publicado el 10 de diciembre de 2023 en Saltillo 360, de Vanguardia.
Hay una constante entre los personajes juveniles de la
literatura que llama la atención cuando se leen novelas ambientadas en épocas del
pasado. Ya sea que te adentres en la vida de Jo March durante la guerra de
secesión norteamericana en “Mujercitas”, o sigas el monologo de Paul Bäumer viviendo
la primera guerra mundial en “Sin novedad en el frente”, o que leyendo “El
guardián entre el centeno” te enteres del pensamiento de Holden Caulfield a
finales de los años cuarenta, resulta que salpican sus diálogos y reflexiones
con una que otra alusión, citas y demás formas de intertextos a lo largo de la
obra.
Es cierto, ellos son caracterizaciones creadas por sus
autores, y sus acciones y dichos provienen de la imaginación o experiencias del
escritor. Pero también es verdad que los personajes tienen la obligación
primaria de ser realistas, es decir, que de entrada sean un fiel reflejo de la
cotidianidad del común de la gente para que el lector se pueda identificar con
ellos. Y de ahí parte lo que me llama la atención.
Resulta que estos y otros personajes de la literatura
de antaño, muestran, aun siendo muy jóvenes, un acervo cultural y literario lo
suficientemente amplio como para sonrojar a cualquier cincuentón de actualidad
que se las dé de muy culto. Ya no digamos frente a las nuevas generaciones de
edad similar a la de ellos. Y pues, si los jóvenes protagonistas de esas
historias son representativos de la juventud de la época retratada, tenemos
que, cualquier chamaco enmarcado en las generaciones de boomers hacia atrás, tenía
una forma de evadir la realidad más sana a las que escogimos los “X”, los
millennials, y los “Z”, o contemplativos en México.
Junto con el auge en las comunicaciones y la
globalización, fuimos complacientes al entregarnos primero al cine y la
televisión, para luego volcarnos en video juegos, internet y redes sociales.
Dejamos los libros de lado por razones entendibles: una imagen vale más que mil
palabras. Sí, pero… si una imagen transmite más que las palabras, quizá debimos
voltear al arte plástico ante el colapso del hábito de leer. Por desgracia, no
fue así.
Todo esto va al encabezado del artículo: una forma de
evadirse.
Porque entre las distintas realidades que se pueden
encontrar en una guerra civil, una guerra mundial y el mundo de la guerra fría,
han de ser todas más crudas y difíciles de sobrellevar que a una sociedad de
consumo, a la economía del demonio, de culto a la imagen e inmediatismo como lo
hacemos ahora. Lo distinto es que aquellos se evadían por medio de la lectura,
hoy lo hacemos en el consumismo, la superficialidad, el alcohol y las drogas,
sin caer en la inocente creencia de que antes no existían.
Por supuesto, tampoco es que sea muy sano evadir sentimientos
y emociones por medio del arte, el trabajo o el deporte. Pero sí hay gran
diferencia entre evadirte mientras cultivas el intelecto, el cuerpo o tus
finanzas, a hacerlo mientras te matas o vulneras tu capacidad.
Y sí, es muy delgada la línea entre ser adoctrinado
por medio de las palabras impresas en un papel, a también ser encauzado por los
usos y costumbres de un mundo sin objeciones. Es casi lo mismo para fines de
autonomía intelectual, ideológica o religiosa, pero uno de ambos
condicionamientos deja una brasa que se puede convertir en cuestionamiento, y
de ahí, en libertad de pensamiento, la otra no.
Al final, a
nadie se va a engañar, se evade uno como quiere, porque tanto aquel que lee
historias que no ha vivido, como el que vive la vida, en el fondo buscan algo para
complementar su ser. Tú, ¿cómo te evades?