntando a Burrow, McPherson y Chase, apenas suman cuatro temporadas de experiencia. Igual a cada año, te doy mi pronóstico infalible, al cien por ciento: hoy gana el anfitrión.


Ahhhh, olvidaba el dato inútil para apantallar al tío: si, los Rams juegan en su ciudad y su estadio, pero administrativamente, el local es Cincinnati; eso tiene que ver con el lado de las bancas, escoger el uniforme y los vestidores a utilizar…más le vale a los Rams haber instalado un boiler en las regaderas del equipo visitante. La duda entonces es, ¿quién diablos es el anfitrión?

  cesarelizondov@gmail.com