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Me
despertó su aliento. Mezcla de cerveza y algo más, difícil de identificar para
ignorante sibarita como soy; igual puede ser tequila que whisky, un ron o
mezcal. Pero, ¿A quién se le ocurre convertir la fiesta de su hijo, en una descomunal
peda entre amigos y familiares? Solo a un mexicano, supongo.
Inconsciente
por partida doble: por alcoholizado hoy, y porque siempre duerme como si nada
debiera. Sus ronquidos expulsan el tufo de lo que no llegó a sus entrañas, de
lo que el cuerpo ni siquiera alcanzó a digerir. Me espera una larga noche. Debí
insistir con el pastel, quizás hubiera bebido menos.
Escucho
algo. ¿Es mi hijo jugando con sus regalos arriba en su cuarto? ¿O es un nuevo
estilo gutural del roncar? No… parece algo diferente. Aguzo el oído. Pueden ser
las cortinas bailando al son del viento… pero estamos en enero, las ventanas de
mi habitación están cerradas.
Pasan
unos momentos y ahí esta de nuevo. Lo escucho debajo de la silla, junto a la
puerta, como el arrastrar de un gran insecto, como cuando los ratones invadieron
la casa. Me preocupo. Escucho una puerta cerrarse arriba. Le grito a mi hijo y
contesta que esta en el baño. Escucho de nuevo, aquello se arrastra, despacio,
desde debajo de la silla, hacia la pared, y sube con rapidez hasta el techo al
tiempo que entra, desde afuera de la pieza, un vientecillo helado. Siento
miedo, mucho miedo.
Me
quedo inmóvil. Mis ojos se adecúan a la oscuridad y, horrorizada, alcanzo a vislumbrar
una mancha: es como el cuerpo de una tarántula, pero gigantesca y… sin patas; se
mueve con sigilo en el ángulo de la pared y el techo. Su movimiento asemeja al
de un fantasma, como flotando; pero va contra el techo, a través de la pared.
Escucho, y ahora también veo en la penumbra cómo avanza, lento, sin prisa, sin
ritmo y sin pausa, hasta el fondo de la habitación; parece huir del aire frio
que se cuela desde la cocina. Siempre pegado al techo y a la pared. ¿Qué clase
de ser es ese? ¿Es que está atrapado dentro de mi casa y busca salir? ¿O busca
hacernos daño? Ahogo un grito.
Mi
esposo balbucea algo, dormido. Escucho los pequeños pasos de mi hijo bajando la
escalera mientras veo a aquella sombra detenerse un instante, como analizando
su próximo movimiento. Grito muy fuerte, desde el fondo del estómago, desde el
diafragma. Mi esposo sigue inerte; entonces, salgo de la cama arrojando las cobijas
por un lado. Al levantarme, mis ojos se desajustan a la oscuridad y pierdo
visibilidad. Pero escucho que aquello se agita, como dudando entre escapar del
viento de la cocina o enfrentar a una madre que defiende a su familia. “¡No
bajes, cariño ¡”, es lo que sale de mi boca entre jadeos y sollozos. Pero es demasiado
tarde.
Corro
hacia la pared mientras veo la silueta de mi hijo aproximarse al umbral de mi
cuarto. La puerta abierta, mi marido a merced de aquel ente. Aquello se agita,
nervioso. Alcanzo la pared y lista para encender la luz, me preparo para lo
peor, entrecierro los ojos, aprieto los dientes y con todos los músculos de mi
cuerpo crispados, enciendo la luz. Y lo
veo en todo su esplendor: el estúpido globo con helio del “Feliz Cumpleaños”.
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