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Myles Garret - Mason Rudolph. Round 1

Maradona: confieso que he volado
Entiendo a Maradona porqué yo, igual a él, confieso
que he volado. No pienses que me iré por las ramas de una alegoría para salir
bien librado de esa afirmación. Por volar, metáfora también, me refiero
exactamente a eso en lo que estás pensando tan asociado al Diego.
Fue un domingo 22 de junio. Tenía 16 años y un hermano
20 meses mayor. Mi madre y mis hermanas andarían de vacaciones porque no
recuerdo nada de ellas en aquel día. Papá, en su papel de padre, nos despertó
muy temprano y nos llevó al patio de la casa. Había comprado materiales para
que le diéramos mantenimiento al aljibe. Nos indicó que hacer y nos dejó
mientras el se fue a hacer lo que hacía los domingos.
Para dos jóvenes en plenitud, sumergirse en un
cuartito bajo tierra de treinta metros cúbicos, con una puerta de escotilla
menor a un metro cuadrado, no suponía un reto mayor. Una escalera de tijera,
tinas, cepillos y brochas. Listos para dejar como nuevo el depósito de agua.
Trabajamos un buen rato con la pintura especial para
albercas y convivimos cómo no hacíamos desde niños: todo era risa y
camaradería. Fue Pepé quien, en un momento dado, cayó en cuenta de que la falta
de ventilación, aunada a la inhalación de disolventes, había producido en
nosotros un efecto de euforia, un arrebato de exaltación. En lenguaje llano y
universal, nos pusimos high.
Luego de tomar conciencia y, he de decirlo sin rubores
ni rodeos, disfrutar de aquello, vino un momento de angustia: me era imposible
coordinar brazos y piernas para subir por la escalera. Fue tanta la
intoxicación, que salir de ahí fue una proeza de equipo por la que siempre he
estado agradecido con mi hermano. Pero hicimos el trabajo.
Luego del susto, la intoxicación cedió poco a poco y
para las doce del día todo era bonito, alegre y feliz. Nos sentamos a ver el
juego de Argentina-Inglaterra. Mi padre llegó justo en ese momento: cuándo
Diego se elevó por encima de Shilton, y con la mano de dios marcó el primer gol
para la albiceleste.
Entró al cuarto de televisión y nos encontró riendo a
carcajadas. Se sentó junto a nosotros. Nuestra estúpida risa no había mermado
cuándo llegó el segundo tanto: Diego gambeteó desde la media cancha a tantos ingleses
cómo naciones tiene la Commonwealth, y un disparo cruzado desató en nosotros
otra oleada de risotadas ante una mirada entre curiosa y divertida de ese
hombre que ya no era padre, volvía a ser papá.
Maradona volvió a cargarse a su selección en Italia 90
y siempre le seguí cómo lo hago desde entonces con otros personajes porque,
ahora sí con retórica incluida, me hacen volar sin necesidad de otros potencializadores,
cosa que les agradezco.
Me
parece estéril discutir si fue mejor Maradona a lo que es Messi, sí es más
poeta Benedetti o Neruda, tampoco cuestiono si hay más legado en los Beatles o
en Queen. Ni siquiera argumento entre un Samsung o un iphone. Porque cuándo ves
a los genios elevarse, lo mejor es dejarse llevar, y apreciar bien ese
instante, obra o tecnología que han alcanzado, y disfrutar de aquello que esos
seres tocados por dios, por la naturaleza o por la disciplina, nos ofrecen para
nuestro regocijo, sin necesidad de otros detonantes además de la gracia que
ellos tienen.
Por
eso, me quedo con las genialidades de Mercury, Diego o Van Gogh. Me hago de la
vista gorda a sus traspiés, los escondo con los míos, allá donde guardo las
piedras que no he de lanzar, en el fondo de un aljibe, en la casa de mi padre.

Causa de muerte
https://www.saltillo360.com/hoy-se-habla-de-causa-de-muerte
No se lo pensó mucho para, con harto dolor, anotar en
su registro personal lo correspondiente a sus dos queridos amigos. Tenía fresco
en su memoria la última vez que los vio con vida, ante una mesa de viandas y
vinos. No necesitó estar en la autopsia ni ver cómo acabaron los cuerpos para escribir
su dictamen en la libreta.
Él es un médico legista que hace un ejercicio alterno
a su trabajo profesional: lleva un diario dónde anota las que él considera,
causas reales de muerte.
Así, aunque en la necropsia de ley aparezcan cosas
como paro cardiaco, en su libreta privada anota síndromes como cáncer de
páncreas. Piensa que, en rigor, todas las muertes son porque el corazón deja de
latir, pero que igual sería decir que se muere por dejar de respirar. Es por ello
que entre sus notas, puedes leer causas como “atropellado” en lugar de consecuencias
como “estallamiento de vísceras”, o algo así como el coloquial “se cayó de un
andamio” en vez del forense “traumatismo cerebral”
Utiliza seudónimos genéricos en su diario: se repiten
una y otra vez nombres de pila como José, Juan o Ramón, para varones, y las
consabidas María, Lupita o Laura, cuando son mujeres. En los penosos casos de
niños se limita a escribir la palabra infante. Nunca viene un apellido. Suma o
resta un año a la edad de los difuntos; e igual lleva un desfase entre las
fechas para no dejar un rastro. Todo debido a una obsesión estadística por obtener
sus números, independientes a las cifras científicas u oficiales.
Con un lápiz en la mano, recordó los últimos momentos
con sus dos compañeros: conviviendo, con una luz de alegría por su sincera amistad,
y una sombra de preocupación por el nublado futuro, entre la calidez de un
hogar y el desapego de una sana distancia que no distingue lo físico de lo
fraternal. La plática, cómo en los últimos tiempos y alrededor del mundo, fue
de un lado a otro en torno al tópico predominante del año: la pandemia.
Igual a todas las charlas, la discusión aterrizó sobre
dos pistas: la de José, por un lado, recitando, repitiendo y listando noticias obtenidas
de cualquier número de publicaciones en redes sociales, con todo tipo de argumentación
científica o carente de sustento. Algunas con un soporte periodístico o
académico con fuentes e investigaciones citadas, las más, simples cadenas de
palabrería bien exhibida, rumores, chismes y creencias sin fundamento. Y por
otro lado la pista de Ramón; con la descalificación de todos los datos duros,
así como a gobiernos e instituciones. Con la denuncia de un complot orquestado desde
el capitalismo, la exposición teórica del caos social, y una enredada sinopsis
de novelas distópicas escritas por autores angloparlantes, de esas que hablan
de primero condicionar para luego someter para, entonces, manejar a una mansa
sociedad civil.
Total, que de esa noche bohemia de ocho meses atrás, de
conocer a sus amigos por tanto tiempo, del intercambio de mensajes escritos y
llamadas desde esa jornada primaveral hasta mediados de noviembre, sin
necesidad de estar presente durante sus días y horas finales de vida, ni en
funerales ni autopsias, el médico legista derivó su dictamen de causa de muerte
y así lo anotó en su diario:
José. 55 años. 2 de diciembre de 2020. Causa de
muerte: miedo
Ramón. 54 años. 4 de diciembre de 2020. Causa de muerte: soberbia.

Es que no entienden
Alguno de mis lectores no entiende. Dice que nunca
escribo de cosas trascendentes, que mis columnas tratan de temas y experiencias
cotidianas que nada tienen que ver con la rotación de la tierra, la
problemática mundial o la reciente verborrea del gobernante en turno. Otros de
mis lectores piensan que la vida anda por distinto rumbo, y que, lo importante,
es hablar de lo que parece trivial pero que a todos nos pasa. Para ellos va
este escrito:
Sentado, alienado y sumiso, alcancé a escuchar los
patéticos esfuerzos del hombre de mediana edad por conquistar a la joven
cajera. Con la cálida sonrisa de la atención al cliente, pero con la elusiva
mirada del desprecio, lo despachó haciendo contacto visual por encima de su
hombro con el muchacho sentado en primera fila.
En sincronía con el cambio de números en la pantalla y
con evidente alegría para la cajera, el muchacho se levantó y avanzó hasta la
ventanilla con la firme pisada de la juventud y el éxito. La escena fue cómo al
revés: él, con el garbo de los apreciados por el cadenero de antro y con la
confianza que brinda una solvente chequera, haciendo alguna transacción bancaria
en físico, pero con el pensamiento en otra dimensión. Mientras que ella,
pareció disfrutar de su mejor momento del día, de un minuto Cenicienta en la
liberación del yugo social que sólo se materializa en las telenovelas
mexicanas. Con la misma agilidad del caminar, el muchacho terminó su trámite, y
se esfumó dejando tras de sí un aroma a loción cara.
Solíamos decir que la fracción más pequeña de tiempo
no era el cronón, sino el instante entre el cambio de luz del semáforo y el
claxon del idiota de atrás. Hoy sabemos que no es así: hoy decimos que el mínimo
intervalo temporal se da mientras un cliente le da las gracias a la cajera y
quien tiene el siguiente número se apersona ante la ventanilla. Pero esta vez
no sucedió así.
Busqué con la mirada a alguien de pie antes de que los
números aparecieran en la pantalla. Seguía el E-153 y mi turno era el E-154. La
cajera puso una especie de anuncio en su lugar y desapareció detrás del
mostrador: ya sabes, la ley de Murphy que sólo se aplica en uno. Pasaron un par
de peñanietistas minutos y ella regresó. Ya estaba yo de pie pensando que mi
antecesor debió abandonar la sucursal. El cambio de números apareció.
Impaciente, paseé mi vista por todo el local para
comprobar mi hipótesis. Pero no, en la hilera final, y en la última fila, se
levantó un anciano con la parsimonia propia de su imagen. Volví a mi asiento.
Un largo intercambio de argumentos siguió. La empleada
bancaria insistiendo en que el anciano debía contar con una aplicación en su
teléfono para no acudir al banco, mientras que la lógica del señor decía que,
si la institución bancaria le cobraba comisiones por todo, él tenía derecho a
hacer sus transacciones de la forma que él decidiera. El tono subió cada vez
más hasta que al final, el viejo le espetó: “no me importan tus protocolos ni
tu pandemia, ni tus aplicaciones ni tu tiempo, mi principal ocupación es venir
a realizar los pagos y nadie impedirá que yo siga con mi vida”. Ella no tuvo
más opción que atenderlo. Él, ya más tranquilo, se despidió de forma cortés,
diciéndole que mañana regresaría para pagar el agua. Pasó por delante de mí con
el andar de un vapuleado cuerpo, pero con la actitud de un espíritu íntegro,
dejando una estela de dignidad en el ambiente.
Por fin apareció mi número, con mucha calma me
aproximé a la ventanilla. Llevando la mirada hacia el falso plafón del techo y con
el suspiro de quien repite más escenas que un mal actor, me recibió con
desgana:
—Estos viejitos no entienden. ¿Qué necesidad de venir
hasta acá si pueden hacer todo desde la cama?
Pensé que, para ella, su retórica no ameritaba
respuesta. Yo, me sigo preguntado: ¿quién entiende y quién no?

Grupos de Seguridad
Centro histórico de Saltillo, Coahuila. Transcripción y notas en torno a lo acontecido la noche del 20 de octubre de 2020.
8:48 pm (comandante P.V.): Buenas noches vecinos y
vecinas. Andaré en turno para cualquier apoyo que requieran. Quedo a sus
órdenes. Atentamente, comandante P. V.
8:50 pm (vecino 1): Se oye una mujer gritando ¡
Años
atrás, vecinos y comerciantes del centro histórico de Saltillo, iniciamos, de
mano de la administración municipal, un novedoso programa de cooperación entre
ciudadanía y autoridades para cuidar de nuestros trabajadores, de nuestras
casas y de nuestros negocios.
8:50 pm (policía 1): Pase domicilio exacto por favor
para aproximar unidad.
8:50 pm (policía 2): Indíquenos dirección exacta de
favor.
8:50 pm (vecino 1): En Hidaldo, entre Lerdo y Múzquiz.
Apoyados
en tecnología al alcance de las mayorías y en el surgimiento de las redes
sociales, el primer grupo de seguridad municipal por WhatsApp fue puesto en
marcha con la coordinación de Salvador Rodríguez Saade, líder de los
comerciantes del centro. En tiempo récord, bajaron los índices de robos por
farderismo, allanamiento y violencia. Igual, se incrementó la captura de
delincuentes in fraganti o en huida gracias a la comunicación clara y oportuna
en tiempo real.
8:51 pm (policía 3): Próxima unidad. Próxima unidad de
preventiva.
8:52 pm (vecino 1): Sigue gritando horrible. No sé qué
pasó.
8:53 pm (policía 1): Unidad próxima.
8:53 pm (vecino 2): Qué pasó (sic)
8:54 pm (comandante P.V.): Ahí me aproximo.
Con reglas claras y firmeza, administrados
por agentes probos e identificados, estos grupos de seguridad se multiplicaron
por cada zona de la ciudad. Se sanciona con baja a quienes publican falsas
alarmas y se insiste en utilizarlos sólo para emergencias, dejando de lado las
cuestiones personales e ideológicas.
8:55 pm (policía 1): (envía foto del lugar, se ve la
unidad con torretas encendidas)
8:55 pm (comandante P.V.) (audio, seguido de un par de
fotos in situ): Aquí nos encontramos en el lugar.
Ejemplo
de cooperación entre gobierno y sociedad civil, quienes participamos en estos
grupos de seguridad por una convención particular, aplaudimos las políticas
fincadas en inteligencia más que en gasto, en programas incluyentes más que en
dádivas, en tecnologías accesibles más que en despampanante armamento. Dicen
los que saben, que la casa más limpia no es la que más se barre, sino la que
menos se ensucia, que el cuerpo más sano no es el que se atiborra de medicinas,
sino el que mejor se alimenta…y que las ciudades más seguras no son las que
tienen más rifles, sino las que cuentan con más ojos. No le hace que, en
ocasiones, una alarma verdadera devenga en fiasco de crimen, ojalá así fuera
siempre:
8:56 pm (vecino 2): ¿Qué pasó? Mis papás viven cerca,
para decirles.
8:56 pm (comandante P.V): Es un cortometraje que están
haciendo.
8:56
pm (policía 1.): Se está grabando un cortometraje de La Llorona, para que no se
alarmen.
Yo pensaba que un parámetro para medir grandes
ciudades era el índice delincuencial. Hoy creo que una gran ciudad se mide por
la participación ciudadana y porque en sus calles se filman cortos y películas.
Por cierto, denle un Oscar a esa actriz que hizo de La Llorona: excelente
histrionismo ¡¡

Una ida a la tienda
Léelo en la edición digital de Saltillo 360
Publicado el 27 de septiembre de 2020
Por César Elizondo Valdez
Siempre en busca de señales, sintonizo una película
que promete y me siento a verla. La historia camina bien de mano de la
gastronomía con innumerables escenas donde los protagonistas dan cuenta de
suculentos platillos y postres. Con la digestión luchando contra un ceviche de
atún, nada de lo que veo en la pantalla despierta en mi algún deseo culposo... hasta
la aparición de una dama fumando.
Soy
fumador social, y como el distanciamiento social se me da bien desde antes de
la pandemia, no hay cajetillas en casa. Continúo viendo el filme; más o menos, siete
escenas de comida por una de alguien fumando. Cualquiera que disfrute de un
cigarro ocasional sabe que algo se dispara en el cerebro cuando vemos a través
de la pantalla a un personaje dar largas caladas a un cigarrillo.
Termina la cinta. Igual a tantas cosas de mi
vida, el control remoto no funciona bien, la pila se está acabando. Me levanto
del sillón sin hacer ruido para no despertar al rey de la casa, el perro. El
proceso mental es automático para dar con una excusa que me obligue a ir a la
tienda: debo conseguir nuevas baterías para ese control. Antes de salir, otra
solución perfecta se suma a mi plan: iré caminando.
Llevo
una docena de metros andados cuando miro al suelo. Descubro que tengo puestas
las ridículas chanclas para las cuales no existe un sustantivo sofisticado, entonces,
las sigo nombrando por antonomasia: las crocs. Ni siquiera considero la idea de
regresar y me justifico pensando que no he salido en pijama.
En distancia
lineal, la tienda de conveniencia está a unos cien metros de mi hogar. Pero, no
tan rápido, vaquero: la colonia donde vivo cuenta con una barda perimetral que
no la tiene ni Trump. Debo rodear un buen tramo para después regresar por fuera
del muro hasta llegar a la tienda. No me quejo, pues tanto vecinos como
autoridades han decidido que la promesa de seguridad se antepone a la garantía
de libre tránsito.
Todo
el camino saboreo el cigarro que, con calma y al aire libre, fumaré mientras
regrese. También me pregunto, igual a todos los días, qué me querrá decir la
vida con todo este rollo que vivimos desde marzo. Es que yo me siento bien, además
de ser bastante torpe para entender los mensajes cifrados de la existencialidad,
o para ver las señales.
Apenas cruzo las puertas de cristal, un
reflejo instintivo no anticipado por Darwin lleva mi mano derecha a un bolsillo
de la camisa, luego la izquierda va al otro, y después van en sucesión a los
cuatro bolsillos de mis jeans. Repito en dos ocasiones los movimientos con ritmo
acelerado, como coreografía de la Macarena, y el horror se hace presente: no encuentro
mi cubrebocas.
—¡Fuera de
aquí, no puede entrar sin cubrebocas!
Me cubro
la boca con una mano e intento mi cara de ojos rogones.
—Por favor,
sólo vengo a comprar unos cigarros.
—No se
puede, hay cámaras de seguridad grabando y me despiden si lo atiendo así. ¡Sálgase,
pero ya!
No pienso pasar a la posteridad como “lord-cigarros”
y salgo sintiéndome Quasimodo. Lo primero que veo es la interminable muralla
que habré de rodear para sentirme de nuevo en casa. Maldito tapabocas, desgraciada
pandemia, estúpidos muros. Ahí encuentro las señales.
cesarelizondov@gmail.com
https://www.saltillo360.com/hoy-se-habla-de-una-ida-a-la-tienda

La increíble predicción de Jal Pisarcik
Publicarse el 24 de mayo de 2020
Léelo en la edición digital de Saltillo 360
Publicado el 24 de mayo de 2020
Por César Elizondo Valdez
Para quienes piensan que con las comunicaciones de hoy
nada pasa desapercibido, la distópica historia de Jal Pisarcik ha de parecer
increíble, pero te han repetido el cliché hasta el cansancio: la realidad
supera a la ficción.
¿Te acuerdas? Fue en la semana del Súper Bowl cuando una
televisora habló de contenido borrado de internet y la desaparición de un
acaudalado inversionista inmobiliario. Un video de ochenta y cuatro segundos compartido
originalmente en tiempo real por las redes sociales del hoy desaparecido Pisarcik.
Ahogado en alcohol y quizás algunas sustancias más,
durante la fiesta de año nuevo para recibir el veinte-veinte, el tal Pisarcik
tuvo a bien grabarse con el mar caribe como fondo en el balcón de lo que dijo
él, es el hotel más increíble del mundo.
Y dijo algo más o menos así: que no estaba festejando
la llegada de un nuevo año sino de una nueva civilización. Dijo que ahí, en el
mismo pent-house del hotel, estaba brindando con algunos de sus amigos y otros
agregados, los muchachos más poderosos del mundo, The Boys, fue como se refirió
a ellos.
Explicó que juntos viajaron a principios de año a Ushuaia
y de ahí al Chimborazo, luego en abril estuvieron en Finisterre, y que
finalmente fueron estafados en octubre cuando quisieron conocer las pinturas de
Lascaux y terminaron en un tour guiado dentro de una réplica de las mismas. Se
quejó de que, en todos esos lugares, le pareció que estaba en un mitin político
en lugar de vacacionando.
—¿Acaso debo vacacionar en Punto Nemo para tener privacía?,¿por
qué tengo que alternar con negros, amarillos y latinos cuando quiero divertirme?— preguntó a la cámara de su teléfono el achispado Pisarcik.
—Ya no más— él mismo se respondió.
Y entre frases inaudibles, discurrió algo relacionado
con la fermentación de las uvas y el costo de una barrica de roble francés,
para continuar diciendo que durante los próximos doce meses el mundo se
frenaría. Que ellos mismos alcanzarían a ser beneficiarios de su visión sin
necesidad de esperar generaciones para ver el fruto de los cambios emprendidos,
cuando lo bueno se vuelva inaccesible para las masas y cuando las mesas no
excedan de ocho lugares. Cuando los estadios se achiquen y las distancias se
agranden, cuando los mares sean navegados por yates particulares y ya no por
trasatlánticos abarrotados, cuando en el cielo haya un puñado de Learjets ejecutivos
y en los museos un montón de aviones comerciales, cuando el volumen de ricos y pobres
disminuya, pero la proporción de desigualdad entre las orillas permanezca
inalterable. Cuando las economías colapsen y las leyes de Darwin migren de la
naturaleza a las camas de hospital y se sometan a su mismo postulado para
quedar obsoletas dando el paso definitivo a las leyes de la selección financiera.
Cuando el mundo sea el edén que el progreso se comió, cuando la democracia se
limite a la política estudiantil y nadie busqué democratizar el buen estilo de
vida.
—En menos de doce meses estaré viviendo en la nueva
civilización— dice sonriendo Pisarcik casi para finalizar el video. Y remata:
—Creo que no me alcanzará la vida para ver el mundo reducido a cuatro mil millones de habitantes, pero me conformo con no cruzar mi camino con los más de tres billones— (así lo dice el pendejo)—que por hoy salen sobrando.

Bandidos
Publicado el 15 de mayo de 2020
Por César Elizondo Valdez
Dadas las actuales circunstancias, se figura a si
mismo como un furtivo Sean Connery o Steve McQueen en una de esas historias de
ladrones, hasta el insólito clima brumoso pone su parte para eso. Demasiado
tarde se percata de no traer puesto el cinturón de seguridad. Ha llegado hasta
el retén y alcanzó a pasar la mascarilla del cuello a la boca; se asoma fugaz
al espejo retrovisor, y su reflejo, ahora sí, asemeja a un bandido de película western
más que al citadino de pandemia universal.
Por instinto, al hacer alto total ante el agente voltea hacia el asiento contiguo donde está el periódico, y se fuerza una sonrisa que nadie observa debajo del cubrebocas al ver una fotografía donde aparecen gobernantes, médicos y encumbrados empresarios con indumentaria facial similar a la suya.
—A ellos les sienta bien— dice apenas murmurando. Con las
cejas enarcadas regresa su mirar hacia el agente y percibe en él la misma identidad
de la fotografía y el espejo.
El tránsito le indica con impaciente ademán que
circule, así como director de orquesta cuando marca un tempo vivo. Se le
suaviza la cara al superar el retén y le envuelve la ironía de la exigencia a enredar
el rostro en una fétida máscara mientras el cuerpo se expone sin amarres ni
seguros. Batalla para respirar normal al tiempo que unas gotas aparecen y
descienden por su frente; va de nuevo el tapabocas al cuello.
Llega al centro comercial y otra vez a detenerse ante el franjeado amarillo. Atraviesan familias enteras con carritos repletos de mercancía varia, no del todo abarrotera. Luego, pasa de largo la puerta principal del supermercado, aparca en la soledad del estacionamiento del lado de los locatarios, se estaciona en el primer lugar, inmediato a los pintados de azul.
No
hace un repaso mental de lo que viene a continuación, lo tiene bien aprendido.
Baja del auto, mira en todas direcciones para saber que nadie le sigue y se
encamina sin disimulo y con descaro a una de las puertas de servicio.
Empuja la barra horizontal de la puerta, ésta cede. Sus ojos se ajustan rápido a la leve oscuridad, brota en sus brazos sin mangas la piel de gallina y le tiritan los dientes al adentrarse en el grisáceo pasillo de bloques sin acabados ni aislantes. Camina y empieza a contar: una trampa para ratas, un acceso, otra trampa, segundo acceso, tercera trampa, y ahí está su puerta.
Gira de nuevo su mirada en todas direcciones antes de acercarse a la
puerta, sin dejar de mirar a izquierda y derecha da un par de pasos al frente
para llevar sus manos al candado, a puro tacto encuentra las cavidades
necesarias, no necesita ver lo que hacen sus dedos para esta parte del trabajo; se escucha el chasquido de las trabes para liberar el arco del candado chino.
Se introduce en el localito, cierra la puerta tras de sí. Checa su teléfono
móvil, desliza su índice por la pantalla de una aplicación a otra y desde
arriba hacia abajo; no tiene mensajes nuevos. Activa la lámpara de su teléfono
y se dirige a donde debe estar el dinero. Abre sin problemas la tapa de un
costado de la caja registradora, con sus dedos expertos encuentra la palanca
que libera por mecánica el cajón de la gaveta, jala de ella y aluza. Encuentra el resplandor del dinero.
Sale de ahí con igual sigilo. En el trayecto de
regreso ve en un baldío a las mismas personas de la imagen del periódico
entregando despensas para acortar las distancias entre los ricos y pobres,
entre pandemia y tornados, entre elección y elección. Más allá observa grandes
negocios abiertos con pancartas donde ostentan sus tecnicismos legales para seguir
operando, y por andar de mirón, por poco choca con un autobús de transporte
de personal llevando gente a la industria.
Llega a lo que
llaman hogar y le entrega el dinero a su pareja. Ella lo cuenta una y otra vez
en franca urgencia y sus ojos pardos desorbitan mientras se inyectan de sangre.
—¿De verdad es todo lo que nos queda? — pregunta.
—Si, se acabó la caja chica.
Ya no se figura a Connery o a McQueen, ni a ladrón de
cuello blanco, es solo un microempresario.

El día después de mañana (un día sin mujeres)
léelo en la edición digital de Saltillo 360
Publicado el 08 de marzo de 2020
Por César Elizondo Valdez
¿Debemos ser feministas? ¿O erradicar el machismo? Te
confieso que no alcanzo a comprender a cabalidad de que va la importante fecha
del día de mañana. Lunes nueve de marzo, un movimiento donde las mujeres no se
moverán en protesta por una cultura donde la discriminación hacia ellas ha
escalado hacia el maltrato y la vejación, el sexismo y violación, la
invisibilidad y falta de garantías, hasta llegar al funesto feminicidio,
término que indica el asesinato de un ser humano por el hecho de ser mujer, no
por otra circunstancia.
Habríamos de ser expertos en psicología y antropología
para entender porqué los mexicanos hemos ido unos pasos más allá del resto de
la humanidad en relación al machismo, esa condición que igual brota de una
madre que es comparsa de sus hijitos varones, que de un sacerdote que justifica
el adulterio masculino, o de una cervecería que no concibe sus eventos sin
presencia de edecanes.
Y claro, existen muchos matices entre lo arriba
citado, pero seguro has escuchado aquello de “encierren a sus gallinas que mi gallito
anda suelto”, o “si se lo dieras en casa no buscaría nada afuera”, o también la
consabida de que, en convenciones de trabajo, así como en eventos deportivos se
asegura un éxito cuando hay “atractivo visual”. Y quizás no sea tan claro ese
hilo conductor, pero la dilatación de trabas o usos y costumbres abona un
fértil terreno para que el machismo blanco despliegue sus alas hasta
convertirse en crimen social.
Pero ¿ya te diste cuenta? Me pongo a culpar a todos,
menos a mi mismo, al hombre. Para mí, es fácil señalar a las madres que crían
machos, o a la religión machista, o al vicio que lo fomenta. Pero ¿Qué hay de
mí como varón? ¿A qué hora me hago responsable de mis actos y de mi libre
albedrío? ¿Cuándo voy a ser un Hombre para dejar de ser un machito acomplejado?
Insisto, hay mucha carga antropológica (entendida como
estudio de ciencias sociales y cultura) en nosotros para llegar a ese machismo
que deviene en feminicidio en su parte más extrema. Pero alguna capacidad
intelectual habremos de tener para vencer esos instintos primarios que cuando no
son encausados, evidencían nuestro origen animal.
Por lo pronto, mañana por la mañana seré mudo
espectador de la gesta de las damas. Pero pasado ese día, seré fuerte
partidario de erradicar el machismo. Tengo para eso un buen guía: entre mis
pocos haberes puedo contar un amigo, que, cual caballo de Troya, sin aspavientos
ni gritos va sembrando una conciencia, sin pretender señalar, sin siquiera argumentar,
con ejemplo suma adeptos. ¿Tú te lo puedes creer? Él no ve pornografía, y sabe cómo
negarse a negocios y amistades que contrarían sus creencias. Él habla de
raciocinio por encima del instinto, de la virtud de guardar por arriba de
gozar, de la pareja y los hijos, del respeto a la mujer, no por ser
condescendiente como mirando hacia abajo, es por respeto a la vida, mirando
siempre hacia el frente.
Mañana será otro día, y el día después de mañana, la vida será otra vida.

Despertar Monterrosano

Súper Bowl LIV

Relectura de Pedro Páramo
