Volar

Publicado el 10 de marzo de 2019




Volar



Los ojos de este niño tienen un brillo negado a buscar la metáfora: es el brillo único de la vida humana que denota conciencia, sentimientos, expectativas.

Es el más pequeño del grupo, ante la necesidad de completar equipos, en la cascarita futbolera se aceptan de todas edades, métricas y tonelajes. Gustoso, acepta a ir por el balón aterrizado sobre la azotea de su casa mientras su festiva expresión corporal es la de todo el que por primera vez recibe una importante encomienda.

Entra en la casa y antes de pasar por la cocina, atraviesa el recibidor, donde las mochilas continúan tiradas en el piso en espera de mejor hora para hacer las tareas. Luego, del comal toma una tortilla olvidada durante la comida, pero apreciada ya a media tarde, en el tipo de tortilla que hace recordar viejos amores: todavía guarda sabor, pero es fría y quebradiza.

Llega al patio masticando la tortilla y camina a través de un caprichoso arcoíris formado por el montón de prendas colgadas al sol vespertino. En la esquina, le toma unos segundos secar el sudor de ambas sienes con las mangas de su camisa mientras observa el bote de la basura, la ventana del cuarto de servicio y el alto pretil que rebasa a la pared.

Se encarama con facilidad sobre el bote de la basura para después apoyar un pie en el marco que sobresale a la ventana, agarrado de un hueco en la pared adyacente, toma impulso para subir el otro pie al mismo marco, y lo logra. Libera el aire de sus pulmones. Vuelve a respirar hondo, suelta el agujero y extiende su brazo hacia arriba, en donde alcanza el pretil; luego, su mano derecha busca también la cresta de la pared. En su cara hay alegría ante la inminente consecución de un logro, se encuentra erguido sobre el borde de la ventana, en posición de subir a la azotea.

Contiene de nuevo la respiración. Hace fuerza con el abdomen, con los brazos y las manos, para balancear una pierna y subirla. Sonríe. Apenas inicia el balanceo cuando se desprenden los ladrillos superiores del pretil. Empieza a caer de espaldas y, muy lejos del poético vuelo del grandioso cóndor o de las estoicas extremidades del Jesús crucificado, sus brazos asemejan al frenético aleteo de un muy frágil colibrí, o al atropellado machacar del inútil rezo cuando se exige un milagro.

Ante el arco dibujado por su espalda durante la caída, lo primero que toca al cemento es su cabeza. El brillo de sus ojos se apaga, ha perdido la conciencia.    



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