Publicado el 28 de Junio de 2015 en Círculo 360 Domingo, de Vanguardia
¿Por
qué ya no era como los otros niños? Todavía recordaba lo que era sentirse feliz
y liberado como cualquier persona de su edad; un niño no debía sufrir lo que él
pasaba. Arrastraba sus pies y con la mirada al piso veía como los sucios
zapatos se ponían uno delante de otro sucesivamente en agónica procesión hacia
la puerta de aquel colegio católico. Era viernes, y conforme dejaba atrás el
último salón del corredor sentía como se acercaba al temido, triste y eterno
fin de semana. Quisiera no abandonar la escuela; tenía semanas odiando estar en
su casa. Lo tenía perfectamente cronometrado: sesenta y cinco horas más treinta
minutos era la duración del receso para volver a clases. Y en medio de esas
largas horas, desesperación.
Ya en
la banqueta, esperando desesperanzado a que su madre lo recogiera, una forma de
envidia anidaba en él mientras observaba a los otros chicos que radiantes,
estaban listos para el gozo que representaba el fin de semana: cine, salir a
cenar, comer con la familia, jugar con los amigos, ver televisión, ir por un
helado; vaya, hasta ir a misa les resulta divertido a quienes la vida no hiere.
Llegó su madre. Él sabía que no podía decirle
nada de lo que estaba pasando en su mundo. Quizás ella sospechaba, pero por
algo no lo decía. A las preguntas de porque la cara larga y las respuestas
monosilábicas, solo respondía con un gruñido; y ella se quedaba sin preguntas
mientras un incómodo silencio los acompañaba hasta llegar a su hogar. Y durante
la tarde de ese viernes pasó lo que venía sucediendo cada viernes desde semanas
atrás. Y después llegó la noche.
Luego de mucho tiempo pudo
conciliar el sueño. Y soñó que era feliz. Jugaba fútbol en el patio de la
escuela, y sentía la brisa en su cara, y las piernas le dolían de tanto correr
y el sudor resbalaba por su cuerpo. Y era feliz. Pero cuando despertó, se dio
cuenta de que apenas era sábado y que dos días faltaban para terminar con el
detestable fin de semana. Y ese sábado durante el día, tuvo la misma
experiencia que había pasado siete días antes.
Por la noche nuevamente
batalló durante horas peleando con las sábanas y almohadas. Asomaron por sus
ojos unas lágrimas pesadas, las enjugó un par de veces, la tercera las dejó
correr. Finalmente se durmió cuándo el sábado se había convertido en domingo. Y
volvió a soñar bonito. Esta vez fue en una especie de feria con circo; los
recuerdos incrustados aparecieron en sueños: los payasos y camellos, el
carrusel y los dulces, los juegos para destreza, los leones domesticados.
Soñaba lo más preciado, lo más inocente y puro; y es que en su sueño era un
niño.
Domingo muy de mañana.
Cansado de no dormir, la cama le apetecía. Pero el deber le llamaba, igual que
cada semana. Obligado por su madre se apersono ante la Iglesia, a la misa
toleraba, más no solo por creencia, es que un refugio encontraba. La religión
era duda, sin embargo practicaba por una causa que si bien no conocía, bien la
podía percibir; te la digo a ti lector por si la sabes o la quieres consultar,
por la Apuesta de Pascal es que aquel niño creía. Sería en la consagración
cuando elevó una plegaria: “Dios: Por favor, desaparece el domingo, que acabe
el fin de semana.” Y como ya era costumbre, no hubo respuesta a ese rezo.
El resto del domingo para él
fue como todos los que le precedían recientemente, un infierno en paraíso. Y
otra vez cayó la noche. Esta vez durmió mejor, pero no registró sueños; no los
tuvo o lo olvidó. Y llegó el lunes. Técnicamente había concluido el pavoroso
fin de semana pero aún estaba en casa, una hora aún restaba para dejar todo
atrás y regresar al colegio. Qué curioso, ¿no es verdad? Parece una gran
mentira saber que alguien prefiere las aulas por sobre las vacaciones. ¿Será
que así son los mártires? Distintos a los demás.
Esta
vez fue su padre quien lo llevó al colegio. No sabría cómo describir el
inexistente dialogo entre padre e hijo cuando algo pasó el fin de semana; la mirada
cómplice del padre, el sumiso mirar de su hijo. Un gélido adiós se dijeron
cuando él bajó del auto. Y se encaminó al último salón del corredor.
Inició
caminando con la mirada baja, y, mientras veía los lustrosos zapatos que
avanzaban uno detrás de otro, comprendió que con nueve años, ahí mismo una
nueva oportunidad iniciaba, y poco a poco fue caminando con más brío y con la
frente en alto. El fin de semana había quedado atrás y una vez más tenía cinco
días por delante para darle un giro a su vida.
Entró
en el salón de clases y tomo asiento. Sabía lo que venía a continuación y
estaba preparado. Y fue entonces que la maestra de tercero “B” de primaria dijo
a su grupo: ¿Quién nos platica sus experiencias del fin de semana? Fue en ese
momento que levanté la mano. Y cuando me dio la palabra, con temblorosa voz le
dije cuántas cosas que parecerían divertidas había hecho el fin de semana con
mi padre, mis amigos y mis hermanos. Pero a la hora buena no salieron las
palabras de mi boca, y fui incapaz de decirle que nada había disfrutado por
estar pensando en ella, porque estaba enamorado de mi maestra Leticia. Pero
apenas era lunes, el martes se lo diría.
cesarelizondov@gmail.com
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