Publicado el 06 de Julio de 2014
Observaba a la
gente abandonar las salas de cine cabizbajos. Y aunque en cartelera estaba el
filme que tanto ha hecho recaudar a Kleenex (Bajo la misma estrella), la gente
salía apesadumbrada por haber presenciado como la Selección Nacional era
eliminada por unos holandeses que, más allá de juicios cargados, lucharon afanosamente
por su triunfo.
Como mexicano, el dolor y la tristeza por
ver nuevamente al TRI vencido en octavos de final de la Copa Mundial no me da
derecho a opinar sobre su funcionamiento, habré de entender que ellos
representan a la Federación Mexicana de Fútbol, integrada por un puñado de
clubes que bien pudieran ser propiedad de japoneses, árabes, y por qué no,
holandeses. Pero como consumidor prácticamente cautivo de una marca, si puedo demandar
a mis proveedores una mejora en el producto. Y eso es lo que hacemos cuando
cuestionamos el accionar de un representativo que cada cuatro años quisiéramos llevar
hasta los tribunales o ante la PROFECO por no cumplir con nuestras
expectativas.
-No llores, es sólo un juego- le decía un
padre a su hijo saliendo del complejo de cines. ¿De verdad? ¿Es sólo el
resultado de un juego o es el fiel reflejo de una filosofía nacional? No puedo
sino sentirme identificado con ese niño llorando cuando me doy cuenta que las
lágrimas quizás no sean por el sentimiento de la eliminación de un equipo, sino
por la impotencia de saberse destinado a vivir en una cultura que se niega
sistemáticamente a producir ganadores.
Por supuesto que una derrota no desmerece
otras realidades: En fútbol, nuestros representantes han mantenido un
envidiable nivel mundial desde México ´86 que ya quisiéramos en otras disciplinas
o mediciones como salud, educación, desarrollo de tecnología o valor agregado a
lo que producimos. Quedarse en la orilla no es el pecado ya que por definición,
cuando hablamos de competencia, alguien tiene que ganar. Pero caer de la forma
en que lo hicimos el domingo pasado en todas sus aristas, eso sí que es para
cambiarlo.
Y es aquí donde entra el título de esta
columna. Me gusta la forma de puntaje que se utiliza en el tenis porque no da
margen para administrar una ventaja ni para hacer más honrosa una derrota: Para
ganar un partido debes ganar el último set, que solo se obtiene si te llevas el
último juego del mismo, que a su vez gana quien se imponga en el punto final. Paralelamente,
para perder con dignidad debes rescatar puntos, juegos y sets que implican
doblegar contablemente al contrario. De no ser así, aquello se convierte en un
lastimoso atropello.
Así en el tenis, el ganador debe terminar superando
a su rival en cada una de las instancias que se reflejan en el marcador. Por
más superioridad que demuestres sobre tu oponente, no puedes bajar los brazos y
tienes que ganar cada una de las puntuaciones finales. Ahí no existe la defensa
preventiva del fútbol americano ni cabe el pitcher taponero del béisbol, no hay
los 24 segundos para pasear el balón del basquetbol ni la distancia adelante
del siguiente corredor del atletismo; y mucho menos puedes replegarte a piedra
y lodo esperando que tu ejecución destructiva o pasiva se imponga a la
capacidad creativa del contario como lo vimos hace una semana.
Claro que el caso del conjunto tricolor es
solo el botón de muestra. Cuántas veces hemos visto como los políticos tienen
todo para realizar cosas trascendentales y terminan por disciplinarse a su
partido (o peor, a intereses personales) en la maldita mentira de que lo hacen
por un bien mayor que jamás permea hacia los demás. Cuántos empresarios que olvidan
su misión social cuando las monedas empiezan a ser más pesadas que la
responsabilidad humana y cuantos hombres de negocios que prefieren ser
absorbidos antes que conquistar otros mercados. Cuántos trabajadores que depositan
su voto un domingo y cumplen con un exhausto y productivo turno diario pensando
que ahí termina el patriotismo. Cuántos historiadores, periodistas y gente de
letras, pero cuan pocos filósofos y pensadores.
Dejemos de culpar a un árbitro o a un Presidente
por sus errores de apreciación, dejemos de satanizar a un holandés bueno para
los clavados o a una república china que subsidia su lejanía geográfica,
dejemos de acusar a la FIFA o a la policía por no ser perfectos cuando nosotros
deberíamos poner más atención en la prevención. Dejemos de culpar a los demás,
y aceptemos que nuestros males no provienen de lo que otros nos hacen, sino de
lo que dejamos de hacer.
cesarelizondov@gmail.com
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