El Consumista

    Publicado el 22 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia.

  Paralela a la famosísima Ocean Drive en Miami Beach se encuentra Collins Avenue, vía que alberga a las tiendas con las marcas más prestigiadas de ropa, calzado y accesorios. Fue ahí donde reconocí por primera vez a aquel pobre y manipulado tipo de hombre. Lo descubrí mientras él pensaba que nadie lo observaba mirándose al espejo y reflejándose a través de los cristales de los aparadores. Vi cómo se colgaba una y otra prenda buscando entre todas ellas un satisfactor o aprobación que por alguna extraña razón le faltaría a su existencia. Se veía a todas luces como un turista: Lentes oscuros, bermudas debajo de las rodillas, una guayabera pasada de moda y una vieja cámara fotográfica colgando del cuello. Se notaba entusiasmado, observaba boquiabierto todo lo que aquellas firmas de diseñadores tenían para ofrecerle; a pesar de aparentar cierta madurez en su físico, la mirada de sus ojos verdes al quitarse las gafas era igual a la de un niño ante el árbol navideño repleto de regalos.

     Durante esos años tuve la oportunidad de visitar diversas ciudades del extranjero y de nuestro país. Las agendas de trabajo siempre dejaron espacio para conocer las zonas comerciales, los viajes de placer todavía más se prestan para lo mismo y durante las vacaciones familiares es prácticamente obligado repetir el ritual. Sin importar el lugar a dónde pude ir, indistintamente volvía a ver a aquel tipo de hombre transformado en un ser al que tradicionalmente asociamos a la mujer: El consumista.

     Lo mismo lo vi en la 5ta Avenida de Nueva York que en Plaza Andares de Guadalajara; en la costa oeste norteamericana en Rodeo Drive de Beverly Hills y Market Street de San Francisco o en el centro de nuestro país en Polanco por avenida Masarik y en Santa Fe. A orillas del lago Michigan en la Magnificient Mile de Chicago o en el Caribe mexicano por la avenida Kukulkan de Cancún; en los escaparates de los hoteles en Las Vegas así como por la calzada del Valle de San Pedro en el estado de Nuevo León. Con mínimas diferencias, aquel tipo de hombre era el mismo en el Mall de Gallería de Dallas que a quien también frecuentemente me he topado en Galerías Saltillo, Plaza Sendero y La Nogalera. Y más aún, los dependientes de las tiendas parecían el mismo en cada local del mundo, la mercancía en todas partes era igual y los pendones con las fotografías de los modelos que adornan las paredes eran simples copias repartidas en cada sucursal dispersa a lo largo y ancho del planeta.

      Y cada vez que veía a aquel pobre tipo, no dejaba de importunarme un sentimiento de culpa por conocer desde las mismas entrañas la forma en que se manipulan los mercados para el consumo comercial. Mis años en la universidad estudiando mercadotecnia y más de dos décadas dedicándome al comercio habían formado en mí una idea muy clara de cómo es que las grandes corporaciones manejan la psicología humana para llevar al consumidor a dónde ellos quieren en vez de ir ellos a dónde el consumidor disponga. Diversa bibliografía sobre casos empresariales (la más recomendable sobre el tema: Deluxe, de Dana Thomas y editorial Tendencias) no había más que acentuado mi convicción de la triste forma en que al consumidor se hace sentir especial cuando adquiere una prenda que se produce por cientos de miles para un tanto igual de personas que, atrapados dentro de una paradoja, buscan ser originales al sentirse dueños de un artículo que perciben como especial, único y particular.

    Y así llegue durante mi última salida al hotel dónde me hospedaba. Preocupado, desanimado y decepcionado de la forma en que el consumo de aquel pobre tipo de hombre que tantas veces había visto era dirigido a su antojo por individuos que sí conocían del lujo de la exclusividad, por personajes que jamás usarían los artículos que sus tiendas ofrecían, por empresarios que vivían en una escala económica muy superior a lo que el consumidor promedio apenas pueda imaginar.


     E Ingresé al cuarto de baño. Harto de atestiguar tanto consumismo abrí el grifo del agua y la dejé correr hasta que salió bien fría, entonces fue que me lave la cara. Y cuando levante la vista… ahí estaba otra vez: Reflejado en el espejo del lavabo reconocí a aquel pobre y manipulado tipo de ojos verdes que tantas y tantas veces había visto reflejarse en los espejos de las tiendas y en los cristales de los aparadores. 

Herencia

Publicado el 15 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

  Primero se vaciaron las botellas de buen vino. Luego las lociones se terminaron, y finalmente aquellos zapatos que me quedaban grandes se fueron desgastando hasta que los deseché. Jamás supe dónde quedaron los discos de vinilo y acetato; y, por no ser mi padre cinéfilo, nunca hubo películas que heredar.

   Otras formas de herencia poco tienen que ver con identificarse entre personas y son más bien bienes prácticos y enajenables. Y así es que a varios años de la muerte de mi padre, las únicas cosas tangibles que conservo para acercarme a él son los libros de su biblioteca. De cuando en cuando, al regresar a lecturas pasadas de moda pero con temáticas vigentes (vaya paradoja, lo vigente no pasa de moda) como el célebre libro del Doctor Viktor Frankl, me encuentro con pasajes subrayados, notas a pie de página y símbolos a lápiz que me indican pensamientos, conceptos, ideas o creencias que me revelan más de la persona ausente que los mismos testimonios de quienes lo conocieron.

    E irremediablemente paso a la reflexión de los tiempos modernos y como esto afectará la relación entre padres e hijos cuándo los primeros hayamos partido. Y es que vivimos una era en la que las pequeñísimas y desapercibidas costumbres de consumo que vamos adquiriendo devalúan esa valiosa herencia que antes recibíamos: Objetos depreciados y sin valor económico que nos develaban mucho de los individuos a quienes habían pertenecido.

    Empezando con los libros, pasando por las películas, para llegar finalmente a los discos, era una buena forma de intentar trasmitir algo a través de cosas materiales olvidadas en un estante para ser valoradas por las próximas generaciones cuando fuese el tiempo correcto y en caso de gravedad, una especie de manzana emocional cayera del árbol de la vida. Ya sea que hablemos de Cien Años de Soledad, de Citizen Kane o Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, son obras para digerirse en un momento dado de la vida que para cada individúo es diferente, no necesariamente cuando lo impongan los programas estudiantiles o los intelectuales lo indiquen.

    Y he aquí que los hijos de mi generación recibirán por herencia un nombre de usuario y una contraseña. Y bueno, no es que esto sea malo, es solo que refleja perfectamente la despersonalizada manera de vivir que demandan los hábitos de consumo actuales. Amazon, Apple Store, Netflix y un sin número de empresas acercan a un click de distancia lo mejor de la literatura, la música y el séptimo arte, pero también parecería que alejan a años de luz de nosotros el poder transferir a las próximas generaciones la esencia de nuestros pensamientos, gustos, filosofías, creencias, miedos y demás características y rasgos de personalidad que a menudo ni siquiera quienes conviven con nosotros conocen.

   Y aunque quienes producen, distribuyen y venden esa clase de archivos digitales llevan puntual registro de nuestros consumos y han desarrollado intrincados algoritmos para conocer mejor nuestros hábitos y perfiles, evidentemente sus esfuerzos tienen como fin una cuestión comercial dejando de lado cualquier matiz fraternal. Pero… Me niego a ser pesimista.

    Quiero creer más bien que la herencia en forma de archivos digitales donde también se incluyen las fotografías, serán mejores referentes de lo que fuimos en nuestro paso por el mundo que las 

cosas materiales que en el pasado legaban; y es 

que, al no existir un objeto físico de adoración o nostalgia como lo son el libro o el disco en su entidad, nuestros deudos habrán de buscar hasta 

encontrar en los contenidos artísticos, sociales, intelectuales, ideológicos o doctrinales de esos mismos archivos digitales las particularidades de nuestra personalidad que no siempre pudieron
conocer o descifrar. Si creemos de verdad que 

metabólicamente somos lo que comemos, entonces habremos de admitir que emocionalmente nos nutrimos de lo que leemos, de lo que escuchamos y de lo que vemos, por lo que entonces para conocer y mantener presente a una persona ausente, habremos de valorar cuáles fueron sus pensamientos, no cuales fueron sus pertenencias.



Desde el ruedo

Publicado el 01 de Marzo de 2015 en La Revista 360, de Vanguardia

   ¿Pues en que X$%@#X&*#% pensaba cuando decidí formar una planilla y ponerme a pedir votos? “Ver los toros desde la barrera” era una frase que jamás ajustaría en mí por una razón distinta a la que podrías pensar: Quienes están tras la barrera en una plaza de toros son los amigos, familiares, colegas, incondicionales, socios y demás cercanos al torero, quienes también están expuestos, gozando y sufriendo a la par del lidiador; hemos visto como en muchas ocasiones el toro brinca el burladero y embiste en contra de ellos. Pero continuando con el símil, generalmente he visto los toros desde muy atrás de la barrera, los he visto desde la lejana comodidad del tendido o en las tribunas, incluso muchas veces en sombra; allá donde no llega el olor a sangre, sudor y tierra; allá donde no se escucha el jadear de bestia y hombre, allá donde todo se aprecia muy amplio, pero se pierden detalles. Allá donde no distingues los ojos de las miradas.

       Participar cívicamente en todo lo que me rodea ha sido percibido por mí como una obligación para poner ese grano de arena que termina por ser parte de un todo, y siempre procuré mi participación en esa forma, pero nunca me había involucrado activamente como candidato a nada. Y aquí tienes que hace unas semanas observé algo en el inminente proceso de elección en el club deportivo al que pertenezco, algo que activó en mí una pequeña alerta ámbar, algo que desde mi formación como empresario me queda muy claro: La competencia es el motor primario para mejorar las cosas.

      Saber que el proceso iría con una sola propuesta me hizo pensar que algunos tendrían que poner algo más de su parte en aras de una sana competencia que por definición resultaría en beneficio para todos. Y aquí me tienes, inscrito para aparecer en una boleta. Por supuesto, ya sabes que para no aburrirte con detalles de cuestiones que atañen a unos cuantos, prefiero hablar de conceptos y de ideas más que de personas o de cosas. Por lo anterior, en el contexto de unas pequeñas elecciones en las que participo y apreciando conceptos que trascienden a lo que es pasajero, te comparto algo que me sucedió en torno a este ruedo y me ha dejado buena enseñanza:

      En días pasados, durante un encuentro convocado por una organización privada tuve la fortuna de conocer a Rosario Marín, una mujer de origen mexicano que habiendo llegado a los Estados Unidos sin saber una palabra de inglés a los catorce años y siendo hija de un jornalero inmigrante, superó diversas adversidades como ser víctima de violación, pasando por la pobreza, el racismo y misoginia, siempre escalando posiciones por mérito propio y que llegó a ocupar la titularidad de la cartera del departamento del tesoro en el país más poderoso del mundo.

       Luego de una interesante charla y al más puro estilo de político en campaña, tuve la osadía de pedirle a la señora Marín que nos tomáramos un video con un teléfono celular y me hiciera el favor de recomendar mi candidatura para publicarlo en mis redes sociales, a lo que ella contestó:

   -Por respeto a las formas, me es imposible hacer un pronunciamiento para un proceso del cual no formo parte y sobre el que no tengo derecho alguno; no puedo hablar de tu candidatura, aunque me agrada. Pero lo que me encantaría hacer es que tengas un video donde recuerdes el habernos conocido y represente lo que conocí de ti: Veo a alguien capaz, que se arriesga y compromete por nobles ideales, y que pone todo su empeño en alcanzarlos.-

     Y me fui feliz con mi video. Y más tarde me di cuenta de una gran verdad atesorada por mi desde hace mucho tiempo y que esa extraordinaria dama me recordó una vez más: Al negarse a hablar de mí, me habló muy bien de ella; no poder hablar a favor de mis intereses debido a un auténtico respeto a lo que estaba fuera de su conocimiento y facultades, me habló mucho de su valía como una persona inteligente, responsable, íntegra.

    Y es que sí, siempre y en todo lugar podremos entablar un dialogo en el cual hablemos de conceptos, políticas, ideologías, filosofías, gustos y otras cosas que les hagan ver a los demás quienes somos, que nos mueve, que pensamos y como actuamos. Porque en el respeto sobre cómo hablemos y que digamos o dejemos de decir de terceras personas, más que hablar de ellos, habla de nosotros mismos. En la fiesta brava, nunca verás al torero ondear un pañuelo blanco, eso le toca al respetable público.


cesarelizondov@gmail.com

De Pi a Poe

Publicado el 22 de Febrero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia


    Aquello fue el paraíso: Mis tíos se habían hecho del local de Librería Excélsior en la calle de Aldama
 para expandirse en el rubro zapatero; antes de las obras de remodelación, había que vaciar el edificio
 para los contratistas, así que en hordas de 3 a 6 personas fuimos invitados los cercanos para escoger
 de los atiborrados anaqueles aquellos libros que quisiéramos leer. Como borracho en barra libre, 
escogí más volúmenes de los que podía cargar, pero como siempre fue y ha sido, la tía Rima se 
esmeró en la forma de como sí hacer que las cosas sucedan sin mirar el cómo no se pueden hacer, y 
encontró la manera de enviar todo a mi casa.


Así como pasaba las páginas de aquellos libros, pasaba también de la niñez a la juventud entre 
historias tan disímbolas que iban del Colmillo Blanco de London a toda la bibliografía de Sherlock 
Holmes escrita por Conan-Doyle; de la Operación Jesucristo de Mandino al Copo de Nieve de un 
desconocido Sagarin y de la Rebelión en el Desierto al sugestivo título para un adolescente de Quo 
Vadis?


Ese gusto por la lectura lo había sembrado inteligentemente mi madre (pedagoga de profesión) al 
poner en mis manos desde muy pequeño toda clase de publicaciones que tuvieran que ver con mi 
gran pasión de la infancia: El fútbol americano. Así es como una persona migra de las noticias de su 
equipo en el periódico a las revistas deportivas, de ahí a publicaciones de temas variados, luego a 
libros de fácil lectura y de ahí espero algún día saber digerir las grandes obras.


Pero luego emerge brutalmente la comunicación de la mano de la tecnología y pone cualquier 
contenido al alcance de un click, de una suscripción satelital para TV o de una sala de cine. Entonces 

descubre uno que La Rebelión en el Desierto no es otra cosa que Lawrence de Arabia y que Winona Ryder es más atractiva que Josephine. Se deja uno caer en la comodidad de los 24 cuadros por segundo que narran en una imagen más que mil palabras y los puristas comienzan a acusar a una sociedad que prefiere la integralidad de vivir más experiencias a la curiosidad de profundizar en contenidos.

Y ahí se la lleva uno hasta que es envuelto por El Silencio de los Inocentes por enésima ocasión, el magistral filme me deja una vez más fascinado con la personalidad de Hannibal Lecter y en cosa de unos meses esa fascinación me lleva a devorar toda la saga de los libros de Thomas Harris sorprendiéndome en varias ocasiones despierto por pesadillas que nunca sufrí al ver las películas. Lo mismo me pasa con El Padrino y con otras películas que me han arrastrado a los libros al quedarme con ganas de más. Hace poco, vi en una misma semana los filmes del Atlas de la Nubes y La Vida de Pi; en la primera sospecho (y luego compruebo) que la obra escrita debe profundizar mucho más en los nudos de la original historia mientras que en la segunda me asaltan dos incógnitas: ¿Porque el protagonista lee algo tan bizarro que ha tenido gran influencia en mí como es El Extranjero de Albert Camus?, y me pregunto también si la escondida referencia (cameo literario diría yo) a la obra de Edgar Allan Poe en el nombre de un tigre de bengala es abordada en el libro como una casualidad, como una deliberación, o simplemente es ignorada.

Me doy cuenta entonces de cómo es que el cine y la televisón pueden convertirse en estupendos promotores de la lectura. Seguro existen miles de adolescentes que empiezan a descubrir al verdadero Sherlock al ser enganchados por el personaje de Downey Jr., otros se transportan a fantásticos mundos gracias a Harry Potter y algunos más se adentran en las penumbras del Crepúsculo. Y, claro, como pasar por el alto el fenomeno actual de las 50 Sombras de Grey, que además de ser una fábrica de dinero, ha llevado a miles de personas a iniciarse o a continuar en ese fantastico vicio que es la lectura.

Por lo pronto, quien esto escribe se acerca finalmente a leer Cien Años de Soledad gracias a que la serie del Patrón del Mal transmitida por Unicable lo motivó a leer la Noticia de un Secuestro, del gran Gabriel García Márquez.



cesarelizondov@gmail.com

Yo soy taxista, y transportista, y....

Publicado el 15 de Febrero en 360 la Revista, de Vanguardia

      Esta semana nos tocó quejarnos de los taxistas. Caos vehicular causado por los bloqueos de los choferes de los autos de sitio, que sumado a las molestias ya padecidas por las obras públicas en materia de tránsito, hicieron que los saltillenses experimentáramos algo así como el día de furia de Michael Douglas. Meses atrás, los taxistas eran parte de la población que se quejaba porque los maestros no dejaban pasar a los vehículos por manifestarse. Y en algún tiempo pasado, taxistas y maestros se unían al clamor popular que condenaba las manifestaciones de los transportistas en la vía pública.

    Todas las anteriores manifestaciones en busca de mejoras o no afectaciones a sus condiciones económicas de trabajo. Considero que las manifestaciones por motivos de justicia social o judicial deben ser analizadas desde distintas perspectivas a las que son movidas por cuestiones económicas, pero en el fondo todas las manifestaciones luchan por lo mismo: Dignidad.

     Como intenté ilustrar en el párrafo inicial, no existe persona, gremio o grupo que tolere el que otros afecten su garantía constitucional de libre tránsito al chocar esta contra el derecho de esos otros a manifestarse. Pero nos queda claro que cuando son nuestros intereses los amenazados, si es correcto y justo tomar las calles para presionar a las autoridades.

     Y aquí aparece la crítica de Maquiavelo citando a Julio César: Divide y vencerás. Y es que si fuera posible hacer coincidir en tiempo y espacio todas las manifestaciones de todos los que tenemos algo que reclamar, veríamos que no quedarían autos circulando a los cuales afectar. Todos estaríamos solidariamente enarbolando diferentes banderas en calles y plazas.

    Y en ocasiones somos tan ingenuos creyéndonos agraciados, que ni siquiera nos damos cuenta de dónde ha sido sembrada la semilla de la desunión: En las nefastas concesiones. Llámale concesión de taxi, concesión de transporte público, planta o plaza laboral, estación de radio o televisión, explotación o venta de gas, agua, gasolina, tiempo aire o lo que se le ocurra a la autoridad.

     En principio, una concesión es otorgada por el gobierno para que un particular ofrezca servicios a la comunidad aprovechando los recursos, equipos, infraestructura y cualquier tipo de obra o bien público. Por supuesto, también existen concesiones en el ámbito privado como atender la cafetería de la escuela, otorgar el servicio de transporte de material o humano, tener un franquicia o distribución protegida de algún producto o servicio, etcétera. Y todo tipo de concesión es un pequeño cáncer en la economía porque es prima de ese terrible grillete llamado monopolio. La concesión genera incompetencia.

      Y la incompetencia genera carestía en las cosas y su empobrecimiento en calidad. Hemos visto como ante la nula (gracias a Dios) regulación oficial de las redes sociales y el internet, un mercado libre de oferta concesionada ha conseguido que los medios electrónicos tradicionales mejoren sus contenidos noticiosos acercándose más a una verdad objetiva que a esa verdad subjetiva que antes ofrecían y que hoy las redes desenmascaran. De aquí volvemos a nuestros amigos taxistas.

     Entonces, ¿Qué pasaría si un día desaparecen las concesiones de taxis? Nada malo. El buen taxista no tendría que renovar ante la autoridad un oneroso permiso en actitud sometida; ni esa misma licencia, permiso o concesión asemejaría en sentido figurado una forma de guillotina. El auto en si, no es propiedad del estado y en estricto apego a derecho, si un taxista está inscrito en algún régimen fiscal y cumple con sus obligaciones, no debería existir reglamento que le impida dar un servicio de transporte regido por la oferta y la demanda. Igual con el transporte urbano y un sin número de concesiones.

           En cada oficio hay buenos y malos oferentes por la naturaleza humana, pero los servicios no debieran ser malos de nacimiento por los vicios en la forma de manejar la administración pública en México. Por eso me uno a los taxistas, transportistas, maestros y demás manifestantes recurrentes que entienden la concesión como un lastre sujeto a infinitas normatividades que lejos de beneficiar al mexicano, solo perpetúan la sumisión ante la autoridad de oferentes y consumidores.

     Menos concesiones y más libre competencia es como los autobuses, taxis y demás servicios podrían ser normados por la calificación del usuario en forma de mayor demanda y pago justo en función de la calidad ofrecida al cliente, y no por la cantidad de votos depositada en las urnas.

cesarelizondov@gmail.com



      

¿Existe el amor a primera vista?

Publicado el 09 de Febrero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

¿Existe el amor a primera vista?

¿Qué puede un hombre decir?

La primera vez que la vi fue mientras bajaba aquellas 
escaleras,

y fue allí que tuve la fantasía de enredarme con ella bajo las 
sábanas,

pero, ¿Eso es amor?

Luego, cuando la conocí,

unos minutos bastaron para reconocer en ella los rasgos que
 debe tener una mujer:

encontré a una persona agradable, inteligente, noble y 
bondadosa,

pero, ¿Acaso el amor es eso?

Después comencé a salir con ella,

Y poco a poco me di cuenta que ahí podría haber algo más que una amistad o una atracción:


Nuestras coincidencias eran muchas; y eran más 
importantes que nuestras diferencias.

Pero, ¿Con eso basta para el amor?

Nos enamoramos en ese tipo de enamoramiento que puede caber varias veces en una vida,

y tiempo después nos comprometimos, nos juramos lealtad, y un montón de cosas más;

todo tratando de alcanzar lo que no todos encuentran en una vida: Un amor trascendental.

Pero, ¿Con eso queda garantizado el amor?

Después nos peleamos y nos alejamos. Nos herimos y nos perdonamos.


De la mano subimos una bonita ladera, de maroma bajamos
 la pendiente traicionera.

Lastimados y vencidos, con rostro y ánimo al piso, el mal 
pasado enterramos.

Pero unidos nos pusimos nuevamente en pie.

En medio de todo esto llegaron los hijos. Y todos sabemos 
que pronto, los hijos alas tendrán.

Ahora algunos podrán pensar: ¡Ahí está, lo has resuelto, ya tienes tu historia de amor¡


Pero, permítanme decir algo: El amor no es una historia, el 
amor es sentimiento.

Por eso pienso que el amor solamente existe a primera vista.

Y es que hoy,

después de muchos años de haber jurado un amor ante 
Dios, ante la sociedad y ante la Ley,

resulta muy obvio que he cometido toda clase de errores, 

y también soy consciente de que mi esposa no es perfecta.

Ante los parámetros de Dios y de la sociedad,

y con certeza también frente a lo que diría un juez,

el nuestro sería juzgado como un amor fallido.

Pero… Aún seguimos juntos.

Es por eso que estoy totalmente convencido del amor a 
primera vista,

en mi no cabe la menor duda,

y es que después de haber vivido tantas y tantas cosas al 
lado de ella,

cada nuevo día despierto, luego volteo a mi derecha y la 
observo…

Y la primera vista de mi día es ella…Y me enamoro.

César Elizondo Valdez

Los sueños y la pesca: El Paraíso

  Publicado el 01 de Febrero de 2015 en 360 la Revista, de Vanguardia

 ¿Será que así es ese cielo que la religión me ha prometido? Imagino el paraíso exactamente así, como en una dimensión distinta a las que conocemos aquí: Inmaterial, intangible, etéreo. Pero donde conservemos una forma de conciencia que nos permita percibir aquellas cosas que nos gustan, que nos motivan, que nos apasionan, e incluso, que nos preocupan. 

     Seguramente fui incentivado por lo que acababa de leer. Me dormí unos minutos después de cerrar el libro clásico de Ernest Hemingway, “El viejo y el mar”. Y tuve entonces un tipo de sueño que jamás había tenido: Soñé que pescaba.

     Estaba con mi hermano a la orilla de una especie de estanque, presa o laguna cuando sentí que un pez mordía la carnada, al tiempo que giraba lentamente el carrete le di un jaloncito a la caña de pescar, el inmediato cosquilleo en las manos me dijo que ahí seguía la presa comiéndose el camarón; entonces di un decidido y fuerte tirón hacía atrás y tuve la inequívoca sensación de haber enganchado al pez. Empecé a recoger el sedal y la resistencia del pez fue lo que todo pescador conoce, ese súbito y ciego pero cierto gozo de saber que algo viene y lo puedes imaginar, casi palpar, pero, que en la analogía de un hijo dentro del vientre de su madre, no podemos conocerle hasta que sale.

     Así como en la vida real, la lucha y los jaloneos del pez hacían parecerlo de un gran tamaño, ¿Será que al igual que un hombre peleando cuando está en su elemento, el pez luchando dentro del agua tiene más fuerza y peso del que tendrá estando afuera, una vez que lo han vencido? En mi sueño, experimentaba la misma felicidad de cuando pesqué mi primer curvina en La Pesca, en Tamaulipas; felicidad que a diferencia de otras experiencias, nunca disminuye de intensidad, así la hayas repetido mil veces.

     Duró poco la pelea. En ese lapso de tiempo indefinido que hay en los sueños repentinamente lo saqué del agua. Era un truchita pequeña y muy delgadita, nada para presumir y sin mucho chiste; pero vaya que me hacía sentir muy bien, contento. Como generalmente sucede con los sueños, los detalles de lo que hice después con aquel animal han quedado diseminados en algún olvidado rincón del subconsciente. Pero al despertar estaba radiante.

    Entonces recordé mis sueños recurrentes preferidos: Emprender el vuelo con movimientos similares a los que hacemos para nadar y observar los árboles y el campo desde las alturas, jugar fútbol soccer aun cuando no es mi deporte favorito, en ocasiones sueño que estoy cantando como un Sinatra y en otras bailando como Travolta, me gusta cuando sueño que conduzco mi camioneta sin saber hacia dónde me dirijo con mi esposa y con mis hijos. Y, ya sabes, todavía me sorprenden de vez en cuando los sueños que el hombre tiene a partir de la adolescencia.

     Es curioso como en mis buenos sueños no se reduce mi abdomen, no tengo brazos más fuertes ni me agrando en lo viril, tampoco ando mejor vestido ni viajo en autos de lujo. No sueño con un mejor trabajo ni siendo galardonado; a veces sueño con quienes se han adelantado pero nunca con quien no ha llegado. No me sueño dentro de una taberna, bar o cantina en un brindis con extraños. Y si me sueño en la escuela, es a la hora del recreo.

     Si, románticamente así debe ser el paraíso que promueven los vendedores de la fe. Un consciente sueño eterno salpicado de incorpóreas vivencias estimuladas por las experiencias, pensamientos, sentimientos, anhelos y, ¿porque no?, miedos que acumulamos durante esta vida.

     ¿La alternativa racional a lo que pienso, lo que habría en lugar de ese paraíso, edén o nirvana? Sería como una noche sin sueños. Dormir sin tener conciencia, navegar en soledad y a la deriva eternamente en un oscuro mar, siempre de noche; sin sedales y sin cañas, sin anzuelos ni carnadas; sn recuerdos ni ambiciones, sin presente ni pasado. Sin futuro.

     Puedo tomar mis decisiones. Y elijo seguir acumulando vivencias y pensamientos en esta vida que me lleven a capturar ese marlín o pez espada que hasta hoy se me ha negado. Porque en mí no hay lugar para la duda: O lo hago viajando a un puerto pesquero de forma convencional, o lo espero a que llegué sin avisar en un sueño, así como llegó la truchita…O será en la vida eterna, que por medio de experiencias y de sueños nos avisa, nos sugiere y nos anuncia, como son allá las cosas. Amén.


cesarelizondov@gmail.com

Lo que te dice una encuesta

Publicado el 25 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

      Estábamos en junta de consejo. Era un joven pretendiendo nadar en un mar de tiburones que se había ganado un asiento dentro de una de esas agrupaciones gremiales en las que tarde o temprano caemos encuadrados durante la vida productiva. Un gremio de esos que por medio de acuerdos colegiados, buscan legitimar por consenso grupal lo que ninguno de sus miembros consentiría en lo particular, lo que en no pocas ocasiones queda supeditado a los designios de aquellos que los maicean más que a los genuinos intereses de sus agremiados. La farsa de una democracia dirigida que se señala con índice de fuego hacia los gobiernos y distintas instituciones públicas, y se practica igual puertas adentro.

    Luego de largos y agrios intercambios de puntos de vista en donde los argumentos de algunos chocaban en contra de la cúpula y dónde ambos bandos radicalizaban sus posturas sin dar a la otra parte un beneficio de duda, alguien sugirió una moción de orden y alguien más propuso que se votase la decisión. Se deliberó un poco más en tonos algo amigables durante unos cuantos minutos para que finalmente, el curtido secretario de aquel consejo tomara la palabra para plantear que en ese momento se llevara a cabo una votación abierta a fin de no perder más tiempo.

     De entrada la votación abierta era en si una jugada maestra del secretario con el pretexto de ahorrar tiempo. Había que dejar a la vista de todos una decisión única y personal que ya había quedado muy claro no podría ser más que en alguno de dos sentidos: Apoyar a los líderes en su propuesta o ir abiertamente en contra de ellos.

     Se dispuso a contar a los presentes primero para saber con cuantos votos se ganaba una decisión por mayoría. Acto seguido, a pregunta expresa sobre si estábamos listos para votar y ante la positiva respuesta de todos, el secretario sacó su mejor carta de la manga para asegurar la votación. La genialidad estuvo en la forma de hacer su siguiente pregunta a manera de encuesta.

     -¿Quiénes están en contra del progreso que significa nuestra propuesta?, que por favor levanten la mano- fue lo que preguntó para llevar a cabo la votación.

     Por supuesto que nadie votaría en contra de una proposición donde se incluía la palabra progreso. Los opositores no estaban en contra del fondo que significaba el progreso, sino en la forma de hacer las cosas. Al no haber manos levantadas en contra del “progreso”, el mismo secretario decretó que por lo tanto, por simple lógica, todos asentían a la propuesta de la directiva. Hábilmente dijo que ni siquiera había necesidad de preguntar quienes si estaban a favor de la iniciativa. Siendo que algunos no estaban de acuerdo en lo que se proponía, aquello se contabilizó como una decisión unánime gracias a los oficios de aquel veterano secretario de retorcidos colmillos.

     En comunicación y en mercadotecnia aprendes que la forma en que se plantea una pregunta incide vitalmente en la respuesta. Todos estamos dispuestos a probar un nuevo producto que nos ofrecen gratis en el supermercado y quizás digamos que nos gusta, pero eso no quiere decir que vayamos a comprarlo. No es lo mismo insertar en un cuestionario la palabra nacionalista que el término comunista; igual pasa si cambiamos capitalista por generador de empleos o si eliminamos gasto y ponemos Inversión. No es lo mismo hablar de continuidad que de dictadura como no es igual respetar a las mujeres que consentir asesinatos de terceros indefensos.

    Vienen en Coahuila meses de encuestas, cuestionarios y demás métodos para evaluar popularidad y aceptación de propuestas y candidatos. Habremos de estar atentos a como son planteadas las preguntas para sacar conclusiones no solo de cual es la percepción ante las fórmulas de candidaturas y lo que ofrecen, sino también sobre quienes llevan a cabo las encuestas; en ocasiones una encuesta nos dice más del encuestador que del tema sobre el que se pregunta. Porque si ese hombre que fungió como secretario en aquel consejo era un astuto y viejo lobo de mar para incidir en el ánimo de una pequeña votación ante nosotros, ante las agencias encuestadoras sería un simple aprendiz.


cesarelizondov@gmail.com

Camino de Cuatrociénegas

Publicado el 18 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

        En el ánimo de ilustrar pero jamás en un afán de insultar, ofender o menospreciar, trataré de describirte como era aquel muchachito que nos encontramos: Era el típico gordito buena onda, ese que tiene la sonrisa fácil y que de inmediato te cae bien, que se nota su convivencia cotidiana con adultos porque tiene la respuesta rápida e ingeniosa, que tiene el albur más rápido que tú. El gordito rebanoso, pues. Éramos un pequeño grupo de amigos dirigiéndonos a la que debe ser la ciudad del mundo mundial con mayor densidad de hermanos cuates por metro cuadrado: Cuatrociénegas, Coahuila.

      Yo, era un joven con la pretenciosa y petulante suficiencia de haber tenido acceso a la educación superior en un país donde una muy pequeña minoría podía (puede) hacer eso. Sin compromisos, disfrutaba de esa época de la vida en la que empiezas a ganar pesos pero todavía no ganas peso, de cuando el mundo te parece muy pequeño para engullirlo de un bocado pero suficientemente grande como para equivocarte una y otra vez sin consecuencias, de cuando las espinillas y el acné han cedido a la barba y el bigote, de cuando una credencial del IFE la concibes como el documento que abre puertas a mágicos sitios más que como algo para ejercer tus derechos y responsabilidades, de cuando eres puente natural entre astucia e inocencia, entre la experiencia del abuelo y la candidez del niño. 

        Lo que me habían inculcado en casa decía que había de cuidar los centavos; en la formación académica universitaria habían intentado dotarme de un instinto asesino que dictaba ser ferozmente agresivo a fin de conseguir el mejor trato para mis causas; pero en la temprana educación escolar me habían enseñado a actuar siempre apegado a principios más humanos que materiales. Es muy conocido como en las más triviales cosas sacamos a relucir todos nuestros introyectos, constelaciones, complejos, prejuicios y frustraciones.

      El fin de semana prometía mucho: La poza de Becerra, la poza azul y las playitas aún no eran zonas protegidas como ahora, asistiríamos a las dunas de día y a la feria de la uva por la noche, habría tiempo para jugar billar en el Ocho Negro, por nada nos perderíamos de ir a un baile “canchero” en los patios de un templo o alguna escuela, descasaríamos en El Nogalito y cruzaríamos la calle de la casa donde nos hospedaríamos para tomar una cerveza jugando dominó en el Casino. Y, si las cosas se daban como soñábamos, quizás, en algún momento del viaje incluso llegaríamos hasta el paraje que conocíamos como los Pinabetes con alguna bella señorita que por allá conociéramos. 

       Y sucedió que en algún lugar de Coahuila de cuyo nombre no puedo acordarme, pero situado entre Monclova y Sacramento, mi vida se cruzó con la del gordito. Ya sabes cómo es la red carretera nacional: Llegando a una pequeña ciudad, pueblo, ejido o ranchería, te recibe un tope o bordo de concreto para que entiendas así los letreros de límites de velocidad. Y allí estaba él con su gran sonrisa. Pidió que bajáramos las ventanillas y de inmediato adivinamos sus intenciones: Traía bajo el brazo una canastilla repleta de dulces de leche.

      Una de tantas debilidades en mí se hizo presente al ver aquellos conos rellenos de cajeta. E inició el regateo. Avanzamos a vuelta de rueda los ciento cincuenta y tantos metros que mediaban entre el bordo de entrada al ejido y el de salida. El lento avanzar de la vieja caribe roja era un trote presuroso para el muchachillo que, jadeando, iba a la par mientras los argumentos entre vendedor y comprador iban y venían. Por ascendencia familiar, algunos de los que íbamos allí teníamos la noción de cual era un precio justo para la bolsa de conos. Entre risas y bromas, y con un clarísimo deadline o límite que era el bordo final para cerrar el trato, llegamos a un acuerdo en el que yo no sería sorprendido como extranjero en mercado de playa, y donde tampoco él saldría con un espejo a cambio de esos dulces que si no vendía, probablemente se los comería. Pagué diez de aquellos todavía flamantes nuevos pesos por una bolsa con cinco conos.

      Satisfechos con la compra, continuamos nuestro camino en medio de mis sesudas reflexiones en voz alta sobre cómo había aplicado mis importantísimos estudios y empíricas lecturas empresariales en aquella insignificante ocasión. “Esto de pelear un descuento es una cuestión de principios, nunca de dinero” decía, “Debes siempre estar atento a pagar un precio justo, el dinero no se da en los árboles”, “es obvio que ante un inminente deadline, el vendedor tendría que bajar su precio al máximo”, ”la mercancía más valiosa en una transacción no es el producto que te ofrecen, es tu dinero que ellos quieren”, “la superioridad numérica siempre te da una gran ventaja psicológica para negociar”. Bueno, desmenuce toda la teoría durante los siguientes veinte minutos. Hasta que a Juan Manuel le dio hambre.

    -¿Me pasas un cono por favor?- le dijo a Osvaldo. –Los tiene el Camarón- respondió aquel. –Armando fue quien los tomó-dijo Luis. -¿Qué no los tienes tú?, tu pagaste¡¡-  me dijo Armando mientras cuatro pares de ojos me taladraban.

      Y fue entonces que la realidad del mundo de la experiencia abolló para siempre la corona de universitario frustrado: El gordito no solo se había quedado con mi dinero, también se guardó los conos. Todavía lo imagino carcajeándose mientras se come mis conos bajo la placentera sombra de un gran encino.


Mensaje abierto a mi diputado local

Publicado el 11 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

      Javier: No me lo tomes a mal, pero yo no vote por ti. Para mí no es nada personal, es solo que dentro de mi cándido idealismo y observando la historia, me he dado cuenta de que si bien es cierto que una suma de fuerzas puede hacer crecer a un imperio, solo el equilibrio de fuerzas puede hacer prosperar a la humanidad. Es por eso que tengo una visión daltónica cuando de ejercer mi derecho al voto se trata y no distingo colores ni partidos en un perpetuo y hasta hoy vano esfuerzo por encontrar ese balance entre institutos políticos. Y es que la propuesta ideológica de cada uno de ellos me ha parecido siempre un tratado de utópicos buenos deseos desde los puntos de vista sociales, políticos y económicos; todos se ven igual de bonitos en el papel.

     Por otro lado te ofrezco una disculpa porque en esta ocasión y contrario al estilo de crítica constructiva que he elegido, dirijo la atención a ti en lo particular. Pasa que en mis publicaciones en medios de comunicación y redes sociales he seguido la política de no señalar personas por su nombre porque considero que al opinar, juzgamos; y si juzgamos, habríamos de calificar simple y solamente actos, nunca individuos.

     Pero resulta que ahora si personalizo mi colaboración ya que vivo en el distrito 1 de Coahuila, al cual tú representas en el congreso local. Es que votarás por algo que me concierne más como humano que como coahuilense; tendrás que opinar ante una iniciativa que el poder ejecutivo te va a proponer según lo ha expresado nuestro gobernador.

   A estas alturas ya sabes a que tema me refiero: La despenalización del aborto en nuestro estado.

   No entrare (y espero que nadie lo haga porque no es necesario) en debates desde perspectivas de doctrinas religiosas ya que estas no tienen por qué normar nuestros criterios legales. Solo diré que el concepto de marco legal como el que te toca hoy actualizar y darle forma, nace de un principio idéntico a las religiones: En teoría, sus preceptos deben estar basados en la moralidad, con la diferencia de que las cuestiones jurídicas debieran siempre privilegiar el Deber Ser por sobre el Ser.

     Contextualizando diremos que el Ser no es ese abstracto concepto que en el afán de desapegos materiales coloquialmente contraponemos al Tener. No, el Ser es la entidad del individuo, la individualidad de la persona, lo que a cada quien concierne en su muy particular realidad; es distinto y de diferentes matices ético-morales para cada individuo. Y el Deber Ser es entonces lo que sería común a todos, lo que estaría en armonía con y para todos los humanos como especie, como nación, como Estado en este caso.

      Así entiendo que el Ser de una mujer tiene derecho sobre su cuerpo, igual que lo tenemos los varones. Pero el Deber Ser de la sociedad o el Estado no tiene derecho sobre la vida de los demás; de hecho se ha legislado que ni siquiera sobre la vida de los animales.

    Por otra parte tenemos también que para muchos códigos civiles el no nato (nasciturus en términos domingueros) tiene derecho a heredar. Ojo aquí, permitir el aborto sentaría un precedente contrario a eso abriendo una pesada y peligrosa puerta a jurisprudencia para interesantes casos de codicia, dónde sería perfectamente legal y conveniente el asesinato del heredero concebido antes de que este vea la luz del mundo.

    Y la vida según la ciencia, surgió en este planeta con los más primitivos organismos unicelulares y bacterias hace unos 3500 millones de años, desde entonces la vida es la única constante sobre la faz de la tierra. De ahí que la ciencia diga (no las religiones), que la vida nada tiene que ver con la conciencia, edad, especie, alma, gestación, estado civil, género o cualquier otra cosa que pudiésemos legal o religiosamente discutir. La vida no conoce de grados: O existe o no existe.

     Así pues, los argumentos científicos y morales que entiendo, sintetizan para mí la discusión en dos únicas preguntas a responder para este caso: ¿Cuándo inicia la vida de un ser humano? ¿Le darías a alguien el derecho a privar de la vida a otra persona?

     Por supuesto que la verdad no es propiedad de nadie y tanto la sociedad como tus representados debemos estar abiertos a entender otros argumentos. Pero sinceramente pienso que estarías haciendo lo correcto si no prospera la legalización del aborto en lo particular; y además en lo general, el Congreso local estaría enviando un excelente mensaje a la ciudadanía en el sentido de una verdadera división de poderes, esto en beneficio de un trascendente crecimiento humanitario para mi Coahuila, más que de insípidas victorias partidistas para tu mundo.


cesarelizondov@gmail.com

La Selva

Publicado el 04 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

    Recordé aquella película que se ha convertido en referente para entendernos como mexicanos: Mecánica Nacional. Comprobé nuevamente que nuestra educación, cultura, raíces e idealismos son reflejados por nosotros los mexicanos de formas que ni siquiera imaginamos, esta es una pequeña historia que se repite cada día, en cada ciudad del país.

     Era un día como cualquier otro, tan normal era ese día que creo haberlo vivido cientos de veces; tenía que hacer algunas compras y me dirigí en mi automóvil al supermercado. Como hombre de esta época, iba con el tiempo encima. Cuadras antes de llegar escuché el molesto ruido de una sirena.

 - Que mala suerte,- me dije -lo que menos necesito en estos momentos es darle el paso a una ambulancia-.

    En eso me percaté que venía detrás de mí y entendí mi oportunidad. Ya no sonaba tan molesto, el ruido se había transformado en canto de la sirena. Empecé a sonar el claxon, hice gala de humanismo, dejad pasar los heridos, era el mensaje que enviaba. Supe que sintió Moisés cuando ante mi se abrió el tráfico, así que me aproveche del camino que se despejaba. Primero ceder el paso, después pegarse detrás de la ambulancia, enseguida se pisa el acelerador y con cara de angustiado se hace como que uno sigue la procesión hasta el hospital. Dos minutos debí ahorrar gracias a aquella emergencia, dios bendiga a los enfermos.

     Ingresé al estacionamiento del supermercado que como de costumbre estaba totalmente lleno. Así que empecé el ritual de gastar gasolina dando vueltas por todas las filas para acomodar los vehículos en batería; al final del lote quedaban tres lugares disponibles, eran los más alejados a la entrada de la tienda y los rechacé al igual que la docena de automovilistas que buscaban el lugar más cercano posible en un afán de economizar pisadas, así perdieran todo el tiempo y combustible de que disponían. Después de varias vueltas observe que una familia salía del local, cada miembro de aquel clan cargaba una bolsa, como cazador furtivo, cuidadoso de no hacer ruido y de no parecer impaciente, sostuve la velocidad en lo más lento que pude para ir flanqueando a aquella familia hasta su automóvil. Y así llegamos hasta el final del estacionamiento, solo para verlos salir e irse a sentar en la parada de autobuses.

    Otra vez buscar lugar, ya con algo de impaciencia mis modales sucumbieron. Fue en una intersección donde  pude sentir la mirada de una mujer madura, tenía yo el honor del paso, pero bien lo podía ceder. Aquella dama esperaba un acto caballeroso, pero lo único que logró, fue saber que yo la ignoraba; está es la selva, pensé, yo tengo que ver por mí, ¿por ella?, no es mi problema, que por ella vean sus hijos, o su iglesia, o el Estado.

     Otras vueltas por ahí.... Por fin, la oportunidad, un joven su subía a su auto justo cuando yo pasaba. Me quedé yo por un lado, por el otro, otro vehículo, no veía al conductor, pero el querría mi lugar, a mí me pertenecía, por nada lo perdería. Mientras tanto aquel joven disfrutaba su momento, se sabía poderoso pues tenía a dos a su merced, con sus aires de nobleza primero admiro su coche, sabía que lo esperaríamos, gozaba al vernos sufrir, se subió como si fuera anciano, lento a pesar de su juventud; una vez estando adentro, vio primero sus espejos, ¡como si alguien los moviera mientras el hacía sus compras¡ Después encendió la radio, algo importante iría a oír; después la calefacción, pobre tipo, tendría frío; por supuesto el cinturón, era lo único importante; y por último se peinó, la apariencia es trascendente.

     Finalmente arrancó su auto, a pesar de los pesares, buena cara le di yo. Y es que esto ya no era la selva, esto es civilización. Amablemente le di el paso, pues me cedía su lugar, por fin me estacionaría, ya podría yo hacer mis compras; en eso pensaba cuando me di cuenta del auto que estaba enfrente: Otra vez esa mirada, otra vez la anciana dama. Esta vez no pude esquivar su penetrante mirar, y está vez me suplicaba, con sus ya cansados ojos, el lugar para su auto, un lugar para sus años. Esta es la selva, pensé, aquí es la ley del más fuerte. Y como soy el más fuerte, escogí darle el lugar.


cesarelizondov@gmail.com

Serendipity

Publicado el 21 de Diciembre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia

     Si la serendipia existe, mañana estaré desactivando mis cuentas de Facebook, twiter, teléfono celular, correo electrónico y cualquier otro medio para ser localizable. La serendipia se entiende como una forma de casualidad afortunada, una especie de golpe de suerte por algún tipo de señal, como una providencia inesperada.   

    Hay un lugar en el upper east side de Manhattan, a unas cuadras de la entrada frontal de Central Park, en dónde está ubicada una cafetería llamada Serendipity 3. De ahí toma su nombre e inicia la historia de una película ligera en la cual un libro de García Márquez tiene su rol en la trama.

     Pero volviendo a mi serendipia, te platico que el sábado por la mañana desperté tarde y con las secuelas del tipo de posadas más apegadas a las filosofías paganas del tío Sam que a los adustos festejos cristianos. Ignoro si por la madrugada el boiler se apagó solo o si alguien de mi casa urdió el maquiavélico plan de hacerme pasar un mal rato en venganza por no sé qué cosa. Arrastrando las pantuflas recorrí la casa en busca de cerillos o encendedor y maldije una vez más a los inventores de los dispositivos de encendidos electrónicos que hacen cada vez menos necesarios a los tradicionales fósforos, esto en perjuicio de fumadores y gente que gusta de encender el boiler.

      Salí a comprar un encendedor y me dirigí al supermercado más cercano para aprovechar y conseguir algo de comer que ayudase a mi organismo para enfrentar una mañana no exenta del trabajo cotidiano por la naturaleza de mi oficio. Con algunos víveres me formé en la fila de las llamadas cajas rápidas. Había tres personas delante de mí y la señorita cajera parecía no comprender el significado de rápido. Espere impacientemente mientras veía con desesperación como una especie de ley de las filas de Murphy se cumplía cabalmente: Por todas las cajas registradoras avanzaban los clientes con eficacia propia de reloj suizo mientras acá esperábamos a que un cerillo (vaya ironía) fuese al departamento de medias a checar un precio que no venía marcado en la prenda. Finalmente llegó mi turno. Y claro, en las cajas rápidas no tenían muebles exhibidores o displays como en las cajas normales; no había encendedores.

     Regresé al interior de la tienda y esta vez me formé en una de las cajas tradicionales, de esas que están flanqueadas por anaqueles repletos de hojas de afeitar, gel antibacterial, cepillos de dientes e hilo dental (del de los dientes, no del otro), revistas, chocolates, pilas, y claro, encendedores. Pero no contaba con que la señora que me antecedía tenía la intención de hacer valer y ejercer sus tres minutos de poder semanal, esa fracción de momento en que el cliente tiene aún el dinero en su poder y enfrente hay alguien con la consigna de servirle de la mejor forma posible, ese efímero momento en el que todo el yugo semanal de recibir y acatar órdenes en el trabajo se transforma mágicamente en tener la sartén por el mango y no solo tener el poder del consumidor, sino además la razón que al cliente siempre le asiste; ese momento que buscamos extender lo más posible porque sabemos que una vez que soltemos el dinero, junto con él desaparecerá el fugaz y pequeño coto de poder que nuestros consumos nos proveen.

       Eterna se me hizo la espera: Como si no supiera lo que venía a continuación, la señora preguntó dos veces por el total de su compra; luego, con una calma digna de burócrata en lunes, abrió su bolso y lentamente busco adentro su cartera. Volvió a preguntar cuanto había de pagar y sacó una tarjeta bancaria para liquidar. Una, dos, tres veces fue rechazada la tarjeta ante la insistencia de la señora de volver a intentar…. Y de repente, con una ensayada sonrisa que delataba su felicidad de extender al máximo su momento, anunció cándidamente que se había equivocado de tarjeta. Mi desesperación era total porque además me urgía ir al baño.  Del dos.

       Con prisas pagué mi encendedor tan pronto se fue la señora y me dirigí a los sanitarios que estaban justo enfrente de la caja. Pensarás que en el colmo de los males no había papel, pero esta vez no fue así. Y como rey sentado en su trono, tuve por primera vez un momento de calma esa mañana. Me serené y entendí que la vida es así, que debemos ir al ritmo de ella y no pretender que la vida se ajuste a nosotros.

     Salí, debo decirlo, en más de un sentido aliviado de aquel baño. Y justo en ese momento abrían la ventanilla de un negocio en una isleta del centro comercial, y fue ahí que pensé en la serendipia: Un boiler apagado, sin cerillos en casa, una lenta fila para no encontrar encendedor al pagar, otra lentísima espera tras una señora sin prisas, una urgencia de visitar un baño público; todo para llegar exactamente al momento en que abrían la ventanilla del expendio de Lotería Nacional.

    No creo en la suerte. Mi definición de buena suerte es cuando el trabajo, la preparación, la inteligencia y la oportunidad cruzan sus caminos, por eso pienso que es improbable ganar el Melate este domingo. Pero si la serendipia existe, mañana me desaparecería por un tiempo para pasar unos días en Nueva York y visitar el Serendipity 3, y ordenar ahí un postre de contenido calórico suficiente para una semana. Y si acaso no existen o no se me dan ese tipo de cosas, permaneceré haciendo lo que hasta hoy, y pasaré las navidades en Saltillo, y comeré las empanadas del Merendero, del Roble, de la Reina o de Mena. Lo cual tampoco está nada mal.