Publicado el 22 de Febrero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
Aquello fue el paraíso: Mis tíos se habían hecho del local de Librería Excélsior en la calle de Aldama
para expandirse en el rubro zapatero; antes de las obras de remodelación, había que vaciar el edificio
para los contratistas, así que en hordas de 3 a 6 personas fuimos invitados los cercanos para escoger
de los atiborrados anaqueles aquellos libros que quisiéramos leer. Como borracho en barra libre,
escogí más volúmenes de los que podía cargar, pero como siempre fue y ha sido, la tía Rima se
esmeró en la forma de como sí hacer que las cosas sucedan sin mirar el cómo no se pueden hacer, y
encontró la manera de enviar todo a mi casa.
Así como pasaba las páginas de aquellos libros, pasaba también de la niñez a la juventud entre
historias tan disímbolas que iban del Colmillo Blanco de London a toda la bibliografía de Sherlock
Holmes escrita por Conan-Doyle; de la Operación Jesucristo de Mandino al Copo de Nieve de un
desconocido Sagarin y de la Rebelión en el Desierto al sugestivo título para un adolescente de Quo
Vadis?
Ese gusto por la lectura lo había sembrado inteligentemente mi madre (pedagoga de profesión) al
poner en mis manos desde muy pequeño toda clase de publicaciones que tuvieran que ver con mi
gran pasión de la infancia: El fútbol americano. Así es como una persona migra de las noticias de su
equipo en el periódico a las revistas deportivas, de ahí a publicaciones de temas variados, luego a
libros de fácil lectura y de ahí espero algún día saber digerir las grandes obras.
Pero luego emerge brutalmente la comunicación de la mano de la tecnología y pone cualquier
contenido al alcance de un click, de una suscripción satelital para TV o de una sala de cine. Entonces
descubre uno que La Rebelión en el Desierto no es otra cosa que Lawrence de Arabia y que Winona Ryder es más atractiva que Josephine. Se deja uno caer en la comodidad de los 24 cuadros por segundo que narran en una imagen más que mil palabras y los puristas comienzan a acusar a una sociedad que prefiere la integralidad de vivir más experiencias a la curiosidad de profundizar en contenidos.
Y ahí se la lleva uno hasta que es envuelto por El Silencio de los Inocentes por enésima ocasión, el magistral filme me deja una vez más fascinado con la personalidad de Hannibal Lecter y en cosa de unos meses esa fascinación me lleva a devorar toda la saga de los libros de Thomas Harris sorprendiéndome en varias ocasiones despierto por pesadillas que nunca sufrí al ver las películas. Lo mismo me pasa con El Padrino y con otras películas que me han arrastrado a los libros al quedarme con ganas de más. Hace poco, vi en una misma semana los filmes del Atlas de la Nubes y La Vida de Pi; en la primera sospecho (y luego compruebo) que la obra escrita debe profundizar mucho más en los nudos de la original historia mientras que en la segunda me asaltan dos incógnitas: ¿Porque el protagonista lee algo tan bizarro que ha tenido gran influencia en mí como es El Extranjero de Albert Camus?, y me pregunto también si la escondida referencia (cameo literario diría yo) a la obra de Edgar Allan Poe en el nombre de un tigre de bengala es abordada en el libro como una casualidad, como una deliberación, o simplemente es ignorada.
Me doy cuenta entonces de cómo es que el cine y la televisón pueden convertirse en estupendos promotores de la lectura. Seguro existen miles de adolescentes que empiezan a descubrir al verdadero Sherlock al ser enganchados por el personaje de Downey Jr., otros se transportan a fantásticos mundos gracias a Harry Potter y algunos más se adentran en las penumbras del Crepúsculo. Y, claro, como pasar por el alto el fenomeno actual de las 50 Sombras de Grey, que además de ser una fábrica de dinero, ha llevado a miles de personas a iniciarse o a continuar en ese fantastico vicio que es la lectura.
Por lo pronto, quien esto escribe se acerca finalmente a leer Cien Años de Soledad gracias a que la serie del Patrón del Mal transmitida por Unicable lo motivó a leer la Noticia de un Secuestro, del gran Gabriel García Márquez.
cesarelizondov@gmail.com
Mis publicaciones en Saltillo 360, de Vanguardia
De Pi a Poe
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
sábado, marzo 28, 2015
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Yo soy taxista, y transportista, y....
Publicado el 15 de Febrero en 360 la Revista, de Vanguardia
Esta semana
nos tocó quejarnos de los taxistas. Caos vehicular causado por los bloqueos de
los choferes de los autos de sitio, que sumado a las molestias ya padecidas por
las obras públicas en materia de tránsito, hicieron que los saltillenses
experimentáramos algo así como el día de furia de Michael Douglas. Meses atrás,
los taxistas eran parte de la población que se quejaba porque los maestros no
dejaban pasar a los vehículos por manifestarse. Y en algún tiempo pasado,
taxistas y maestros se unían al clamor popular que condenaba las
manifestaciones de los transportistas en la vía pública.
Todas las anteriores manifestaciones en
busca de mejoras o no afectaciones a sus condiciones económicas de trabajo.
Considero que las manifestaciones por motivos de justicia social o judicial deben
ser analizadas desde distintas perspectivas a las que son movidas por cuestiones
económicas, pero en el fondo todas las manifestaciones luchan por lo mismo:
Dignidad.
Como intenté ilustrar en el párrafo
inicial, no existe persona, gremio o grupo que tolere el que otros afecten su garantía
constitucional de libre tránsito al chocar esta contra el derecho de esos otros
a manifestarse. Pero nos queda claro que cuando son nuestros intereses los
amenazados, si es correcto y justo tomar las calles para presionar a las
autoridades.
Y aquí aparece la crítica de Maquiavelo
citando a Julio César: Divide y vencerás. Y es que si fuera posible hacer
coincidir en tiempo y espacio todas las manifestaciones de todos los que
tenemos algo que reclamar, veríamos que no quedarían autos circulando a los
cuales afectar. Todos estaríamos solidariamente enarbolando diferentes banderas
en calles y plazas.
Y en ocasiones somos tan ingenuos creyéndonos
agraciados, que ni siquiera nos damos cuenta de dónde ha sido sembrada la
semilla de la desunión: En las nefastas concesiones. Llámale concesión de taxi,
concesión de transporte público, planta o plaza laboral, estación de radio o
televisión, explotación o venta de gas, agua, gasolina, tiempo aire o lo que se
le ocurra a la autoridad.
En principio, una concesión es otorgada por el
gobierno para que un particular ofrezca servicios a la comunidad aprovechando
los recursos, equipos, infraestructura y cualquier tipo de obra o bien público.
Por supuesto, también existen concesiones en el ámbito privado como atender la
cafetería de la escuela, otorgar el servicio de transporte de material o
humano, tener un franquicia o distribución protegida de algún producto o
servicio, etcétera. Y todo tipo de concesión es un pequeño cáncer en la
economía porque es prima de ese terrible grillete llamado monopolio. La
concesión genera incompetencia.
Y la incompetencia genera carestía en las
cosas y su empobrecimiento en calidad. Hemos visto como ante la nula (gracias a
Dios) regulación oficial de las redes sociales y el internet, un mercado libre
de oferta concesionada ha conseguido que los medios electrónicos tradicionales mejoren
sus contenidos noticiosos acercándose más a una verdad objetiva que a esa
verdad subjetiva que antes ofrecían y que hoy las redes desenmascaran. De aquí
volvemos a nuestros amigos taxistas.
Entonces, ¿Qué pasaría si un día desaparecen
las concesiones de taxis? Nada malo. El buen taxista no tendría que renovar
ante la autoridad un oneroso permiso en actitud sometida; ni esa misma
licencia, permiso o concesión asemejaría en sentido figurado una forma de
guillotina. El auto en si, no es propiedad del estado y en estricto apego a
derecho, si un taxista está inscrito en algún régimen fiscal y cumple con sus
obligaciones, no debería existir reglamento que le impida dar un servicio de
transporte regido por la oferta y la demanda. Igual con el transporte urbano y
un sin número de concesiones.
En cada oficio hay buenos y malos oferentes
por la naturaleza humana, pero los servicios no debieran ser malos de
nacimiento por los vicios en la forma de manejar la administración pública en
México. Por eso me uno a los taxistas, transportistas, maestros y demás
manifestantes recurrentes que entienden la concesión como un lastre sujeto a
infinitas normatividades que lejos de beneficiar al mexicano, solo perpetúan la
sumisión ante la autoridad de oferentes y consumidores.
Menos concesiones y más libre competencia
es como los autobuses, taxis y demás servicios podrían ser normados por la
calificación del usuario en forma de mayor demanda y pago justo en función de
la calidad ofrecida al cliente, y no por la cantidad de votos depositada en las
urnas.
cesarelizondov@gmail.com
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
sábado, marzo 28, 2015
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¿Existe el amor a primera vista?
Publicado el 09 de Febrero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
¿Existe el amor a primera vista?
¿Qué puede un hombre decir?
La primera vez que la vi fue mientras bajaba aquellas
escaleras,
y fue allí que tuve la fantasía de enredarme con ella bajo las
sábanas,
pero, ¿Eso es amor?
Luego, cuando la conocí,
unos minutos bastaron para reconocer en ella los rasgos que
debe tener una mujer:
encontré a una persona agradable, inteligente, noble y
bondadosa,
pero, ¿Acaso el amor es eso?
Después comencé a salir con ella,
Y poco a poco me di cuenta que ahí podría haber algo más que una amistad o una atracción:
Nuestras coincidencias eran muchas; y eran más
importantes que nuestras diferencias.
Pero, ¿Con eso basta para el amor?
Nos enamoramos en ese tipo de enamoramiento que puede caber varias veces en una vida,
y tiempo después nos comprometimos, nos juramos lealtad, y un montón de cosas más;
todo tratando de alcanzar lo que no todos encuentran en una vida: Un amor trascendental.
Pero, ¿Con eso queda garantizado el amor?
Después nos peleamos y nos alejamos. Nos herimos y nos perdonamos.
De la mano subimos una bonita ladera, de maroma bajamos
la pendiente traicionera.
Lastimados y vencidos, con rostro y ánimo al piso, el mal
pasado enterramos.
Pero unidos nos pusimos nuevamente en pie.
En medio de todo esto llegaron los hijos. Y todos sabemos
que pronto, los hijos alas tendrán.
Ahora algunos podrán pensar: ¡Ahí está, lo has resuelto, ya tienes tu historia de amor¡
Pero, permítanme decir algo: El amor no es una historia, el
amor es sentimiento.
Por eso pienso que el amor solamente existe a primera vista.
Y es que hoy,
después de muchos años de haber jurado un amor ante
Dios, ante la sociedad y ante la Ley,
resulta muy obvio que he cometido toda clase de errores,
y también soy consciente de que mi esposa no es perfecta.
Ante los parámetros de Dios y de la sociedad,
y con certeza también frente a lo que diría un juez,
el nuestro sería juzgado como un amor fallido.
Pero… Aún seguimos juntos.
Es por eso que estoy totalmente convencido del amor a
primera vista,
en mi no cabe la menor duda,
y es que después de haber vivido tantas y tantas cosas al
lado de ella,
cada nuevo día despierto, luego volteo a mi derecha y la
observo…
Y la primera vista de mi día es ella…Y me enamoro.
César Elizondo Valdez
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
sábado, marzo 28, 2015
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Los sueños y la pesca: El Paraíso
Publicado el 01 de Febrero de 2015 en 360 la Revista, de Vanguardia
¿Será que así es ese cielo que la religión me ha prometido? Imagino el paraíso exactamente así, como en una dimensión distinta a las que conocemos aquí: Inmaterial, intangible, etéreo. Pero donde conservemos una forma de conciencia que nos permita percibir aquellas cosas que nos gustan, que nos motivan, que nos apasionan, e incluso, que nos preocupan.
¿Será que así es ese cielo que la religión me ha prometido? Imagino el paraíso exactamente así, como en una dimensión distinta a las que conocemos aquí: Inmaterial, intangible, etéreo. Pero donde conservemos una forma de conciencia que nos permita percibir aquellas cosas que nos gustan, que nos motivan, que nos apasionan, e incluso, que nos preocupan.
Seguramente fui incentivado por lo que acababa de leer. Me dormí unos
minutos después de cerrar el libro clásico de Ernest Hemingway, “El viejo y el
mar”. Y tuve entonces un tipo de sueño que jamás había tenido: Soñé que
pescaba.
Estaba
con mi hermano a la orilla de una especie de estanque, presa o laguna cuando
sentí que un pez mordía la carnada, al tiempo que
giraba lentamente el carrete le di un jaloncito a la caña de pescar, el
inmediato cosquilleo en las manos me dijo que ahí seguía la presa comiéndose el
camarón; entonces di un decidido y fuerte tirón hacía atrás y tuve la
inequívoca sensación de haber enganchado al pez. Empecé a recoger el sedal y la
resistencia del pez fue lo que todo pescador conoce, ese súbito y ciego pero
cierto gozo de saber que algo viene y lo puedes imaginar, casi palpar, pero,
que en la analogía de un hijo dentro del vientre de su madre, no podemos
conocerle hasta que sale.
Así
como en la vida real, la lucha y los jaloneos del pez hacían parecerlo de un
gran tamaño, ¿Será que al igual que un hombre peleando cuando está en su
elemento, el pez luchando dentro del agua tiene más fuerza y peso del que
tendrá estando afuera, una vez que lo han vencido? En mi sueño, experimentaba
la misma felicidad de cuando pesqué mi primer curvina en La Pesca, en Tamaulipas;
felicidad que a diferencia de otras experiencias, nunca disminuye de
intensidad, así la hayas repetido mil veces.
Duró
poco la pelea. En ese lapso de tiempo indefinido que hay en los sueños
repentinamente lo saqué del agua. Era un truchita pequeña y muy delgadita, nada
para presumir y sin mucho chiste; pero vaya que me hacía sentir muy bien,
contento. Como generalmente sucede con los sueños, los detalles de lo que hice
después con aquel animal han quedado diseminados en algún olvidado rincón del
subconsciente. Pero al despertar estaba radiante.
Entonces
recordé mis sueños recurrentes preferidos: Emprender el vuelo con movimientos
similares a los que hacemos para nadar y observar los árboles y el campo desde
las alturas, jugar fútbol soccer aun cuando no es mi deporte favorito, en
ocasiones sueño que estoy cantando como un Sinatra y en otras bailando como
Travolta, me gusta cuando sueño que conduzco mi camioneta sin saber hacia dónde
me dirijo con mi esposa y con mis hijos. Y, ya sabes, todavía me sorprenden de
vez en cuando los sueños que el hombre tiene a partir de la adolescencia.
Es
curioso como en mis buenos sueños no se reduce mi abdomen, no tengo brazos más
fuertes ni me agrando en lo viril, tampoco ando mejor vestido ni viajo en autos
de lujo. No sueño con un mejor trabajo ni siendo galardonado; a veces sueño con
quienes se han adelantado pero nunca con quien no ha llegado. No me sueño
dentro de una taberna, bar o cantina en un brindis con extraños. Y si me sueño
en la escuela, es a la hora del recreo.
Si,
románticamente así debe ser el paraíso que promueven los vendedores de la fe.
Un consciente sueño eterno salpicado de incorpóreas vivencias estimuladas por
las experiencias, pensamientos, sentimientos, anhelos y, ¿porque no?, miedos
que acumulamos durante esta vida.
¿La
alternativa racional a lo que pienso, lo que habría en lugar de ese paraíso,
edén o nirvana? Sería como una noche sin sueños. Dormir sin tener conciencia,
navegar en soledad y a la deriva eternamente en un oscuro mar, siempre de
noche; sin sedales y sin cañas, sin anzuelos ni carnadas; sn recuerdos ni
ambiciones, sin presente ni pasado. Sin futuro.
Puedo
tomar mis decisiones. Y elijo seguir acumulando vivencias y pensamientos en
esta vida que me lleven a capturar ese marlín o pez espada que hasta hoy se me
ha negado. Porque en mí no hay lugar para la duda: O lo hago viajando a un
puerto pesquero de forma convencional, o lo espero a que llegué sin avisar en
un sueño, así como llegó la truchita…O será en la vida eterna, que por medio de
experiencias y de sueños nos avisa, nos sugiere y nos anuncia, como son allá
las cosas. Amén.
cesarelizondov@gmail.com
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
sábado, marzo 28, 2015
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Lo que te dice una encuesta
Publicado el 25 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
Estábamos en junta de consejo. Era un
joven pretendiendo nadar en un mar de tiburones que se había ganado un asiento
dentro de una de esas agrupaciones gremiales en las que tarde o temprano caemos
encuadrados durante la vida productiva. Un gremio de esos que por medio de
acuerdos colegiados, buscan legitimar por consenso grupal lo que ninguno de sus
miembros consentiría en lo particular, lo que en no pocas ocasiones queda
supeditado a los designios de aquellos que los maicean más que a los genuinos intereses
de sus agremiados. La farsa de una democracia dirigida que se señala con índice
de fuego hacia los gobiernos y distintas instituciones públicas, y se practica
igual puertas adentro.
Luego de largos y agrios intercambios de
puntos de vista en donde los argumentos de algunos chocaban en contra de la
cúpula y dónde ambos bandos radicalizaban sus posturas sin dar a la otra parte
un beneficio de duda, alguien sugirió una moción de orden y alguien más propuso
que se votase la decisión. Se deliberó un poco más en tonos algo amigables
durante unos cuantos minutos para que finalmente, el curtido secretario de
aquel consejo tomara la palabra para plantear que en ese momento se llevara a
cabo una votación abierta a fin de no perder más tiempo.
De entrada la votación abierta era en si
una jugada maestra del secretario con el pretexto de ahorrar tiempo. Había que
dejar a la vista de todos una decisión única y personal que ya había quedado
muy claro no podría ser más que en alguno de dos sentidos: Apoyar a los líderes
en su propuesta o ir abiertamente en contra de ellos.
Se dispuso a contar a los presentes
primero para saber con cuantos votos se ganaba una decisión por mayoría. Acto
seguido, a pregunta expresa sobre si estábamos listos para votar y ante la
positiva respuesta de todos, el secretario sacó su mejor carta de la manga para
asegurar la votación. La genialidad estuvo en la forma de hacer su siguiente
pregunta a manera de encuesta.
-¿Quiénes están en contra del progreso que
significa nuestra propuesta?, que por favor levanten la mano- fue lo que
preguntó para llevar a cabo la votación.
Por supuesto que nadie votaría en contra
de una proposición donde se incluía la palabra progreso. Los opositores no
estaban en contra del fondo que significaba el progreso, sino en la forma de
hacer las cosas. Al no haber manos levantadas en contra del “progreso”, el
mismo secretario decretó que por lo tanto, por simple lógica, todos asentían a
la propuesta de la directiva. Hábilmente dijo que ni siquiera había necesidad
de preguntar quienes si estaban a favor de la iniciativa. Siendo que algunos no
estaban de acuerdo en lo que se proponía, aquello se contabilizó como una
decisión unánime gracias a los oficios de aquel veterano secretario de
retorcidos colmillos.
En comunicación y en mercadotecnia
aprendes que la forma en que se plantea una pregunta incide vitalmente en la
respuesta. Todos estamos dispuestos a probar un nuevo producto que nos ofrecen
gratis en el supermercado y quizás digamos que nos gusta, pero eso no quiere
decir que vayamos a comprarlo. No es lo mismo insertar en un cuestionario la
palabra nacionalista que el término comunista; igual pasa si cambiamos
capitalista por generador de empleos o si eliminamos gasto y ponemos Inversión.
No es lo mismo hablar de continuidad que de dictadura como no es igual respetar
a las mujeres que consentir asesinatos de terceros indefensos.
Vienen en Coahuila meses de encuestas,
cuestionarios y demás métodos para evaluar popularidad y aceptación de propuestas
y candidatos. Habremos de estar atentos a como son planteadas las preguntas
para sacar conclusiones no solo de cual es la percepción ante las fórmulas de
candidaturas y lo que ofrecen, sino también sobre quienes llevan a cabo las
encuestas; en ocasiones una encuesta nos dice más del encuestador que del tema
sobre el que se pregunta. Porque si ese hombre que fungió como secretario en
aquel consejo era un astuto y viejo lobo de mar para incidir en el ánimo de una
pequeña votación ante nosotros, ante las agencias encuestadoras sería un simple
aprendiz.
cesarelizondov@gmail.com
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
lunes, enero 26, 2015
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Camino de Cuatrociénegas
Publicado el 18 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
En el ánimo de ilustrar pero jamás en un afán
de insultar, ofender o menospreciar, trataré de describirte como era aquel muchachito que nos encontramos:
Era el típico gordito buena onda, ese que tiene la sonrisa fácil y que de
inmediato te cae bien, que se nota su convivencia cotidiana con adultos porque
tiene la respuesta rápida e ingeniosa, que tiene el albur más rápido que tú. El
gordito rebanoso, pues. Éramos un pequeño grupo de amigos dirigiéndonos a la
que debe ser la ciudad del mundo mundial con mayor densidad de hermanos cuates por
metro cuadrado: Cuatrociénegas, Coahuila.
Yo, era un joven con la pretenciosa y petulante
suficiencia de haber tenido acceso a la educación superior en un país donde una
muy pequeña minoría podía (puede) hacer eso. Sin compromisos, disfrutaba de esa
época de la vida en la que empiezas a ganar pesos pero todavía no ganas peso,
de cuando el mundo te parece muy pequeño para engullirlo de un bocado pero
suficientemente grande como para equivocarte una y otra vez sin consecuencias,
de cuando las espinillas y el acné han cedido a la barba y el bigote, de cuando
una credencial del IFE la concibes como el documento que abre puertas a mágicos
sitios más que como algo para ejercer tus derechos y responsabilidades, de
cuando eres puente natural entre astucia e inocencia, entre la experiencia del
abuelo y la candidez del niño.
Lo
que me habían inculcado en casa decía que había de cuidar los centavos; en la
formación académica universitaria habían intentado dotarme de un instinto
asesino que dictaba ser ferozmente agresivo a fin de conseguir el mejor trato
para mis causas; pero en la temprana educación escolar me habían enseñado a
actuar siempre apegado a principios más humanos que materiales. Es muy conocido
como en las más triviales cosas sacamos a relucir todos nuestros introyectos,
constelaciones, complejos, prejuicios y frustraciones.
El fin de semana prometía mucho: La poza
de Becerra, la poza azul y las playitas aún no eran zonas protegidas como
ahora, asistiríamos a las dunas de día y a la feria de la uva por la noche,
habría tiempo para jugar billar en el Ocho Negro, por nada nos perderíamos de
ir a un baile “canchero” en los patios de un templo o alguna escuela, descasaríamos
en El Nogalito y cruzaríamos la calle de la casa donde nos hospedaríamos para
tomar una cerveza jugando dominó en el Casino. Y, si las cosas se daban como soñábamos,
quizás, en algún momento del viaje incluso llegaríamos hasta el paraje que
conocíamos como los Pinabetes con alguna bella señorita que por allá
conociéramos.
Y sucedió que en algún lugar de Coahuila
de cuyo nombre no puedo acordarme, pero situado entre Monclova y Sacramento, mi
vida se cruzó con la del gordito. Ya sabes cómo es la red carretera nacional:
Llegando a una pequeña ciudad, pueblo, ejido o ranchería, te recibe un tope o
bordo de concreto para que entiendas así los letreros de límites de velocidad. Y
allí estaba él con su gran sonrisa. Pidió que bajáramos las ventanillas y de
inmediato adivinamos sus intenciones: Traía bajo el brazo una canastilla
repleta de dulces de leche.
Una de tantas debilidades en mí se hizo
presente al ver aquellos conos rellenos de cajeta. E inició el regateo.
Avanzamos a vuelta de rueda los ciento cincuenta y tantos metros que mediaban
entre el bordo de entrada al ejido y el de salida. El lento avanzar de la vieja
caribe roja era un trote presuroso para el muchachillo que, jadeando, iba a la
par mientras los argumentos entre vendedor y comprador iban y venían. Por
ascendencia familiar, algunos de los que íbamos allí teníamos la noción de cual
era un precio justo para la bolsa de conos. Entre risas y bromas, y con un
clarísimo deadline o límite que era
el bordo final para cerrar el trato, llegamos a un acuerdo en el que yo no
sería sorprendido como extranjero en mercado de playa, y donde tampoco él
saldría con un espejo a cambio de esos dulces que si no vendía, probablemente
se los comería. Pagué diez de aquellos todavía flamantes nuevos pesos por una
bolsa con cinco conos.
Satisfechos con la compra, continuamos nuestro
camino en medio de mis sesudas reflexiones en voz alta sobre cómo había
aplicado mis importantísimos estudios y empíricas lecturas empresariales en aquella
insignificante ocasión. “Esto de pelear un descuento es una cuestión de
principios, nunca de dinero” decía, “Debes siempre estar atento a pagar un
precio justo, el dinero no se da en los árboles”, “es obvio que ante un
inminente deadline, el vendedor tendría
que bajar su precio al máximo”, ”la mercancía más valiosa en una transacción no
es el producto que te ofrecen, es tu dinero que ellos quieren”, “la
superioridad numérica siempre te da una gran ventaja psicológica para
negociar”. Bueno, desmenuce toda la teoría durante los siguientes veinte
minutos. Hasta que a Juan Manuel le dio hambre.
-¿Me pasas un cono por favor?- le dijo a Osvaldo.
–Los tiene el Camarón- respondió aquel. –Armando fue quien los tomó-dijo Luis.
-¿Qué no los tienes tú?, tu pagaste¡¡- me
dijo Armando mientras cuatro pares de ojos me taladraban.
Y fue entonces que la realidad del mundo
de la experiencia abolló para siempre la corona de universitario frustrado: El
gordito no solo se había quedado con mi dinero, también se guardó los conos. Todavía
lo imagino carcajeándose mientras se come mis conos bajo la placentera sombra
de un gran encino.
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
domingo, enero 18, 2015
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Mensaje abierto a mi diputado local
Publicado el 11 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
Javier: No me lo tomes a mal, pero yo no vote
por ti. Para mí no es nada personal, es solo que dentro de mi cándido idealismo
y observando la historia, me he dado cuenta de que si bien es cierto que una suma
de fuerzas puede hacer crecer a un imperio, solo el equilibrio de fuerzas puede
hacer prosperar a la humanidad. Es por eso que tengo una visión daltónica
cuando de ejercer mi derecho al voto se trata y no distingo colores ni partidos
en un perpetuo y hasta hoy vano esfuerzo por encontrar ese balance entre institutos
políticos. Y es que la propuesta ideológica de cada uno de ellos me ha parecido
siempre un tratado de utópicos buenos deseos desde los puntos de vista
sociales, políticos y económicos; todos se ven igual de bonitos en el papel.
Por otro lado te ofrezco una disculpa
porque en esta ocasión y contrario al estilo de crítica constructiva que he
elegido, dirijo la atención a ti en lo particular. Pasa que en mis
publicaciones en medios de comunicación y redes sociales he seguido la política
de no señalar personas por su nombre porque considero que al opinar, juzgamos;
y si juzgamos, habríamos de calificar simple y solamente actos, nunca individuos.
Pero resulta que ahora si personalizo
mi colaboración ya que vivo en el distrito 1 de Coahuila, al cual tú
representas en el congreso local. Es que votarás por algo que me concierne más
como humano que como coahuilense; tendrás que opinar ante una iniciativa que el
poder ejecutivo te va a proponer según lo ha expresado nuestro gobernador.
A estas alturas ya sabes a que
tema me refiero: La despenalización del aborto en nuestro estado.
No entrare (y espero que nadie
lo haga porque no es necesario) en debates desde perspectivas de doctrinas
religiosas ya que estas no tienen por qué normar nuestros criterios legales.
Solo diré que el concepto de marco legal como el que te toca hoy actualizar y
darle forma, nace de un principio idéntico a las religiones: En teoría, sus
preceptos deben estar basados en la moralidad, con la diferencia de que las
cuestiones jurídicas debieran siempre privilegiar el Deber Ser por sobre el
Ser.
Contextualizando diremos que
el Ser no es ese abstracto concepto que en el afán de desapegos materiales coloquialmente
contraponemos al Tener. No, el Ser es la entidad del individuo, la individualidad
de la persona, lo que a cada quien concierne en su muy particular realidad; es distinto
y de diferentes matices ético-morales para cada individuo. Y el Deber Ser es
entonces lo que sería común a todos, lo que estaría en armonía con y para todos
los humanos como especie, como nación, como Estado en este caso.
Así entiendo que el Ser de
una mujer tiene derecho sobre su cuerpo, igual que lo tenemos los varones. Pero
el Deber Ser de la sociedad o el Estado no tiene derecho sobre la vida de los
demás; de hecho se ha legislado que ni siquiera sobre la vida de los animales.
Por otra parte tenemos también
que para muchos códigos civiles el no nato (nasciturus en términos domingueros)
tiene derecho a heredar. Ojo aquí, permitir el aborto sentaría un precedente contrario
a eso abriendo una pesada y peligrosa puerta a jurisprudencia para interesantes
casos de codicia, dónde sería perfectamente legal y conveniente el asesinato del
heredero concebido antes de que este vea la luz del mundo.
Y la vida según la ciencia, surgió
en este planeta con los más primitivos organismos unicelulares y bacterias hace
unos 3500 millones de años, desde entonces la vida es la única constante sobre
la faz de la tierra. De ahí que la ciencia diga (no las religiones), que la
vida nada tiene que ver con la conciencia, edad, especie, alma, gestación,
estado civil, género o cualquier otra cosa que pudiésemos legal o
religiosamente discutir. La vida no conoce de grados: O existe o no existe.
Así
pues, los argumentos científicos y morales que entiendo, sintetizan para mí la discusión
en dos únicas preguntas a responder para este caso: ¿Cuándo inicia la vida de
un ser humano? ¿Le darías a alguien el derecho a privar de la vida a otra
persona?
Por supuesto que la verdad no
es propiedad de nadie y tanto la sociedad como tus representados debemos estar
abiertos a entender otros argumentos. Pero sinceramente pienso que estarías
haciendo lo correcto si no prospera la legalización del aborto en lo
particular; y además en lo general, el Congreso local estaría enviando un
excelente mensaje a la ciudadanía en el sentido de una verdadera división de
poderes, esto en beneficio de un trascendente crecimiento humanitario para mi
Coahuila, más que de insípidas victorias partidistas para tu mundo.
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
domingo, enero 11, 2015
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La Selva
Publicado el 04 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia
Recordé
aquella película que se ha convertido en referente para entendernos como
mexicanos: Mecánica Nacional. Comprobé nuevamente que nuestra educación, cultura,
raíces e idealismos son reflejados por nosotros los mexicanos de formas que ni
siquiera imaginamos, esta es una pequeña historia que se repite cada día, en
cada ciudad del país.
Era un día como cualquier otro, tan normal era ese día que creo haberlo
vivido cientos de veces; tenía que hacer algunas compras y me dirigí en mi
automóvil al supermercado. Como hombre de esta época, iba con el tiempo encima.
Cuadras antes de llegar escuché el molesto ruido de una sirena.
- Que
mala suerte,- me dije -lo que menos necesito en estos momentos es darle el paso
a una ambulancia-.
En
eso me percaté que venía detrás de mí y entendí mi oportunidad. Ya no sonaba
tan molesto, el ruido se había transformado en canto de la sirena. Empecé a
sonar el claxon, hice gala de humanismo, dejad pasar los heridos, era el
mensaje que enviaba. Supe que sintió Moisés cuando ante mi se abrió el tráfico,
así que me aproveche del camino que se despejaba. Primero ceder el paso,
después pegarse detrás de la ambulancia, enseguida se pisa el acelerador y con
cara de angustiado se hace como que uno sigue la procesión hasta el hospital. Dos
minutos debí ahorrar gracias a aquella emergencia, dios bendiga a los enfermos.
Ingresé al estacionamiento del supermercado que como de costumbre estaba
totalmente lleno. Así que empecé el ritual de gastar gasolina dando vueltas por
todas las filas para acomodar los vehículos en batería; al final del lote
quedaban tres lugares disponibles, eran los más alejados a la entrada de la
tienda y los rechacé al igual que la docena de automovilistas que buscaban el
lugar más cercano posible en un afán de economizar pisadas, así perdieran todo
el tiempo y combustible de que disponían. Después de varias vueltas observe que
una familia salía del local, cada miembro de aquel clan cargaba una bolsa, como
cazador furtivo, cuidadoso de no hacer ruido y de no parecer impaciente,
sostuve la velocidad en lo más lento que pude para ir flanqueando a aquella
familia hasta su automóvil. Y así llegamos hasta el final del estacionamiento,
solo para verlos salir e irse a sentar en la parada de autobuses.
Otra
vez buscar lugar, ya con algo de impaciencia mis modales sucumbieron. Fue en
una intersección donde pude sentir la
mirada de una mujer madura, tenía yo el honor del paso, pero bien lo podía
ceder. Aquella dama esperaba un acto caballeroso, pero lo único que logró, fue saber
que yo la ignoraba; está es la selva, pensé, yo tengo que ver por mí, ¿por
ella?, no es mi problema, que por ella vean sus hijos, o su iglesia, o el
Estado.
Otras vueltas por ahí.... Por fin, la oportunidad, un joven su subía a
su auto justo cuando yo pasaba. Me quedé yo por un lado, por el otro, otro vehículo,
no veía al conductor, pero el querría mi lugar, a mí me pertenecía, por nada lo
perdería. Mientras tanto aquel joven disfrutaba su momento, se sabía poderoso
pues tenía a dos a su merced, con sus aires de nobleza primero admiro su coche,
sabía que lo esperaríamos, gozaba al vernos sufrir, se subió como si fuera
anciano, lento a pesar de su juventud; una vez estando adentro, vio primero sus
espejos, ¡como si alguien los moviera mientras el hacía sus compras¡ Después
encendió la radio, algo importante iría a oír; después la calefacción, pobre
tipo, tendría frío; por supuesto el cinturón, era lo único importante; y por
último se peinó, la apariencia es trascendente.
Finalmente arrancó su auto, a pesar de los pesares, buena cara le di yo.
Y es que esto ya no era la selva, esto es civilización. Amablemente le di el
paso, pues me cedía su lugar, por fin me estacionaría, ya podría yo hacer mis
compras; en eso pensaba cuando me di cuenta del auto que estaba enfrente: Otra
vez esa mirada, otra vez la anciana dama. Esta vez no pude esquivar su
penetrante mirar, y está vez me suplicaba, con sus ya cansados ojos, el lugar
para su auto, un lugar para sus años. Esta es la selva, pensé, aquí es la ley
del más fuerte. Y como soy el más fuerte, escogí darle el lugar.
cesarelizondov@gmail.com
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
miércoles, enero 07, 2015
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Serendipity
Publicado el 21 de Diciembre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia
Si la serendipia existe, mañana estaré
desactivando mis cuentas de Facebook, twiter, teléfono celular, correo
electrónico y cualquier otro medio para ser localizable. La serendipia se
entiende como una forma de casualidad afortunada, una especie de golpe de
suerte por algún tipo de señal, como una providencia inesperada.
Hay
un lugar en el upper east side de Manhattan, a unas cuadras de la entrada
frontal de Central Park, en dónde está ubicada una cafetería llamada Serendipity
3. De ahí toma su nombre e inicia la historia de una película ligera en la cual
un libro de García Márquez tiene su rol en la trama.
Pero volviendo a mi serendipia, te platico
que el sábado por la mañana desperté tarde y con las secuelas del tipo de
posadas más apegadas a las filosofías paganas del tío Sam que a los adustos festejos
cristianos. Ignoro si por la madrugada el boiler se apagó solo o si alguien de
mi casa urdió el maquiavélico plan de hacerme pasar un mal rato en venganza por
no sé qué cosa. Arrastrando las pantuflas recorrí la casa en busca de cerillos
o encendedor y maldije una vez más a los inventores de los dispositivos de encendidos
electrónicos que hacen cada vez menos necesarios a los tradicionales fósforos,
esto en perjuicio de fumadores y gente que gusta de encender el boiler.
Salí a comprar un encendedor y me dirigí
al supermercado más cercano para aprovechar y conseguir algo de comer que ayudase
a mi organismo para enfrentar una mañana no exenta del trabajo cotidiano por la
naturaleza de mi oficio. Con algunos víveres me formé en la fila de las
llamadas cajas rápidas. Había tres personas delante de mí y la señorita cajera
parecía no comprender el significado de rápido. Espere impacientemente mientras
veía con desesperación como una especie de ley de las filas de Murphy se
cumplía cabalmente: Por todas las cajas registradoras avanzaban los clientes
con eficacia propia de reloj suizo mientras acá esperábamos a que un cerillo
(vaya ironía) fuese al departamento de medias a checar un precio que no venía marcado
en la prenda. Finalmente llegó mi turno. Y claro, en las cajas rápidas no
tenían muebles exhibidores o displays
como en las cajas normales; no había encendedores.
Regresé
al interior de la tienda y esta vez me formé en una de las cajas tradicionales,
de esas que están flanqueadas por anaqueles repletos de hojas de afeitar, gel
antibacterial, cepillos de dientes e hilo dental (del de los dientes, no del
otro), revistas, chocolates, pilas, y claro, encendedores. Pero no contaba con
que la señora que me antecedía tenía la intención de hacer valer y ejercer sus
tres minutos de poder semanal, esa fracción de momento en que el cliente tiene
aún el dinero en su poder y enfrente hay alguien con la consigna de servirle de
la mejor forma posible, ese efímero momento en el que todo el yugo semanal de
recibir y acatar órdenes en el trabajo se transforma mágicamente en tener la
sartén por el mango y no solo tener el poder del consumidor, sino además la
razón que al cliente siempre le asiste; ese momento que buscamos extender lo
más posible porque sabemos que una vez que soltemos el dinero, junto con él desaparecerá
el fugaz y pequeño coto de poder que nuestros consumos nos proveen.
Eterna se me hizo la espera: Como si no
supiera lo que venía a continuación, la señora preguntó dos veces por el total
de su compra; luego, con una calma digna de burócrata en lunes, abrió su bolso
y lentamente busco adentro su cartera. Volvió a preguntar cuanto había de pagar
y sacó una tarjeta bancaria para liquidar. Una, dos, tres veces fue rechazada
la tarjeta ante la insistencia de la señora de volver a intentar…. Y de
repente, con una ensayada sonrisa que delataba su felicidad de extender al
máximo su momento, anunció cándidamente que se había equivocado de tarjeta. Mi
desesperación era total porque además me urgía ir al baño. Del dos.
Con prisas pagué mi encendedor tan
pronto se fue la señora y me dirigí a los sanitarios que estaban justo enfrente
de la caja. Pensarás que en el colmo de los males no había papel, pero esta vez
no fue así. Y como rey sentado en su trono, tuve por primera vez un momento de
calma esa mañana. Me serené y entendí que la vida es así, que debemos ir al
ritmo de ella y no pretender que la vida se ajuste a nosotros.
Salí, debo decirlo, en más de un sentido
aliviado de aquel baño. Y justo en ese momento abrían la ventanilla de un
negocio en una isleta del centro comercial, y fue ahí que pensé en la
serendipia: Un boiler apagado, sin cerillos en casa, una lenta fila para no
encontrar encendedor al pagar, otra lentísima espera tras una señora sin
prisas, una urgencia de visitar un baño público; todo para llegar exactamente
al momento en que abrían la ventanilla del expendio de Lotería Nacional.
No creo en la suerte. Mi definición de
buena suerte es cuando el trabajo, la preparación, la inteligencia y la
oportunidad cruzan sus caminos, por eso pienso que es improbable ganar el Melate
este domingo. Pero si la serendipia existe, mañana me desaparecería por un
tiempo para pasar unos días en Nueva York y visitar el Serendipity 3, y ordenar
ahí un postre de contenido calórico suficiente para una semana. Y si acaso no
existen o no se me dan ese tipo de cosas, permaneceré haciendo lo que hasta
hoy, y pasaré las navidades en Saltillo, y comeré las empanadas del Merendero,
del Roble, de la Reina o de Mena. Lo cual tampoco está nada mal.
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
miércoles, enero 07, 2015
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¿Santa Claus existe?
Publicado el 14 de Diciembre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia
Para Gilberto A. y familia, que recién pasaron por esto.
-Papá, ¿Santa Claus existe?-
-¿Qué dijiste?- respondí. Había escuchado perfectamente la pregunta pero
trataba de ganar tiempo en ese ordenar de ideas para lograr dar con la
respuesta adecuada para la duda existencial más importante de mi hijo durante
la primera etapa de su vida.
-Es
que en la escuela me dijeron mis amigos que Santa Claus no existe, que tú eres
quién me compra los regalos, que los escondes para que no los vea, y que, en
algún momento de la Noche Buena, te las arreglas para ponerlos debajo del árbol
navideño para que yo los encuentre al despertar por la mañana.
-Bueno
hijo,- le dije- te voy a decir la verdad, espero que la comprendas:
Una
parte de la misión de mi vida tiene que ver con ser tu padre, y lo más
importante de esa parte es velar por tu felicidad, lo cual va estrechamente
ligado a tu formación como ser humano. A grandes rasgos, la formación se da en
base a principios que cada familia escoge o privilegia, y los nuestros han sido
vivir en la realidad; esto quiere decir que hemos escogido llevar una vida de
acuerdo a nuestra condición económica, social, cultural, religiosa y familiar.
Esta forma de llevar las cosas a menudo nos impide obtener todos aquellos
satisfactores materiales, emocionales o espirituales que deseamos y en
ocasiones incluso, necesitamos.
Así,
como tengo que mantener una disciplina durante todo el año para cuidar de nuestro
presente y el incierto futuro, me es imposible darme el lujo de comprar
felicidad cuando en el supermercado me pides que llevemos el juguete que tanto te
ha gustado; o cuando apruebas tus calificaciones en la escuela y mi primer
impulso es darte una recompensa por tu esfuerzo, pero termino por admitir que
tener éxito en los estudios no debe ser una cuestión de excepción, sino de
obligación; o cada vez que salimos en familia, hago grandes esfuerzos para no
caer en la sugestiva trampa de comprometer los recursos que están destinados
para seguir subsistiendo en nuestro ámbito; igual pasa cuando planeamos que
hacer con el tiempo de vacaciones, donde invariablemente ajustamos buena parte
de esos días para que realicemos tareas que no son de tu completo agrado, pero
que debemos alternarlas con el ocio y esparcimiento; o cuando tú y tus hermanos
se quedan en espera de que su padre abandone el trabajo para jugar todo el
tiempo con ustedes.
En suma, mi labor como padre se asemeja mucho más a la de alguien que
pone las trabas, de alguien que tiene siempre la encomienda de ser el
aguafiestas, de poner el contrapeso que impide que todos los impulsos y deseos se
hagan realidad. Pero todo, hijo mío, aunque hoy te parezca una gran y ridícula mentira,
es en la búsqueda de forjar seres humanos felices que sean dignos de vivir en
este mundo.
Es
por eso, que con el paso del tiempo los jefes de familia hemos tomado como
pretexto el nacimiento del niño Jesús para poder romper por una sola ocasión al
año el yugo que frena los deseos que nacen de muy adentro del corazón, pero que
por responsabilidad debemos contener en la mayoría de los casos. Es de alguna
manera simbolizar con regalos lo que con palabras y aparentes buenas acciones no
alcanzamos a decir todos los días, es tratar de equilibrar en una fecha lo que
durante toda la vida nos hace parecer duros, avaros, exigentes. Es por eso que
hemos inventado un personaje inspirado en alguien que efectivamente existió,
porque así, cuando nos transformamos en Santa Claus o Papa Noel, podemos lograr
lo que nuestra condición de padres de familia nos impide hacer normalmente: Dar
rienda suelta a nuestros impulsos y deseos por demostrar materialmente amor a nuestros
hijos sin restricciones y sin caer en la complacencia de una deficiente formación
humana.
Es por todo lo anterior hijo, que lo que te dijeron es en parte verdad
ya que efectivamente soy yo quién consigue tus regalos cada navidad; pero
también es cierto que Santa Claus existe, y es que en tu caso soy yo. Así es
que recuérdalo siempre: Seguiré cumpliendo mi deber de procurarte la mejor
formación por más difícil que esto sea para ambos, pero también debes saber que
durante toda tu vida, el mejor regalo no será el ostentoso o modesto juguete
que recibas del decembrino Santa Claus, sino el testimonio de amor que tendrás
de tu padre día tras día durante todo el año.
Pero también quiero que sepas algo más, y es que como tu padre, siempre conservaré
para ti guardado ese disfraz rojo de las botas negras, con la barba blanca y las
botonaduras de oro.
cesarelizondov@gmail.com
César Elizondo Valdez
CESAR ELIZONDO
en Saltillo, Coahuila. Mx.
miércoles, enero 07, 2015
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