publicado el 23 de junio
de 2019
Jamás aprendí el truco de los actores de esas
películas romanticonas dónde despiertan como recién bañados, sin ojeras ni
bolsas bajo los ojos, sin la hinchazón de la cara ni la mirada vidriosa, apenitas
despeinados y con pijama planchada; pienso que cuando a las salas de cine llegue
la tecnología archi-recontra-VIP, hasta oliendo a loción despertarán. Ahhhh, y
encima amanecen con despampanante modelo a su lado, quien gustosa corresponde, sin
hacer gestos al aliento, a un largo y apasionado beso francés, no el tímido de
piquito. Eso es amor, no chingaderas.
Pero bueno, acá la gente normal también tiene sus
ocasiones de experimentar el amor del bueno, aunque, justo es decirlo para no
defraudar al lector, aterrizado a la realidad de uno, con algunas variaciones
de esas historias que nos cuentan a través de personajes y situaciones
difícilmente igualados en la vida real.
Entro en materia: ahí tienes que el domingo pasado,
día del padre para más señas, abrí los ojos cuando el sol aún dormía. Ya sabes cómo
es eso: como cuando los niños se levantan de madrugada aunque se hayan acostado
pasada la media noche, claro, es un 25 de diciembre; o cuando escuchas la
regadera a las cinco de la mañana de un sábado y recuerdas con horror haber
prometido acompañar a tu pareja de compras. Tardé unos segundos en recordar
quien era y donde estaba, y un poco más en establecer desde la cama toda la activación
neuronal que se conecta mejor cuando te levantas y vas por una taza de café,
pero no fue el caso. Seguí acurrucado en la cama.
El recuento de la ingesta de la noche anterior dio la
explicación de mi sentir. Como todo buen mexicano wanabe de primer mundo,
empecé con una prudente cervecita de 3/4 para terminar con el hormigueante licor
43, tú métele en medio lo que la imaginación te dicte. Pero el problema en
realidad no fue lo bebido, a mi edad ya no pasas de cuatro copas; así como fui
de un extremo a otro en cuanto a líquidos, igual fue iniciar con guacamole para
seguir con cebollitas asadas y salsas a base de ajo, con frijoles charros y
embutidos, con tortillas y carnitas, ¿y de postre?, unas glorias de linares.
Imagina pues mi estado a la mañana siguiente, día del
padre. Luego de unos minutos de quejarme por lo bajo, sentí que alguien se
movía a mis espaldas. Me volteé y ahí estaba en el centro del colchón pegada a
mí, la tomé de la cabeza con ambas manos y acerqué mi rostro a ella, y pretendiendo
ser uno de esos galanes de Hollywood que desde el despertar hacen su voluntad, acerqué
mis labios a su boca, y sin importar mi aliento me aventuré a someterla a una
prueba de amor… y la superó: no solo aguantó el buqué de mi marinado aliento que
le lancé en prolongada exhalación, hasta quiso llenarme de besos pues intentó
llevar su boca hasta la mía, pero yo la rechacé. ¿En qué momento se fueron esterilizadores
y biberones para subir en nuestra cama a una cachorrita cocker que todo lame y
destruye? No lo sé, así es la vida, supongo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario